Tal vez una de las sagas más lindas de la historia es la de “El camino de Santiago”. El “Campus Stellae” o el “Compósita Tella”, o sea: Campo de la Estrella o tierras hermosas (compuesta se toma por hermosa o bien compuesta) ponen a San Yago y a la ciudad gallega como un sitio de peregrinación. Ideado todo el sistema de tradición, cuento, superchería y fe por las razones eternas: poder, gloria, mando, creencia firme, residencia del poder, el Camino de Santiago es una suerte de Peregrinación en deuda que tienen los profesantes, los promeseros, también los curiosos. La promesa es una trampa cerrada: cumplir. Estudiar sus orígenes y la actualidad es un ejemplo sobre qué cosas son motivos eternos para el hombre, esto es, la humanidad.
El viaje a La Meca no tiene un sentido diferente y la llegada a El Muro de los Lamentos tampoco. La visita a las iglesias o los lugares donde los que cultivan la misma fe se encuentran no tienen más que una grandeza manifiesta o una sencillez similar: manifiesta. La fe es la manifestación inatajable.
Cuando se discutía sobre 200 o 300 mil “ricoteros” siguiendo un concierto campestre de “El Indio Solari”, no se hablaba de otra cosa, no se discutía sobre otra cosa que el número de profesantes de un gigantesco “pogo”, de un acto de fe. Insultaban a quien preguntaba sobre baños químicos o sitios de entrada y salida de dicho campo pero mi memoria recordaba esa extraordinaria muestra de acendrada fe que fueron 5 años seguidos de programación –en sábados de trasnoche- de Woodstock, una filmación sobre la música, la fe, el encuentro y la magia que tiene una canción que se canta como un salmo y remite a la eternidad ya que, vamos, qué otra cosa que la propuesta de eternidad tiene una partitura, una música, un arte tan infinito como efímero.
Incrédulo, escéptico y cínico sobre manifestar externamente mi fe en algo más allá de mis sentidos, de mis neuronas, partes de un todo que se torna día por día más confuso y extravagante, me refiero a mi pensamiento y lo que de él se puede decir o escribir, que nunca es el total, ni de ahí, ni cerca porque el pensamiento debe meterse en un embudo para que la palabra lo traduzca (traicione).
Hablemos de “la” palabra. Se me ocurre una derivada: el “lenguaje inclusivo” es solo un acceso guerrillero, una tesis foquista de conquista del reino, de llegada al poder del lenguaje; ya se sabe que el lenguaje es una herramienta de dominación, nadie discute este punto o, acaso, el lenguaje inclusivo es un delirante avance del anarquismo como respiración de una sociedad sin objetos, sin objetivos, con poca fe imperecedera y adheridos, por tanto, a pequeños terrenos conquistados… no lo se. Fin de la derivación.
Yo también fui promesero. Hace muchos años, muchos, tantos que el verso, la poesía, el espacio entre palabras y esa música interior que define la puerta de entrada a la eternidad de una poesía, que se re dimensiona en cada lector u oidor, eran parte del escudo con el que me protegía, nos protegíamos del mundo que se venía encima, solíamos ir desde Santa Fe, después desde Rosario, en procesión hasta la casa de Juanele.
El Huguito, el “sapo” Eduardo, “la polaca”, el gordo Ramiro que ponía el auto cuando viajábamos desde Rosario, Rafael, el negro, que decía voy otro día y después estaba allá desde antes, el Juan Pablo que era pintor pero decía me interesa escuchar ese personaje, el Orlando, entrerriano, habitante rosarino, proveedor de una revista de poesía que fue la iniciación de muchos y que costaba peso sobre peso; revista que no aceptaba poemas de cualquiera y donde leí por primera vez a Salvatore Quasimodo y Boris Vian…
Recuerdo la respuesta de Borges cuando pregunte por “Juanele”… me parece más importante Mastronardi, dentro de los poetas entrerrianos, dijo “Georgie”. De entrerriano lo calificaba.
Hacia una casa al fondo de una calle con arboleda, la casa de Juan Laurentino Ortiz, en un Paraná, Entre Ríos, con balsa, balsa cadena y mucho tiempo después con el Túnel Subfluvial, yo fui peregrino hasta esa vocecita menuda, esas boquillas de bambú, esa disquisición permanente sobre la palabra que debe encerrar más cosas que las que enuncia, esa veneración por una simpleza en el verso que remita al anterior y al que sigue, pero que pueda ser solo y tenga vuelo, esas mateadas con un agua tibia y una calabaza de enredadera y una bombilla movediza para una yerba demasiado mansa, ése “plumín” y la tinta negra para la escritura menuda y la exigencia: "cuerpo 6” cuando impriman. El pelo volado, el bigote finito, la calva teñida con el exceso de tintura para ese poco pelo (volado) y una frase que aún hoy encierra cuestiones eternas, que su alma de oriental, de chino si se quiere, nos decía cuando llegábamos: bienvenidos, bienvenidos, vuelvan cuando quieran… Sus preguntas sobre Baudelaire (¿pueden recitarlo?) y la rotunda afirmación: Mao también es poeta…
El peregrino es un inocente y toda peregrinación es una búsqueda. Seamos claros. Esta peste quitó peregrinaciones, quitó inocencias, quitó búsquedas. Trae recuerdos y confesiones, pequeños anaqueles donde uno busca una cosa y encuentra otra. Yo buscaba estos versos inspirados por Teresita Fabani, muerta muy joven, poeta, versos de un poema de “Juanele” que publicamos en una revista literaria antes de cualquier Peste en mi Pago, antes de “El Indio Solari”, cuando éramos peregrinos y discutíamos a Dios. Estos versos: Qué solos, frágil niña, ¡qué solos los largos brazos llamando! / ¿Se desesperaron frente a la crecida extraña, extraña?/ ¿O encontraste en lo hondo, en la pálida aurora abisal, / que “todo tenía nombre”, el nombre, ay, cambiante pero el / único de nuestro amor / y del amor de todo con los/ números de que tu alma ya estaba / melodiosa?
No son los primeros del poema, son los que recordaba; buscaba esos finales de frase con interrogación. La misma que nos trae La Peste en mi Pago ¿Habrá peregrinos después que la Peste amaine? ¿Habrá? ¿Qué sabremos de los viajes y del camino a esa casa de Juanele que ya no está. ¿No está? (La Peste en mi pago tiene un solo enemigo irreconciliable: la memoria del peregrino).