I
Tomo un café y me acerco a la foto que está en la pared al lado de la barra. Ezequiel y Enrique se quedaron para siempre en el Tokio Norte. Allí están. Y allí está la mesa en la que jugaron esa mañana y esa tarde.
I
A veces, muy de vez en cuando me doy una vuelta por el bar Tokio Norte. Sí, el de calle Rivadavia, Rivadavia 2973 para ser más preciso, frente a Plaza España. Y que no se mueve de ese lugar desde por lo menos 1931. Me tomo un café, siempre encuentro algún amigo con quien ponerme al día con los chismes y, por supuesto, cumplo con el rito mañanero o vespertino de leer el diario. ¿Cosas de viejo? Probablemente. No me molesta ser viejo, porque en general no me molesta lo que es consecuencia del devenir de la vida, para decirlo de una manera un tanto retórica. Tampoco me molesta cumplir con ciertas actividades, por la sencilla y concluyente razón de que me gusta hacerlas. Una caminata por algunos lugares preferidos de la ciudad, un bar para leer un libro o anotar en una libreta algunas cosas que se me ocurren, la sorpresa de encontrarme con algún amigo o, simplemente, disfrutar de los recuerdos que me provocan cada esquina, cada calle, cada vereda de la ciudad.
II
Por ahora, los tiempos de pandemia no me han privado de estos gustos. Por ahora. Si cambia la mano, veré que hago. Puedo vivir solo y me las arreglo muy bien. Haber estado preso en tiempos de la dictadura militar algunos hábitos enseña. Entre otros los de estar solo en las peores condiciones, motivo por el cual no le tengo miedo al encierro. Siempre hay a mano un libro para leer, una película para ver o un relato para escribir. Aclaro: no le tengo miedo al encierro pero tampoco lo deseo. Soy de los que creen que a la libertad hay que defenderla y por supuesto merecerla. No me gusta que un gobierno me diga lo que debo hacer; no me gusta que un gobierno "me cuide". Y no me gusta que un gobierno –no me importa su signo- se aproveche de la pandemia para perpetrar alguna travesura o disimular su incompetencia. He vivido mucho y he leído mucho como para saber lo necesario acerca de los riesgos de chuparse el dedo o dejarse seducir por los que te prometen felicidad o seguridad a cambio de que le entregues tu libertad. ¿Qué es la libertad? Supongo que mis lectores saben o presienten muy bien qué es la libertad o la falta de libertad. Si no lo saben estamos jodidos. ¿Definiciones? No hay ninguna. Es como el amor o la belleza. Sabemos cuándo está o cuándo falta. Pero no hay definiciones. Alguna vez, un amigo dijo en una reunión: "Libertad es el derecho que tengo de caminar por la calle solo o del brazo de mi mujer sin el temor de que la policía o un funcionario te pare para pedirte documentos o llevarte preso". Creo que Churchill alguna vez dijo que vivimos en una sociedad libre cuando si a la madrugada alguien golpea la puerta de tu casa, vos sabés que puede ser el lechero o un pariente y no la Gestapo. Hay más definiciones. Además de saber que la libertad es un derecho y también un deber. O que es muy difícil ser libre en medio de una sociedad sometida. Pero en algún otro momento me dedicaré a hilar más fino. Por ahora, y atendiendo al país y la ciudad en la que vivimos, estas consideraciones sobre la libertad alcanzan y sobran.
III
Pero volvamos al momento, a la mañana del martes que entro al Tokio Norte. Algunos parroquianos tomando café en una ventana sobre la calle; otros, en una mesa cerca de la barra; un hombre solo lee el diario; una señora joven y rubia conversa con su hijo. Me gustan las mesas de ese bar. Me recuerdan el poema de Discépolo: "Sobre tus mesas que nunca preguntan…". Saludo a Amelia, a Amelia Higa. La dueña, la patrona. Conversamos sobre algunos conocidos comunes. Me cuenta que al bar lo abre todas las mañanas. "Hasta las dos y media, tres de la tarde; para más no da". Mientras conversamos miro las mesas de billar; las cinco mesas de billar protegidas por un "manto". Son muy pocos los que hoy practican ese juego que alguna vez no sé si convocó a multitudes, pero de lo que estoy seguro es que en mis años adolescentes el certificado de hombría se adquiría en el momento en que el dueño del bar o los señores que lo frecuentaban te permitían jugar, te permitían tomar el taco, la tiza y ensayar las primeras carambolas. Yo lo hice. Y nunca fui bueno. Jamás por ejemplo, pude hacer una carambola de tres bandas. Pero disfrutaba mucho presenciando a los maestros que con el taco de billar brindaban una suerte de concierto con las bolas.
