La hegemonía es el dominio sobre otro, la supremacía de un grupo, organización política o económica sobre otro u otros, de un Estado sobre otros. Es una pulsión antigua que tiene expresión histórica en el dominio de los imperios, cualquiera sea su tiempo y ubicación geográfica: egipcio, romano o inca; español, británico o norteamericano, por citar algunos evidentes. En ámbitos territoriales más acotados, también las monarquías absolutas de Europa, cuyo máximo ejemplo ha sido la de los Luises en Francia. Emperadores, faraones, reyes, zares, incas, han constituido encarnaciones del poder absoluto en distintas épocas y geografías. En espacios más reducidos, jefes tribales en distintas regiones del África y presidentes absolutos en las pseudo-democracias de América latina, agregan ejemplos a una larga lista.
La tendencia a hegemonizar el poder habita en las sociedades contemporáneas y el método más inteligente y evolucionado que Occidente ha encontrado para controlarla, con éxito oscilante, es la democracia republicana, que conjuga la voluntad de la mayoría con instituciones que resguardan a las minorías temporarias y protegen a las sociedades de la siempre latente pulsión hegemónica. La creación máxima es el moderno Estado de derecho, que crea la ley y se somete a ella, asegurando su equilibrio funcional mediante la separación de poderes para evitar su concentración. Es, en suma, un sistema antimonopólico del poder político.
La hegemonía, la concentración, el monopolio del poder, implica en la práctica el cercenamiento de los que piensan diferente y, por consiguiente, el empobrecimiento del capital social e intelectual de un país. En la práctica, representa un negativo embargo de materia gris, de voluntad transformadora, de participación, iniciativa y propuesta de amplios segmentos de una sociedad. La concentración es una manea a las libertades y la difusión de la miseria moral entre quienes, para sobrevivir, se entregan a la voluntad omnímoda del jefe. De allí la advertencia del peligro que comporta la aparición de esta patología en una sociedad moderna, y la crítica consecuente con el propósito de abrir los ojos y medir las consecuencias.
Hoy la Argentina afronta un proceso de estas características. Una parte aspira a convertirse en el todo, e inhibir en la marginalidad a quienes resisten esta orientación que puede sumir al país en la más miserable de las experiencias.
Luego de un fraude político que se inició con las promesas de la campaña electoral de 2019 y el discurso del flamante presidente Alberto Fernández ante el país y la Asamblea Legislativa con eje en la unidad nacional a través del diálogo productivo, el día a día se redireccionó progresivamente hacia la confrontación, la descalificación y la marginación de los actores políticos alternativos, así como de las demandas reales de la sociedad.
La parte, engrosada electoralmente con el concurso de una gran cantidad de desencantados con el gobierno de Juntos por el Cambio, inició un viraje que no sorprendió a analistas atentos, pero sí a millones de personas que confiaron en un discurso crítico del ciclo anterior, conciliador con la sociedad y razonablemente esperanzador para mucha gente de buena fe. Olvidaron la naturaleza del escorpión, que ahora exhibe sin pudores su amenazante aguijón.
La parte, como en los turnos anteriores de su ejercicio del poder, puja por convertirse en totalidad, sin los frenos institucionales establecidos preventivamente en la Constitución Nacional. Para la jefa de este movimiento de ruptura institucional, la pluralidad, que suele exaltar, está dada por la multiplicación de los iguales o similares. Es, por lo tanto, una pluralidad de clones, opuesta al concepto clásico de la plural diversidad de ciudadanos que enriquecen, con su participación propositiva o crítica, la gestión de la cosa pública.
Como vuelta de tuerca, esta vez el ensayo es más grave, porque la que aspira a la totalidad del poder es una parte de la parte, el kirchnerismo que se adueña del peronismo desde adentro, que lo vacía y lo desplaza. Se trata de la busca de una hegemonía al cuadrado, protagonizada por la fracción que pivotea sobre el Instituto Patria y La Cámpora, embrión gestado en 2006 por el matrimonio de Néstor y Cristina Kirchner con una visión dinástica de largo plazo que ahora se verifica en los hechos con el delfinado de Máximo. Lo hicieron a la vista de todos y con los antecedentes de Santa Cruz; no escondieron sus objetivos, de modo que ahora es difícil alegar ignorancia.
Hoy la Argentina afronta un proceso de concentración y monopolio del poder. Una parte aspira a convertirse en el todo, e inhibir en la marginalidad a quienes resisten esta orientación que puede sumir al país en la más miserable de las experiencias.
Esta vez el ensayo es más grave, porque la que aspira a la totalidad del poder es una parte de la parte, el kirchnerismo que se adueña del peronismo desde adentro, que lo vacía y lo desplaza. Se trata de la búsqueda de una hegemonía al cuadrado.