El domingo pasado fue el Día del Niño, una fecha comercial, aunque ya casi no quedan comercios de este tipo. Los que sí quedan, y muchos, son los chicos. Y casi en simultáneo con la desnaturalizada festividad, llegó la noticia de que seis de cada diez niños son pobres en la Argentina. Así, la tristeza que provoca la cifra se asoció con un día en extinción a causa del desplome interminable de un país que, a comienzos del siglo XX, listaba entre los diez más pujantes de la Tierra.
El lunes se conmemoró un nuevo aniversario del fallecimiento del general José de San Martín, y una enorme cantidad de gente se volcó a las calles de importantes ciudades del país, incluidas Santa Fe y Rosario, para hacer flamear banderas argentinas que fueron, a la vez, un homenaje al prócer y una multitudinaria protesta contra el gobierno nacional, con el foco principal puesto en la figura de Cristina Fernández de Kirchner, principal promotora de una dudosa reforma judicial y el análisis de una eventual transformación de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
Como la ciudadanía ya no come vidrio, el indisimulable vínculo entre su ímpetu transformador y los múltiples procesos judiciales que avanzan sobre su figura, provoca un contundente rechazo popular, máxime cuando la Justicia que más les interesa a las desprotegidas personas de a pie, queda en esta circunstancia completamente de lado.
Empobrecida por las sucesivas cuarentenas que le han impedido trabajar –con una gravísima secuela de cierre de negocios y cientos de miles de nuevos desocupados- y acorralada por una criminalidad que aumenta en las calles, la gente ha hecho escuchar su voz de preocupación y reclamo. Y en general, salvo algún hecho aislado, lo ha hecho sin violencia, aunque con fuerte sonoridad republicana.
La respuesta del oficialismo ha sido la de acelerar el ritmo de trabajo para contrarrestar las críticas de la oposición al proyecto de reforma judicial y tener listo el dictamen favorable de la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado, que preside nuestra comprovinciana María de los Ángeles Sacnun (Frente de Todos – Santa Fe), y poder tratarla la semana próxima en el recinto.
La arremetida es propia de la concepción agonal del kirchnerismo: nada de diálogos ociosos ni pérdidas de tiempo, hay que concretar el objetivo estratégico de crear con la mayor rapidez una estructura que asegure la impunidad futura y, de paso, sirva de instrumento para perseguir a los opositores (el tan meneado lawfare, que esta vez tiene la alternativa cierta de pasar de la enunciación teórica a la práctica destructiva).
Dirá el oficialismo que el bochinche del lunes pasado es sólo una catarsis más de los “que no nos quieren”, del 41 por ciento que nos votó en contra en las últimas elecciones presidenciales. Como si nada hubiera ocurrido entre el final del frustrado gobierno de Macri y los días que corren desde la asunción del presidente Alberto Fernández, ciclo aún corto para una evaluación definitiva, pero en la que todos los indicadores se desmoronan en el abismo de la incertidumbre.
Es cierto que en el medio emergió como un rayo el fenómeno de la pandemia del Covid – 19, que, si bien llega precedida por varios brotes controlados de la misma familia vírica, alcanzó esta vuelta una proyección mundial y una tasa de contagio completamente nueva, no así la letalidad, ya que es muy inferior a la de “la gripe española”, que, entre 1918 y 1920, mató a más de 40 millones de personas en el planeta. Pero, en cualquier caso, constituye una contingencia no prevista que ahonda la crisis económica heredada y la empeora porque los disensos internos impiden elaborar un plan económico creíble y efectivo para sacar a la Argentina del pantano.
