Era lo peor que nos podía pasar, perder la voluntad de integrar una sociedad moderna y razonablemente armónica, lo que supone la pérdida de capital social, intelectual y existencial.
La Argentina está socialmente partida y económicamente quebrada, pero en vez de intentar una concertación política que permita establecer una hoja de ruta definida por líneas maestras racionales, los ultras de uno y otro lado juegan a extremar la ruptura.
Era lo peor que nos podía pasar, perder la voluntad de integrar una sociedad moderna y razonablemente armónica, lo que supone la pérdida de capital social, intelectual y existencial.
Para qué tantas décadas de promover la educación, si sus resultados, pasados por el tamiz del resentimiento, ahora separan a unos de otros. Para qué tantos intentos de sintetizar las diferencias y los desacuerdos en función de objetivos comunes; para qué tanto empeño en formular políticas de Estado, si somos incapaces de cumplir con las normas básicas; para qué hablar tanto del bien común, si vemos al otro como un enemigo peligroso; para qué clamar por justicia, si los interminables procedimientos judiciales se equiparan a la denegación lisa y llana del derecho; para qué promover el trabajo y la inversión productiva, si sus frutos son incautados por un gobierno hambriento de recursos que pierde legitimidad cada día que pasa.
La Argentina de estos días es un mar de contradicciones, en los discursos y los hechos. Es una enorme farsa de la que participamos por inercia. No hay república ni federalismo, como lo establece en el Art. 1 de la Constitución Nacional. Y en cuanto a la democracia, como concepto, está degradada por prácticas manipulatorias que se realizan en nuestras narices. Y, como forma de Estado, como expresión del moderno Estado de derecho, hace agua por los cuatro costados. Nos mantenemos a flote como podemos, aferrados a los maderos del naufragio nacional, del barco perdido en sucesivas tormentas ideológicas que lo han estrellado contra las rocas que nosotros mismos decidimos embestir, en un gesto de incomprensible y gigantesco auto atentado.
Después de cerrar brechas históricas a través del proceso democrático iniciado en 1983; después de largos años de facto y violencia, los fantasmas del pasado vuelven para dividirnos. Hasta los Montoneros, que al comienzo de la restitución democrática habían generado textos autocríticos sobre sus errores juveniles, de concepto, práctica, estrategia y militarización, hoy vuelven, ya cargados de años, a reivindicar su lucha al cumplirse 50 años de su creación.
Entre ellos, encabezan las firmas de la carta difundida el "Día del Montonero", el ex jefe Mario Firmenich –contertulio del homicida almirante Eduardo Massera en las confabulaciones de París-, Fernando Vaca Narvaja, Roberto Perdía y el insólito Rafael Bielsa, actual embajador argentino en Chile, ex canciller y multifuncionario de los gobiernos kirchneristas. También, en su momento, precandidato a la gobernación de la provincia de Santa Fe, oportunidades en las que hizo gala de un discurso moderno e integrador, envuelto, como ahora se ve, en una piel de cordero sintético. Ahora sabemos con claridad la música que en verdad le gusta rasgar en las cuerdas de la intimidad, con sus largas uñas de guitarrero.
La Argentina está socialmente partida y económicamente quebrada, pero en vez de intentar una concertación política que permita establecer una hoja de ruta definida por líneas maestras racionales, los ultras de uno y otro lado juegan a extremar la ruptura. Es una situación dramática en la que la mayor responsabilidad le cabe al gobierno, de acuerdo con las teorías elaboradas en su momento para medir con distinta vara los crímenes de lesa humanidad. Es el gobierno, encarnación temporaria y funcional del Estado declarado en emergencia, el principal responsable de lo que ahora ocurre y de lo que pueda ocurrir en materia de violencia social.
