Los días pasan, y los meses y los años, y la Argentina siempre nos sorprende con nuevos dislates improductivos en un nuevo giro del círculo vicioso en el que vivimos encerrados. Todo es condicionado por el cálculo de corto plazo, por la urgencia, la prevalencia de la pelea sobre el acuerdo; la imprevisión, siempre; las modas pasajeras e insustanciales, el predominio de la apariencia sobre el fondo; el absurdo persistente y destructivo; la incesante busca de chivos emisarios que carguen con las culpas compartidas de la sociedad y, como por arte de magia, las hagan desaparecer a través de sus sacrificios simbólicos. Lo de siempre, en una sociedad cuya involución agudiza la búsqueda de culpables que reduzcan la cota de nuestra angustia y mitiguen nuestras responsabilidades.
El señor Fernández, presidente formal de la República Argentina, cuyo primer mensaje al país se orientaba a terminar con la grieta, acaba de lanzar una cacería de brujas que reduce a cenizas aquel augural propósito discursivo. Lo impulsa su impotencia, sentimiento que se ha apoderado de su rostro, surcado por ojeras cada vez más profundas y oscuras, una mirada enturbiada por la bronca y el desánimo, y una boca que dispara amenazas faccionales mezcladas con llamados a la unidad de los argentinos. Una verdadera muestra de trastorno disociativo de la identidad.
En el reciente discurso de apertura del período ordinario de las sesiones legislativas, la causa de su máxima perturbación estaba sentada a su izquierda, tamborileando los dedos sobre la mesa y palmeando su brazo para calmar la fogosidad de sus impromptus (dedicados a ella). En mis 50 años de periodismo nunca había visto semejante muestra en público de dominio sobre un presidente en ejercicio. El presidente que en la campaña aseguraba que era él quien iba a gobernar, se ha ido consumiendo con el correr de los días hasta convertir aquella afirmación en la mueca triste y resignada de estos días, más allá de sus circunstanciales efusiones discursivas en algunas tribunas políticas o proselitistas.
Uno de los críticos más duros de Cristina Kirchner en los tiempos previos al acuerdo para su candidatura presidencial por el Frente de Todos, es hoy una cabal expresión del varón domado frente a la mujer que lo controla con su sola mirada. Más aún, ante su mera presencia, sus palabras se atropellan para rendir tributo a "las sujetas", que militan el género mientras se descuartiza la lengua común.
El pánico escénico de Alberto cuando Cristina está cerca, me recuerda a "Las puertitas del Sr. López", aquella historieta de Carlos Trillo con dibujos de Horacio Altuna, que marcó una época signada por la falta de libertades, entre ellas, la de expresión.
En aquella ficción, el Sr. López era un hombre común, como se definiera a sí mismo el Sr. Fernández durante la campaña electoral de 2019. También era un hombre gordito, como el presidente, atormentado, entre otros, por su mujer, enojada con él y con la vida; papel que, en ésta remake, encarna su jefa política.
Ante el agobio que esa cotidianidad le imponía, el recurso de López era buscar la puerta de un baño, cualquiera fuere, y refugiarse en ese espacio circunstancialmente propio y clausurado a la mirada ajena, para proferir un grito catártico o darle alas a su imaginación y evadirse de la cruda realidad. Cualquier parecido con la situación del Sr. Fernández no es mera coincidencia.
El presidente que en la campaña aseguraba que era él quien iba a gobernar, se ha ido consumiendo con el correr de los días hasta convertir aquella afirmación en la mueca triste y resignada de estos días.
El pánico escénico de Alberto cuando Cristina está cerca, me recuerda a "Las puertitas del Sr. López", aquella historieta de Carlos Trillo con dibujos de Horacio Altuna, que marcó una época signada por la falta de libertades.