Algunos analistas predijeron en el momento del ingreso a las cuarentenas, circunstancia en la que Fernández, rodeado de infectólogos, alcanzaba un alto nivel de respaldo ciudadano, que la salida de la pandemia iba a ser penosa y acompañada de un derrumbe de la imagen presidencial. Lo que ahora está ocurriendo. Por eso, subestimar las reacciones de una población empobrecida a extremos pocas veces vistos (salvo los que gozan del resguardo del empleo público), es equivocado y peligroso. Hace rato que la protesta involucra a bastante más gente que la que le dio el 41 por ciento de los votos a Macri en 2019. Las expresiones de disgusto con el gobierno abarcan un arco mucho más amplio que el originario. Comerciantes que han perdido sus negocios, trabajadores que se han quedado sin empleo por el cierre o la quiebra de empresas privadas, jubilados que, una vez más, han sido estafados mediante la aplicación de un sistema de ajuste muy inferior a la tasa de inflación; cuentapropistas cercados por las disposiciones de confinamiento que les impiden trabajar; monotributistas que han dejado de facturar; propietarios de inmuebles y salones comerciales que se quedan sin inquilinos, prestadores de servicios que ven reducidos sus clientes. En fin, un amplio muestrario de seres humanos que sufren las restricciones decididas por el gobierno en los más variados órdenes, fueron quienes hicieron escuchar sus voces de reclamo en la jornada del lunes pasado. Minimizarla, o reducir lo ocurrido a encuadres reduccionistas o declaraciones peyorativas, no hace más que calentar la olla. Mal hace el joven e inhábil Santiago Cafiero en disculparse con los trabajadores de la salud “por no haber podido evitar la marcha” (que efectivamente, puede haber potenciado contagios), sin antes pedir disculpas y corregir conductas respecto al destrato sufrido por sus destinatarios en materia salarial, de provisión de equipos adecuados en tiempo y forma, y en las condiciones de trabajo (la cantidad de infectados y muertos habla por sí sola).
Los reclamos fueron muchos. Los más fuertes y generalizados apuntaron al riesgo institucional de perder, una vez más, la república; peligro alentado por el gen regresivo de la hegemonía política, y detectado con mayor o menor precisión por una población que no ha perdido la memoria sobre sus consecuencias.
Es curioso, pero la teoría desarrollada por Ernesto Laclau en “La razón populista”, pensador posmarxista divinizado por el ala dura del kirchnerismo, pareciera estar configurándose hoy en contra del gobierno del Frente de Todos, motorizada por la multiplicación de demandas de diverso origen. El desaparecido teórico, hablaba de que las demandas aisladas o sectoriales cuando crecen y convergen en una articulación equivalencial se transforman en populares al identificarse a través de un “nosotros-pueblo” frente a un “ellos-poder”. Ojo al piojo.
Iniciativas como la de la reforma judicial y la proyectada ampliación de la Corte Suprema de Justicia, son típicas de una clase que se aísla, obnubilada por sus propios intereses, y se distancia de un pueblo que se siente abandonado en sus penurias y angustias cotidianas. Estos movimientos cortesanos, surgidos de la autocomplacencia, se parecen más al mundo de Luis XVI que a un gobierno que se asume en el discurso como popular y nacional.
Por si faltara algo, uno de los inspiradores principales de la ampliación de la Corte es su exintegrante Eugenio Zaffaroni, autor intelectual de la masiva suelta de presos que ha incrementado la violencia criminal en la provincia y la ciudad de Buenos Aires, motivo de indignación pública en amplísimos segmentos de población, sobre todo entre quienes viven en las barriadas de los cordones urbanos que rodean a la capital federal. El actual integrante de la Corte Interamericana de Derechos Humanos -que goza de una jubilación de $ 850.000, más los beneficios provenientes de su actual función de juez internacional-, dicta cátedras periódicas a la sociedad desde la altura de su torre de cristal, sitio que le permite observar con la comodidad que brinda la distancia los resultados de sus experimentos sociales, después de haber inoculado a sus seguidores con las toxinas de su retorcida inteligencia.
Podrá decirse lo que se quiera; Santiago Cafiero, en nombre del presidente, podrá enfatizar la irresponsabilidad social por el riesgo que supone salir a las calles a manifestar descontento, pero muchísimo más grave es salir a apurar una reforma sin consenso político ni ciudadano, en medio del confinamiento decretado por el gobierno, bloqueo que deslegitima un propósito que, por su alcance, merece mayores niveles de participación y miras jurídicas, éticas e institucionales mucho más elevadas.
Empobrecida por las sucesivas cuarentenas que le han impedido trabajar y acorralada por una criminalidad que aumenta en las calles, la gente ha hecho escuchar su voz de preocupación y reclamo. Y en general, salvo algún hecho aislado, lo ha hecho sin violencia, aunque con fuerte sonoridad republicana.
Iniciativas como la de la reforma judicial y la proyectada ampliación de la Corte Suprema de Justicia, son típicas de una clase que se aísla, obnubilada por sus propios intereses, y se distancia de un pueblo que se siente abandonado en sus penurias. Estos movimientos cortesanos se parecen más al mundo de Luis XVI que a un gobierno popular y nacional.