Por Bárbara Korol
En la oscuridad comienzan a delinearse las sombras de los altos cipreses y los viejos radales. La luna crece tímidamente en ese fondo oscuro donde estallan los soles del infinito. En esta inmensidad y este silencio intento ahuyentar las sensaciones amargas que me persiguen como tétricos fantasmas.
Por Bárbara Korol
Me despierto de repente, sobresaltada por sueños hostiles. Me quedo, así, quietita, un rato, pero no puedo recuperar las ganas de dormir. Me levanto, me pongo un saco de lana beige sobre mi pijama y salgo al bosque. Afuera hace frío. Mucho frío. Me abrazo a mí misma mientras siento la caricia helada de la noche recorriendo mis piernas hasta hacerme estremecer. En la oscuridad comienzan a delinearse las sombras de los altos cipreses y los viejos radales. La luna crece tímidamente en ese fondo oscuro donde estallan los soles del infinito. En esta inmensidad y este silencio intento ahuyentar las sensaciones amargas que me persiguen como tétricos fantasmas. Busco la manera de exorcizar mis inquietudes y tristezas, de reconciliarme con ese pedacito de vida que me duele. Creo que la gratitud es un talismán contra las asperezas del destino. Cierro los ojos y mientras respiro este aire que me renueva empiezo a recordar esas sencillas cosas que me conmueven y me hacen feliz. Gracias por el esplendor de tantos árboles que se combina con el lejano rumor del Río Azul y la insolencia del viento; por el dulce de leche que endulza hasta las lágrimas; y el humo gris de cada fogata; por las sorpresas que alegran el alma; por las palabras que llegan a tiempo; por el perdón que purifica. Gracias por los pájaros carpinteros que visitan el coihue añejo; por la risa loca de mi hija; por la lluvia que melancoliza el invierno. Gracias por el camino transitado. Gracias por el amor que no se apaga.
La frescura del ambiente me acobarda y regreso a mi casa. En la cama yace un hombre, casi desnudo. Me gustaría hacerle el amor, pero descansa tan plácidamente que la ternura le gana a la pasión. Me acomodo a su lado sin tocarlo. Su respiración me tranquiliza. Él se acerca, apoya su brazo en mi cintura y desliza su mano hacia mi pecho haciéndome cosquillas. Siento la delicia de ese gesto desde años. El calor de su cuerpo va entibiando mis sentidos y me acurruco remolona. En la penumbra del dormitorio, sonrío apenas.
En mi cielo, todas las estrellas brillan de esperanza. ¡Buenas noches!