Se me pide que ensaye una mirada sobre el terreno hipotético de la post pandemia. Es una tarea para augures, condición de la que carezco. Pero como los periodistas no solemos eludir los desafíos, aun los prospectivos, intentaré en las líneas que siguen compartir lo que advierto, o creo advertir, en el horizonte próximo.
En primer lugar, no creo en los cambios rituales del año, me interesan los procesos que, más rápidos o más lentos, más o menos profundos, más vehementes o moderados, más evidentes o encriptados, atraviesan los ciclos convencionales y obran como parteros de la historia. En mi opinión, no se puede intentar un análisis prospectivo sin un previo sobrevuelo retrospectivo, aunque sea breve.
En este sentido, lo que hoy nos ocurre a los argentinos, es consecuencia de procesos iniciados, según sea el punto de mira, hace 90 años (golpe militar de 1930, validado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, y principio reproductor de nuestra crónica inestabilidad institucional); 75 años (fin de la Segunda Guerra Mundial con una Argentina penalizada por la alianza internacional triunfante a raíz de su adscripción a las ideologías de las potencias derrotadas, más allá de su vergonzante cambio de posición a última hora); aproximadamente 60 años (derrocamientos consecutivos de los gobiernos constitucionales de Juan Perón, Arturo Frondizi y Arturo Illia, por distintas razones políticas cuyo análisis, dada su dimensión, escapa a este comentario).
En cualquier caso, lo cierto es que esta secuencia de rupturas institucionales, a las que seguirán otras, incluso dentro de los sucesivos gobiernos militares, introdujeron en la vida de nuestro país el virus de la anomia, que desde entonces no ha hecho más que expandirse, destruyendo en su avance patológico la previsibilidad de los comportamientos individuales, grupales y sectoriales, la noción de un ordenamiento productivo fundado en la certeza jurídica, la factibilidad de una convivencia sana en el marco de la diversidad de ideas y creencias. Por décadas, la tasa de crecimiento vegetativo de la población viene superando a la de generación de riqueza. Por eso somos cada día más pobres, y las conductas se tornan más ilegales y viciosas. Nuestra población se muestra cada día más dividida, y la falta de oportunidades siembra la frustración, el resentimiento y la violencia en un conglomerado que ya se parece poco a lo que se define como sociedad.
En consecuencia, lo que vaya a ocurrir en el futuro parte de un sustrato negativo. Estas encrucijadas pueden provocar una reacción afirmativa de la voluntad de ser, o terminar minando la voluntad de la mayoría para hundirnos en una anémica desesperanza.
El año que se inicia, ofrece distintos campos para el análisis, entre los que sobresalen el político, porque habrá elecciones legislativas de medio término; el sanitario, en razón de que al fin estarán disponibles vacunas contra el Covid, aunque, en nuestro caso, todavía envueltas en dudas, recelos y oscuridades; y el económico, porque la progresiva apertura de actividades mueve la rueda de la economía y el empleo, y porque nos aguarda una negociación crucial con el Fondo Monetario Internacional para reordenar el calendario de pago de nuestras deudas y, si todo sale bien, lograr fondos frescos que permitan estabilizar la moneda e impulsar el desarrollo.
En lo que refiere al año político, se proyecta sobre el horizonte una creciente conflictividad. El oficialismo ha planteado una agenda que dificulta en extremo la mesa de negociaciones que la situación reclama. Del discurso que Alberto Fernández leyera ante la Asamblea Legislativa y el país todo como programa de gobierno, no queda nada. Cada acción del Frente gobernante amplía la cesura que lo distancia de la oposición, reciclando las prácticas autocomplacientes de las anteriores administraciones de Cristina Fernández de Kirchner y Mauricio Macri. El cultivo del enemigo como opción táctica es una manea que el poder se pone a sí mismo. Los recursos tácticos se evalúan según el resultado estratégico, y a esta altura queda claro el reiterado fracaso de su empleo.
En un país dividido en mitades, con un 30 por ciento de la población que fluctúa políticamente de acuerdo con los resultados efectivos de la gestión de gobierno, ningún proyecto se consolida, máxime cuando el país no crece desde 2011. De modo que en el año que comienza se cumple una década de estancamiento económico con el consiguiente deterioro social, porque la población no ha dejado de crecer. La obsesión por logros de corto plazo que suelen transformarse en triunfos pírricos, ya han demostrado su inutilidad en tiempos largos. Sin embargo, la reiterada lección no se aprende, y unos y otros se empecinan en mirarse en espejos que sólo les devuelven sus propias imágenes. Por eso no existen las políticas de Estado, ni se estudian a fondo graves problemas económicos y sociales que ninguna mitad podrá solucionar, porque su complejidad pide el concurso de las mejores inteligencias del país y una masa crítica mayor para que las conclusiones a las que se arribe tengan el efectivo sustento de consensos políticos robustos.
