Estaba dispuesto a contarlo todo pero ahora no sé. Tal vez sea malo para muchos lo que es descarga positiva de uno solo. No sé.
El cuerpo está lleno de movimientos inerciales, reflejos que no manejamos, que ya están en la computadora basal, la que no nos tiene en cuenta y actúa, para que sigamos vivos.
Estaba dispuesto a contarlo todo pero ahora no sé. Tal vez sea malo para muchos lo que es descarga positiva de uno solo. No sé.
Estaba sentado en el cordón de la vereda y no lloraba. Estaba, simplemente, con la vista delante y delante era la limpieza de la calle vacía. Un horizonte sin más allá.
Si no fuese que nada era igual podría muy bien ser parte de una canción muy bella que hace tiempo escuchaba: (“Sittin On”) The dock of the bay, de Otis Redding.
Habló, musitó, escuché…. “Estuve adentro, habían pasado mas de 170 días. Yo lo tuve. Temblé todo. Mucha fiebre, el cuerpo blandito. Me midieron con palillos llenos de algodones. Lo tenía. Si antes, encerrado, no hacía nada mientras lo tuve hice menos. Nada. Ni respirar, casi”.
“Cuando terminó todo y me dijeron puede salir me decidí. Abrigado, buenos zapatos, salí a ver la ciudad donde vivo. El portero dijo espere, tengo que desinfectar el ascensor cuando entre, también cuando salga, rociarlo con cloro, lavandina, alcohol, un buen baño higiénico y persuasivo en el ascensor, no me mire, siga, avíseme cuando vuelva así le abro, la puerta del edificio permanece cerrada las 24 horas desde que Usted enfermó. Nadie entra ni sale sin avisar. En su piso no vive nadie en los otros departamentos, se fueron a otro barrio por unos meses, no deje de avisarme, lo veo bien, buena suerte”…
Siguió musitando. “Noté que con una gamuza húmeda limpiaba el pomo de la puerta de calle. Me hablaba con barbijo y máscara de plástico. Saludó amablemente. Salí a la vereda”.
No hablaba con odio, simplemente vencido. “El del kiosco de revistas y golosinas no me reconoció, me saqué el barbijo y pareció que le daba algo, que se descomponía, no se lo veía bien, pobre hombre, se fue dentro del kiosco y me dijo espere, póngase otra vez el barbijo, espere. Yo lo quería, parecía un buen tipo usted, lástima, le tocó a Usted, tome –me dijo– tome… esto es para Usted. Siga. Siga. Gracias. Buena suerte”.
El cuerpo está lleno de movimientos inerciales, reflejos que no manejamos, que ya están en la computadora basal, la que no nos tiene en cuenta y actúa, para que sigamos vivos. Seguí caminando y vi que me había dado un cartón. Con un grueso cordón azul donde se leían una palabras, escritas al apuro, con un marcador de tinta negra y de trazo grueso. “Yo tuve coronavirus”.
“Vivo a tres cuadras de la zona peatonal. Crucé poca gente que, tal vez casualidad, cambiaban de vereda cuando veían el cartel que me puse delante. Los kiosqueros tienen la sabiduría de la venta al menudeo; caramelos, cigarrillos, el alma detrás del mostradorcito. Me dio el cartel, con un cordón azul, grueso, para colgar y me lo colgué, por algo me lo dio, dijo que antes me apreciaba ¿cuál es el problema con la vida? Estaba vivo, flojito pero vivo”…
Fijó su mirada en ese tonto horizonte que oferta la vereda de enfrente de una calle vacía. Siguió. “Cuando llegué a la zona peatonal un hombre de uniforme raro me hizo seña de 'Alto'. Me detuve. Leyó el cartel que llevaba delante, sobre mi pecho. /¿Porque salió a la calle?/ Porque me siento bien/ ¿Dónde va?/ A caminar por ahí, por cualquier lado, a ver cómo está la ciudad /¿Tiene documentos?/ Sí, tome… (no los tomó, leyó el número, lo tecleó en un celular, me pidió que no me acercara más, que así estaba bien). Espere, voy a consultar /
Paró, meneó la cabeza, como recordando, finalmente siguió hablando, casi como para su propio recuerdo: … la consulta demoraba, finalmente algo apareció en su teléfono, leyó, se acercó y me habló / Haga lo que tenga que hacer y vuelva, con los recuperados nunca se sabe, tenemos poca experiencia con Ustedes, me dicen que está todo bien pero que lo aliente amablemente a retirarse, así que váyase rápido…”.
En ese instante el ocupante sentado en el cordón de la vereda me miró. “Estoy esperando que abran las Grandes Tiendas, quiero comprarme un traje azul y zapatos negros, una camisa celeste y una corbata a cuadros de colores fuertes Quiero estar bien vestido una vez, una vez, para lo que sea”…
Entre los grandes “contrafactismos” de este mundo suelo embaucarme sosteniendo que Ottis Redding era el nuevo Ray Charles y lo superaría. Estaba en su timbre, su coloratura y su ruta. Murió joven. Cada tanto la discusión reaparece.
El tipo se quedó en la vereda. Me fuí, no silbé, pero por dentro estaba cantando esa canción a la bahía de San Francisco, donde ya había dejado su corazón Antonio di Benedictis (Tony Bennet).
La Peste en mi Pago viene del mundo, admite cualquier canción, en cualquier idioma, basta que sea linda. Fea era la mañana del tipo que tuvo coronavirus. No se la hacían fácil. No sabía cómo volver a la vida. No era el único.
Look like nothing's going to change, everything still remains the same, I can't do what ten people tell me to do, So I guess I'll remain the same (Parece que nada va a cambiar, todo sigue todavía igual, no puedo hacer lo que 10 personas me dicen que haga, así que supongo que seguiré igual). Volví urgente a mi casa, parlantes a todo volumen. Un buen antídoto. Voto por los dos. Ray y Otis. Vidas sufridas y terribles, canciones inmortales. Ojalá haya conseguido el traje azul.