El pasado sábado, por fin me animé.
El pasado sábado, por fin me animé.
La idea no me era propia, la había sugerido un viejo callejero hace algún tiempo, un amigo especial de quien aprendí más que del silencio (y eso no es poco decir). Se llama…Se llamaba Rafael Mayo y creo, casi estoy seguro, que alguna vez yo te hablé de él.
Me levanté con el alba. No me bañé, ni me lavé la cara, ni siquiera me peiné. Tampoco desayuné.
En riguroso silencio, para no despertar la familia, rebusqué en el galpón del fondo el vaquero roído, ese que uso cuando voy de pesca. Me puse una remera vieja, con un refrán alusivo a un lugar inexistente, la misma que suele usar mi perra cuando se empapa por la lluvia.
Busqué las botas viejas pero me pareció excesivo. Entonces me calcé, sin medias ni cordones, las zapatillas de jardinería embarradas y una gorra; una gorra fucsia que alguna vez se dejó olvidada Raúl, el pintor.
Así salí a la calle, casi sin apuro, camino al centro; a la peatonal San Martín.
Y llegué; y me acomodé en el lugar adecuado: las escaleras del Teatro Municipal, desde ahí me dispuse a ver pasar la vida. Nada más, sólo a mirar. A mirar y, en todo caso, dejar que me excluyan…
No tenía un plan premeditado es que, como decía Rafael, de haberlo tenido este, de alguna manera, me terminaría condicionando. Ni siquiera permití que ciertos relatos literarios jugaran en mi cabeza.
¡Mente en blanco y corazón abierto!
A las nueve y cinco, me sentí atraído por la mirada triste del señor del praliné, que organizaba su negocito sin el menor entusiasmo. Luego por dos pibes bien vestidos que observaban con descaro a la mujer del kiosco, de ajustadas calzas arcoíris. Después me enganché con el aura apagado en tono sepia, de la pareja de ancianos que se detuvo a mirar la cartelera descascarada del Teatro Municipal.
A las diez y tanto pasó algo curioso, una nenita de rubias trenzas ajustadas en raya al medio, se me acercó a ofrecerme un alfajor. El padre, complaciente, la observaba desde el banco de la plaza de enfrente. Hasta me levantó la mano en saludo, cuando se lo acepté improvisando, mal, una mueca histriónica.
Mi ego, me sopló al oído: “seguro que te reconoció”; quizás un abogado joven, de esos que van a tus charlas o algún cliente de los que pasaron por el estudio. Pero no, vestido de linyera, con tapaboca, gorra escandalosa, y “tirado” en la escalera del teatro, ni mis hijos a dos metros, me reconocerías.
Once de la mañana, dos muchachos con un paquete azul brillante pasaron corriendo, apartando bruscamente la muchedumbre. A punto estuvieron de hacer caer a una mujer mayor y al hombre de barba despareja que vendía paltas a cincuenta pesos. Tras ellos, bamboleándose, un obeso guarda de seguridad a los gritos se detuvo resignado.
Poco antes de las doce, dos hombres ancianos, pasaron a pocos pasos de mi sitial, iban del brazo como ayudándose a caminar uno con otro, parecían hermanos; escuché que el más calvo le comentaba al otro, algo relacionado con la inseguridad y la política. Se sentaron en la mesa del bar y descolgaron con dificultad sus tapabocas. Con amabilidad de otros tiempos sonrieron a la moza, sin dobleces, mientras pedían agua y café cortado.
Llegando la una y treinta, todo se comenzó a despejar. Comencé a darme por vencido, nada muy asombroso, poco que no pudiese haber imaginado desde mi casa. Sólo gente que viene y que va con sus ángeles y demonios.
Me incorporé y estiré mi enclenque humanidad, preparando la retirada. De repente, la mujer que vendía flores, largó su canasto de mimbre y caminó directo a mi encuentro.
A cinco pasos, antes de encararme, dio media vuelta y le hizo señas con su brazo al vendedor de paltas de la esquina, a un taxista que limpiaba con esmero el parabrisas de su auto; luego al pibe que entregaba volantes de la pizzería y por fin a la joven que pedía limosnas, sentada en el piso de la pared del monolito de la plazoleta.
Al momento todos me rodearon con gestos fraternos.
De alguna manera, quizás sólo gestual, se transformaron y comenzaron a sacarse el disfraz, o eso me pareció.
Entonces el vendedor de palta, que tiempo después reconocí como el jubilado juez Pretti, tomó la palabra.
-¡Seguro que sos otro observador! ¿Fuiste amigo de Rafael Mayo? Largó con regocijo, mientras el resto prestaba atención a mi respuesta.
Me saqué el barbijo, la gorra fucsia, acomodé mi pelo y respondí con una carcajada que resonó en la peatonal, ahora desierta.