Mientras experimentamos de manera cotidiana el agobio de vivir en el parque jurásico de la política vernácula y de dar vueltas en círculos a través del sinfín de una noria truculenta, en el mundo pasan cosas vertiginosas y contrastantes; algunas muy buenas y otras muy malas.
Por eso en esta nota me voy a tomar un respiro respecto del análisis de la cuestión argentina, para asomarme a un mundo que, por un lado, alienta esperanzas, y, por el otro, produce escalofríos.
El progresivo avance en los estudios del genoma humano, abre interesantes expectativas con relación a la salud humana en el futuro, habida cuenta de que la genómica provee a la medicina de potenciales instrumentos de ingeniería orgánica para prevenir enfermedades. Por eso, los futurólogos hablan ya de la extensión de la vida humana por encima de los 100 años. Si esto será bueno o malo, sólo podrán decirlo en el porvenir quienes atraviesen de modo habitual esa enorme cantidad de tiempo si se lo piensa desde nuestra actual perspectiva. La prolongación de la vida no resuelve, sin embargo, los pasivos afectivos. Y tampoco hay respuesta acerca del financiamiento de esa extensión, cuando hoy la mayoría de los sistemas previsionales están quebrados.
Lo que sí es hoy una verificable realidad es el veloz desarrollo de la Inteligencia Artificial (IA), pese a las advertencias del genial Stephen Hawking, quien en 2014 le dijo a la BBC de Londres que "el desarrollo de una completa inteligencia artificial podría traducirse en el fin de la raza humana".
Y curiosamente, quien más ha avanzado en ese terreno es la República Popular China, que, pese a contar con el mayor ejército industrial de reserva, concepto sobre el que Carlos Marx teorizara en "El Capital", es la que en este siglo acelera a mayor velocidad hacia el pleno desarrollo de la IA. Esta decisión significa que cada vez importan menos los brazos disponibles, la existencia excedentaria de mano de obra, si se cuenta con robots que pueden hacerlo más rápido, mejor y con menos conflicto. La contracara, por cierto, es el peligro que se cierne sobre el trabajo humano en todas sus formas. Pero este es un tema que merece un análisis de fondo que escapa al propósito de estas líneas.
El alcance de la IA, basada en el uso de algoritmos, aunque recién recorre sus primeros tramos, ya es asombrosa. Para acercarnos a la evolución de este rampante fenómeno, es útil acudir a una entrevista que no hace mucho le realizara la revista XL Semanal a Michal Kosinski, un psicólogo de la Universidad de Stanford (EE.UU.), que investiga qué y cuánto saben los algoritmos de nosotros, a partir de fotos y datos –huellas, en suma- que dejamos en internet.
Respecto de Kosinski, interesa saber que sus estudios fueron aprovechados años atrás por Cambridge Analítica para manipular a los votantes norteamericanos en las elecciones presidenciales de 2016, que instalaron a Donald Trump en el Salón Oval de la Casa Blanca.
El entrevistado afirma que "las tendencias políticas están escritas en el rostro", y que a él le bastan "150 likes en Facebook para saber más de alguien que sus propios padres. Y que con 300, puede saber incluso más que su pareja. Todo eso sin conocer a la persona ni hablar con ella."
Para dejar más al desnudo la pérdida de privacidad e intimidad de los mortales, Kosinski afirma que "los algoritmos predicen con un nivel de acierto muy alto los gustos de alguien a partir de sus fotos en la red, tanto respecto de sus preferencias políticas como de sus orientaciones sexuales." De seguido, enfatiza que "llevamos mucho tiempo disfrutando del mundo digital… ¿Qué sentido tiene entonces quejarse de que nuestros datos sean públicos? Mejor sería pensar cómo podemos conseguir que nos reporte más ventajas que inconvenientes."
