"Con tanto espanto había entrado esta tribulación en el pecho de los hombres y de las mujeres, que un hermano abandonaba al otro y el tío al sobrino y la hermana al hermano, y muchas veces la mujer a su marido, y lo que mayor cosa es y casi increíble, los padres y las madres evitaban visitar y atender a los hijos como si no fuesen suyos".
La descripción que hace Boccaccio en el Decamerón aplica a la peste negra, que irrumpió en Europa en 1347, arrasó con la vida de 48 millones de personas y, en el proceso, con el estilo de vida medieval.
A un altísimo costo, que en vidas humanas demandó dos siglos de recuperación, sepultó también muchas de las prácticas y concepciones vigentes hasta entonces, y alumbró maneras más eficientes y razonables de explotar los campos (ahora vaciados por el éxodo de supervivientes a las ciudades), abrió oportunidades para nuevas actividades y prácticamente obligó a depositar en el desarrollo de la técnica la búsqueda de soluciones al desastre.
En el mundo actual, y en nuestro país en particular, las tecnologías de la información permitieron hacer frente con mejores herramientas a la hecatombe, y también habilitan la puesta en marcha, la aceleración o el perfeccionamiento de posibilidades de desarrollos económicos, profesionales y laborales hasta ahora inexistentes, incipientes o precarios.
Pero ese abanico de alternativas (abarcables en la no por remanida menos certera sentencia de que cada crisis abre una oportunidad) choca en nuestro país con la necedad irreductible de muchos compatriotas, y la resiliencia de estructuras y vicios organizacionales que parece imposible vencer.
Así las cosas, el rebrote epidémico que vino a ocupar el lugar reservado para el alivio veraniego, se encontró con una sociedad tan hastiada como excesivamente relajada, y nos coloca en una situación todavía un poco peor que la de hace unos meses, durante el pico de contagios del que, suponíamos entonces, sólo restaba descender. La perspectiva de una salida a través de la vacunación todavía es más una expectativa alentada por el efecto simbólico del inicio del proceso, que una solución cercana por su concreción a nivel masivo.
En este escenario, el gobierno nacional enfrenta un desafiante año político, el siempre crucial proceso de elecciones intermedias, casi en las peores condiciones posibles, por factores externos pero también intrínsecos.
El primero de ellos es que no tendrá la posibilidad de encararlo en una comunidad aliviada por la salida de la pandemia (que todavía llevará mucho más tiempo del que se preveía), ni mucho menos por una recuperación económica que, si bien muestra algunos indicadores a nivel macro (la famosa metáfora de la patada desde el fondo de la pileta, que necesariamente implica un ascenso por rebote), está lejos de proyectarse sobre la vida cotidiana; más que a través de nuevas inyecciones de recursos de las exiguas y endeudadas arcas del Estado, si es que aún hubiera margen para ello.
El otro es el desafío para Alberto Fernández de volver a convencer a un electorado ya escaldado y seguramente renuente, de que su agenda se basa en el consenso, la moderación, el respeto por la división de poderes y por el accionar de la Justicia, y todo el espectro de derechos y garantías constitucionales. Máxime cuando hay sectores, con más peso en la estructura de poder que en el grueso de la sociedad, que presionan de manera ya completamente abierta por imponer otro menú de prioridades, que en la mayor parte de sus términos contradice al otro.
Y es que las crisis, en la mayoría de los casos, son oportunidades de cambio de la manera en que se concibe y se hacen las cosas. Pero a veces no.