Ya conocemos, desde el gobierno de Néstor Kirchner, la instrumentación de un Estado mellizo, sin documentación formal pero operativo en los hechos, en el que "no funcionarios" ocupaban oficinas en emblemáticos edificios públicos -incluida la Casa Rosada- y mandaban incluso sobre los formalmente instituidos. Eran los encargados de hacer los trabajos sucios que los funcionarios no podían hacer, al menos a la luz del día. He visto con mis anteojos multifocales, durante una larga espera para una audiencia que, como presidente de Adepa, me había otorgado Alberto Fernández -todavía jefe de Gabinete de Cristina Kirchner-, llegar juntos a Alberto y Horacio Verbitsky, quien ocupaba el escritorio de enfrente al de Fernández y compartían la gran mesa de secretarias, una de las cuales corrió presurosa detrás de Verbitsky diciéndole que le había dejado sobre su escritorio la lista de quienes lo habían llamado durante su ausencia. Nadie sabía por entonces que el polivalente Verbitsky, que les suministraba ideas y fundamentos políticos a los Kirchner, tuviera oficina en la Casa de Gobierno y con tal cercanía a la toma de decisiones oficiales. Pero el ex oficial montonero y, durante años, confidente de la embajada de los EE.UU., era sólo uno de los casos. Había muchos.
La ostensible reaparición de fundadores y militantes de Montoneros, que cuenta con inocultables adhesiones en el ala dura del Cristinismo, se da en sintonía con una serie de anomalías institucionales expresivas de un plan mayor de cambio constitucional. Las teorías zaffaronianas que impulsaron la suelta de miles de presos peligrosos que hoy incrementan la inseguridad en el gran Buenos Aires, así como la masiva toma de tierras azuzada por operadores políticos vinculados con el gobierno e, incluso, según denuncias de funcionarios de seguridad, alentadas por altas figuras del propio gobierno nacional, confluyen en la creación de un clima de creciente hostilidad ciudadana contra la clase política. Es un problema grave, porque el potencial caos que este "divorcio" podría provocar, puede alentar reacciones impredecibles que profundicen los daños insoslayables que experimenta nuestra democracia republicana.
Por si fuera poco, la ministra de Seguridad de la Nación, moldeada en el pensamiento de Verbitsky, niega que la ocupación ilegal de tierras sea materia de su competencia, y lo justifica en el déficit habitacional que la Argentina padece desde hace décadas. El enfoque, que se desentiende de la ilicitud como un factor corrosivo de la convivencia civilizada, parece coincidir con el aspecto alienígena de la ministra. De aceptar su conclusión, el necesario proceso de construcción de viviendas, que podría insumir largo tiempo en una Argentina sin recursos, plantea el horizonte de una Argentina tomada; un país sin ley, Constitución, ni convivencia posible. Un país con su contrato social roto, sin affectio societatis, un amasijo de grupos enfrentados entre sí, en un territorio libanizado.
Parece una exageración, pero este panorama se nutre de los datos que surgen de nuestras diarias vivencias, en las que las normas son trituradas por comportamientos incontrolables, alentados por grupos políticos que creen poder sacarle rédito in extremis para despejar el camino a una hipotética toma del poder. Una muestra del "cuanto peor, mejor", que proclama la extrema izquierda.
Por el rumbo que el gobierno ha tomado, no llama la atención la cantidad de jóvenes que hacen las valijas para irse del país, ni los empresarios que mueven sus plataformas de negocios a países vecinos. Tampoco, que se hayan archivado numerosos proyectos de inversión en el país por parte de propios y extraños. Ni que cada día las páginas de los bancos se recalienten con la demanda de compra de los 200 dólares mensuales habilitados para quienes tienen fondos acreditados. Es un dato objetivo y descarnado, para un gobierno que ha perdido la confianza pública por abrazarse a las obsesiones de Cristina, impulsada por un incomprensible espíritu de venganza asociado con su presunta condición de víctima política, cuando durante largos años fue, sin disimulo, la suprema victimaria.
La Argentina está socialmente partida y económicamente quebrada, pero en vez de intentar una concertación política que permita establecer una hoja de ruta, los ultras de uno y otro lado juegan a extremar la ruptura.
La reaparición de fundadores y militantes de Montoneros, que cuenta con inocultables adhesiones en el ala dura del Cristinismo, se da en sintonía con anomalías institucionales expresivas de un plan de cambio constitucional.