Al fin se concretó el preanunciado alejamiento de la ministra de Justicia de la Nación, Marcela Losardo, quien antes de asumir esta función había compartido durante veinte años estudio jurídico con Alberto Fernández. Se retira con cierta dignidad, después de soportar los reiterados embates de la vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner, y su núcleo duro de seguidores, concentrado en el Instituto Patria. También se lleva, como premio consuelo, la designación de embajadora ante la UNESCO, que de paso alivia la conciencia de Alberto. No obstante, por el contraste de las conductas de una y otro ante los designios del poder real, su renuncia oscurece aún más la imagen del presidente, asido ahora a las faldas de Cristina e identificado, al menos verbalmente, con el proyecto de demolición de la Justicia impulsado por la vice.
Aunque todavía estén frescas en los oídos de los argentinos las durísimas críticas contra la expresidenta, repetidas en distintas entrevistas periodísticas ("En el último mandato de Cristina es dificilísimo encontrar algo virtuoso"), Fernández ha decidido, como si no hubiera millones de testigos de su viraje, hacer borrón y cuenta nueva. Los excesos que antes eran malos ("He cuestionado a Cristina cuando Cristina hacía abuso. Cuestioné su ley de democratización de la Justicia, su ley de medidas cautelares, el modo como sacó la ley de medios, prácticamente sin debate. Cuestioné todas esas cosas"), ahora se convierten en pulsiones justicieras para limpiar a la magistratura de conspiradores políticos y desechos morales. Ya no hay conductas delictivas de las que dar cuenta a la sociedad, sólo ha habido construcciones jurisprudenciales perversas empleadas como armas en una sorda guerra judicial contra la Cenicienta de la política, víctima de los tenebrosos designios de jueces indignos. Y ya está.
El profesor de Derecho Penal, autodesignado juez de jueces, el hombre que después de acordar su candidatura presidencial con Cristina, aplicando una técnica de lectura veloz digna de un vector de inteligencia artificial para barrer con su mirada miles de fojas con toneladas de pruebas, ha concluido, con igual rapidez, que Cristina es inocente de cuanto se la acusa.
No hacen falta argumentos jurídicamente consistentes ni contrapruebas fundadas en las reglas de la contabilidad y en el derecho vigente. Basta con la invocación de un hipotético, viscoso y ajeno concepto de lawfare, al que por añadidura se le ha cambiado el sentido originario, para tirar por la borda todas las probanzas gestadas dentro de los procedimientos legales de nuestro país, convalidados por sucesivos fallos judiciales. Y para tirar abajo las pruebas, se intenta vulnerar a un poder constitutivo del Estado. Es, ni más ni menos que un intento de golpe institucional, gravemente tipificado por la Constitución Nacional.
Lo establece el Art. 36 de nuestra CN, en su Capítulo Segundo (Nuevos derechos y Garantías), votado por Cristina como convencional constituyente en 1994, reforma que contó con una representación política sin precedentes y en la que tuvo como compañeros de bancada a dos de los actuales integrantes de la Corte Suprema de la Nación: Juan Carlos Maqueda y Horacio Rosatti.
Dice la cláusula en cuestión: "Esta Constitución mantendrá su imperio aun cuando se interrumpiere su observancia por actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático. Estos actos serán insanablemente nulos.
"Sus autores serán pasibles de la sanción prevista en el Artículo 29, inhabilitados a perpetuidad para ocupar cargos públicos y excluidos de los beneficios del indulto y la conmutación de penas." Tan grave es el desvío, que establece que "todos los ciudadanos tienen el derecho de resistencia contra quienes ejecutaren los actos de fuerza enunciados en este artículo…".
Cristina, a quien, a diferencia de Alberto, no se le puede desconocer la frontalidad de sus ideas y sus actos, ha expresado su opinión de que quien gana las elecciones debe controlar los tres poderes. Nada de paparruchas teóricas que sólo sirven para debilitar el poder, ni de arquitecturas republicanas en busca de equilibrios que se traducen en garantías para los ciudadanos y dificultan la administración del Estado. El poder debe ser compacto, uno, para ser efectivo. Por eso denostó las instituciones nacidas de la Revolución Francesa, que de a poco transformaron a los antiguos súbditos en ciudadanos con derechos y garantías. Sus dichos nos devuelven al absolutismo monárquico previo a la revolución, con la diferencia de que lo que propone en la práctica es una monarquía electiva, no ungida por Dios sino por el pueblo. Como ocurre en sus fuentes de inspiración, Cuba y Venezuela, la Justicia tiene que estar alineada con el Ejecutivo-monarca, como partes indisolubles de un solo bloque de poder. Por eso, los jueces deben ser elegidos por el pueblo; y el pueblo, hambreado, cercado por su estado de necesidad, o adobado con prebendas, se somete al Ejecutivo que, con el dedo, a lo Nerón, decide quien vive y quien muere, y de paso señala a quien votar.
No es ésta una visión ficcional sino un escenario eventual. Losardo reaccionó ante el acoso cotidiano, la demanda delirante y la profundización de una tendencia jurídico-política que no comparte. Y presentó una renuncia que la diferencia. Su exsocio, en cambio, que llegó con la promesa de trabajar para cerrar la grieta, acaba de comprar una excavadora para ensanchar y ahondar por propia determinación la cesura que separa a los argentinos. Ya no hay sorpresa, porque la contradicción es la regla.
Cristina, a quien, a diferencia de Alberto, no se le puede desconocer la frontalidad de sus ideas y sus actos, ha expresado su opinión de que quien gana las elecciones debe controlar los tres poderes.
Nada de paparruchas teóricas que sólo sirven para debilitar el poder, ni de arquitecturas republicanas en busca de equilibrios que se traducen en garantías para los ciudadanos y dificultan la administración del Estado. Para Cristina, el poder debe ser compacto, uno, para ser efectivo.