“La oposición, si no baja los decibeles, si no se aleja del discurso del odio, va camino a convertirse en una ultraderecha antidemocrática y minoritaria”. La semana pasada el jefe de Gabinete de ministros, ubicó en el tablero la identidad de las piezas blancas y las negras. Cristina Fernández custodiaba las espaldas de Santiago Cafiero, durante su informe en el recinto del Senado.
Pocas horas después, bajo la órbita de la Defensoría del Público, el oficialismo puso en escena el Observatorio de la desinformación y la violencia simbólica en medios y plataformas digitales (Nodio), con la tarea de "proteger" a las personas mediante la "detección, verificación, identificación y desarticulación de las estrategias argumentativas de noticias maliciosas y la identificación de sus operaciones de difusión".
La pretensión totalitaria tiene por tentación la supresión del otro; es lo contrario de la solidaridad o de la muletilla sobre el significado de la Patria. De los creadores de “Clarín miente” y el “law fare”, llega este nuevo capítulo que tiene antecedentes en la ley venezolana que se usa para perseguir disidentes al régimen.
La preocupación del Frente de Todos por la manipulación mediática de las conciencias ciudadanas parte curiosamente (o no tanto) de una premisa que no se verifica en estudio científico alguno y que se demuestra por el absurdo: si eso fuera cierto, Alberto Fernández no habría ganado las elecciones.
De la misma manera, el presidente no podrá controlar al dólar blue o al precio de la leche si elimina sus menciones en los medios o si directamente los prohíbe. Los argentinos no van a ahorrar en pesos ni podrán comer más pan si la gestión de gobierno es un fracaso flagrante. Antes como ahora.
La idea de control y supresión de la diferencia presume poder definir la realidad desde los relatos, omitiendo los hechos. Así, un acto de corrupción puede ser cierto o falso según quién lo enuncie y más allá de toda evidencia en sede judicial. Y el delito de opinión es cometido por quien se opone al discurso oficial.
La afirmación de Cafiero no limita la sentencia de culpabilidad de los medios que cuestionan o critican al gobierno. Va más allá y es más reveladora y temeraria. El jefe de Gabinete se encamina a sentenciar la supresión de la oposición a nombre de la verdad. El gobierno se para así en la antesala de la represión de las libertades elementales.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos desaconseja explícitamente el uso de la palabra odio en una legislación, en particular pide no usar el término en el texto de una ley.
Es comprensible el discurso único en una organización religiosa, aunque eso no la exime de pecados o polémicas. Se explica la imposición soviética en el igualitarismo, aunque habría que recordar que el muro cayó. Es comprensible que Maduro no quiera que nadie hable de las mafias turcas o la violación de derechos humanos en su territorio.
En la Argentina, el control de la opinión, su descalificación sentenciada antes del argumento, es funcional a la impunidad, a la supresión de la división de poderes, a la concepción de democracias aliberales en las que el poder es un todo que elimina al otro para que no se note el desquicio propio. Como si eso fuera posible.