IV
Tomo un café y me acerco a la foto que está en la pared al lado de la barra. Son dos fotos en realidad tomadas con una escasa diferencia de tiempo. Dos fotos en riguroso blanco y negro. Fotos algo ajadas por los años pero limpias. El escenario es el bar y una mesa de billar. En ese lugar está Ezequiel Navarra con el taco a punto de realizar un tiro "masse". Al frente, un jovencito que le da la espalda al fotógrafo aunque se alcanza a distinguir algunos rasgos de su perfil. Está parado, con el taco en la mano y espera. Es Enrique, Enrique Navarra, el menor de los tres hermanos. Alrededor de cien personas desparramadas alrededor de la mesa, a una distancia de no más de tres metros, miran con atención. En la primera fila, están todos sentados. Después, todos de pie. En la otra foto , el mismo escenario. Pero ahora Ezequiel está algo agachado mirando seguramente los espacios que dispone para hacer su juego. La mano derecha apoyada en el paño. ¿La fecha?. Agosto de 1938. El año que dos de los hermanos Navarra anduvieron por estos pagos. Cinco años antes, Carlos Gardel nos visitó a los santafesinos. ¿Por qué lo menciono? Porque con las diferencias del caso, los Navarra eran algo así como los Gardel del billar. Ochenta y dos años después yo estoy allí anotando detalles que registran ese momento que quedó congelado para siempre, ese momento que seguramente dispone de un pasado y un futuro inmediato. Me encantan esas fotos. El presente como instante cargado de historia.
V
Anoto detalles. La escena solo registra hombres. No hay mujeres. Ni una. Todos los hombres con traje. Saco, corbata y, en la mayoría de los casos, sombrero, funyi. Los sacos pueden ser grises o azules. En muchos de ellos se observa el pañuelito compadrón asomando del bolsillo superior del saco. En general hombres jóvenes, que nos impresionan mayores por esas indumentarias que parecen agregarle años. Pero no bien se presta atención, se advierte que el promedio de edad no supera los cuarenta años. Se distinguen algunos hombres con pañuelo al cuello, el lengue. Algunos, se han sacado el funyi y lo apoyan en sus piernas. Un detalle: nadie fuma. En una de las columnas hay un perchero y se ven varios sombreros colgados. La foto, por supuesto, no tiene sonido, pero el silencio se nota. Estamos ante una ceremonia. La atención de los hombres es absoluta. "Ni el volido de una mosca" interrumpe a esos dos hombres parados al lado de la mesa de billar iluminada por las tres lámparas que parecen resaltar el verde del paño. Insisto en la atención que prestan los hombres. No sé si en un templo la atención estaría tan concentrada. Ezequiel Navarra está de traje gris; Enrique, traje oscuro. Sabemos que las mejores horas aún los aguardan en el futuro: campeones nacionales y mundiales. En 1951 Ezequiel derrotará en una jornada memorable en el Luna Park al norteamericano William Hope. Doce años más tarde, destronará al mexicano Joe Chamaco. Pero ahora, es decir, en 1938, Ezequiel y Enrique se quedaron instalados para siempre en el Tokio Norte. Allí están. Y allí está la mesa en la que jugaron esa mañana y esa tarde. Todos caminando sobre el mismo piso de baldosas blancas y negras, las mismas sobre el que ahora camino yo. Y en las paredes los mismos letreros de publicidad de cigarrillos "American Club" y "43". Miro la hora. Las once de la mañana. Me voy. Un amigo me espera en otro bar. Y a los amigos no se los puede dejar esperando.
No le tengo miedo al encierro pero tampoco lo deseo. Soy de los que creen que a la libertad hay que defenderla y por supuesto merecerla. No me gusta que un gobierno me diga lo que debo hacer; no me gusta que un gobierno "me cuide".
Ezequiel y Enrique se quedaron para siempre en el Tokio Norte. Allí están. Y allí está la mesa en la que jugaron esa mañana y esa tarde. Todos caminando sobre el mismo piso de baldosas blancas y negras, sobre el que ahora camino yo.