Sin embargo, esto no va a ocurrir. El gobierno forcejea con la realidad, y sólo piensa en salir bien parado en las próximas legislativas. Y con ese propósito tiende a dañar cuanto pueda a sus adversarios políticos, intención que ya ha quedado a la vista con la abrupta mutilación de los ingresos de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Ese mensaje se irradia al conjunto de las provincias, donde opositores y peronistas críticos se alinean con el gobierno central por sus necesidades de caja. Se trata del viejo mecanismo del palo y la zanahoria que Néstor Kirchner aplicó con éxito para domesticar a los que intentaban lograr algún grado de autonomía. Lo malo de ese antiguo sistema disciplinario es que concentra poder con vistas a la obtención de la hegemonía, pero bloquea ideas creativas, críticas fundadas e iniciativas superadoras propias de los sistemas abiertos, signados por la libertad de los ciudadanos y la siempre renovadora alternancia política en el poder.
En lo concerniente a la salud pública, jaqueada por la permanencia de una pandemia que sigue al acecho, la perspectiva de una cercana vacunación representa la probable mitigación del fenómeno sanitario, pero los interrogantes siguen siendo muchos. La primera duda surge de la vacuna misma que el gobierno ha elegido, tanto porque la información disponible con relación a su proceso de investigación y testeo es escasa, cuanto por la intervención en los contratos de una empresa argentina sin recursos financieros y con complicaciones judiciales, a lo que cabe agregar los enredos explicativos del ministro de Salud Pública respecto de la frustrada adquisición de la vacuna de Pfizer, precisamente la que hasta ahora cuenta con los mejores papeles de respaldo en el plano internacional.
Por otra parte, las conductas irresponsables de distintos segmentos sociales en lo que respecta a los protocolos de prevención del Covid, constituyen hábitos riesgosos que se verán maximizados en las vacaciones próximas a comenzar. Vemos a diario el desastre sanitario que experimentan Europa y los EE.UU., como consecuencia del abandono imprudente de los resguardos anti Covid en el verano boreal, conducta que muy probablemente se repetirá en nuestro país. Si esta sospecha se verifica, la vacunación -siempre y cuando se produzca en las fechas y las cantidades anunciadas por el presidente- no será suficiente para controlar los efectos del contagio social y sus costos para el Estado.
Esta cuestión nos lleva al terreno de la economía y sus graves complicaciones, habida cuenta de que el ministro Martín Guzmán computa, en el esfuerzo por equilibrar las cuentas públicas, una sustancial reducción de los costos pandémicos. Pero este cálculo depende de la masividad y eficacia de la vacuna, y de conductas sociales que acompañen el esfuerzo, aspectos, ambos, que deberán atravesar las efectivas pruebas de verificación.
Otra condición importante para estabilizar la economía refiere a la negociación en trámite con el Fondo Monetario Internacional. La postergación de los pagos y el eventual logro de fondos frescos requieren de la elaboración de un plan económico consistente que, además de frenar -como ya se está haciendo- el ritmo de emisión monetaria, apunte al sostenido crecimiento de las exportaciones, única manera de obtener las divisas necesarias para el repago de los créditos tomados. Este objetivo, compartido por las partes, requiere de un método de devaluación del peso acorde con los indicadores de la inflación, de modo de mantener los estímulos para los sectores que producen bienes exportables. La Argentina tiene a su favor una mejor disposición del FMI respecto a un ritmo razonable de ajuste fiscal; también, la tasa crediticia, que es la más baja que se puede conseguir. Y los precios de las materias primas agropecuarias y bienes industrializados del mismo origen, que gozan de buenos precios internacionales. Pero sin duda habrá que hacer los deberes, ejercicio que genera muchas dudas en el frente interno del oficialismo, donde pesan las pulsiones populistas de sus sectores más duros.
Si estos conatos internos lograran atemperarse, y se consiguiera sostener un mensaje de mayor racionalidad económica, es probable que el esperado rebote de las actividades productivas, muchas de las cuales parten del subsuelo, se expresen en cifras más significativas que las esperadas. De modo que, si se logra la morigeración de los efectos del Covid, con la correlativa reducción del gasto público; y una disminución, aunque sea más lenta de lo deseable, del crónico déficit fiscal, quedaría configurado un mejor escenario para potenciar el rebote de la economía. Lo problemático, sin embargo, es que este cuadro dependa de tantas condicionalidades. En cualquier caso, aunque los referidos objetivos se cumplan a medias, salvo que los resortes tanáticos de los ultras se impongan, hay margen para esperar un mejor año que el que ahora se deshoja del calendario.