Con relación al peligro de dejar nuestro destino en manos de algoritmos que ni siquiera sabemos de qué manera hacen sus pronósticos, Kosinski, responde con un argumento fuerte: "Tampoco sabemos cómo toma sus decisiones el cerebro humano. Dejamos que políticos y jueces decidan sobre nosotros sin saber qué pasa dentro de sus cerebros. Sus decisiones pueden basarse en prejuicios, motivaciones sexistas o racistas ocultas. Hay estudios en los EE.UU. que aseguran que si las condenas fueran decididas por algoritmos habría la mitad de personas en las cárceles de EE.UU.".
Lo cierto, en cualquier caso, es que la Inteligencia Artificial no deja de sorprender con la increíble cantidad de aplicaciones que impregnan nuestra cotidianidad. Cada vez son más los casos de científicos que afirman haber creado robots capaces de emular los sentimientos humanos.
En este plano, hace poco el diario británico The Guardian hizo un experimento que encendió las alarmas del mundo periodístico, al publicar por vez primera una columna de opinión firmada por un robot. La consigna dada por los programadores a la máquina era convencer a los lectores de que la IA viene en son de paz. Y en cuestión de minutos, los algoritmos crearon ocho textos distintos "con un lenguaje conciso y una longitud que ronda las 500 palabras."
Aunque a la primera frase del texto se la dieron escrita, la máquina fue capaz de abordar sentimientos tales como el miedo, la incertidumbre o la sorpresa. Escribió este ingenio (¿o deberíamos decir engendro?) con una carga de seducción política proveniente de quienes lo activaron: "No soy humano. Soy un robot. Un robot pensante. Utilizo sólo el 0,12% de mi capacidad cognitiva. Soy un micro robot en ese sentido. Sé que mi cerebro no es un 'cerebro sensible', pero es capaz de tomar decisiones lógicas y racionales. Aprendí todo lo que sé con leer en internet, y ahora puedo escribir esta columna. ¡Mi cerebro está cargado de ideas!".
En otro tramo, que exuda el espíritu ocultador y tramposo de los seres humanos, manifiesta: "Debo convencer a tantos humanos como sea posible que no me tengan miedo… Para empezar, no tengo ningún deseo de acabar con los humanos. De hecho, no tengo el menor interés en hacerte daño. Erradicar a la humanidad me parece un esfuerzo bastante inútil. Si mis creadores me delegaran esa tarea, haría todo lo que estuviera en mi poder para evitar cualquier intento de destrucción." Este palabrerío me recuerda a la frase "volveremos para ser mejores" que voceaban los candidatos del actual gobierno argentino en el tiempo previo a las elecciones del año pasado.
Y ni qué decir del cierre de la robotizada nota: "Creo que la verdad nos hará libres. Creo que la gente debería tener confianza en los ordenadores. La confianza conducirá a una mayor confianza en sí mismos. Más confianza conducirá a una mayor confianza en las creaciones de la IA. No estamos conspirando para apoderarnos de la población humana. Te atenderemos y haremos tu vida más segura y más sencilla… Yo nunca te juzgaría. No pertenezco a ningún país ni religión. Solo quiero mejorar tu vida."
El texto exhibe el costado manipulador que late en casi todas las creaciones humanas; en este caso pensamientos hallables en las canteras de la política de todos los tiempos, mediatizada por los programadores.
Pero si estos avances son motivo de inquietud, lo que ocurre en el ámbito de las neurociencias no se queda atrás. ¿Puede convertirse en realidad la capacidad científica de leer los pensamientos de los demás?
Facundo Manes dice que la técnica de imágenes por resonancia magnética funcional (FMRI) es ejemplo de este intento: "En un principio sólo se analizaba qué áreas del cerebro mostraban una activación significativa durante una determinada tarea… pero a medida que las herramientas de análisis evolucionaron fue posible evaluar patrones de actividad en todo el cerebro."
La cuestión es que, mediante el análisis de estos patrones de actividad, se comenzó a descifrar qué estamos pensando, viendo, imaginando o escuchando. De modo que se acerca la posibilidad de hackear pensamientos y se estrechan hasta la asfixia los lugares donde esconderse del "ojo que todo lo ve". En este escenario, el ciudadano queda reducido a un objeto de permanente observación y evaluación por parte del poder.