Ya nada nos sacude. Hasta los escándalos pierden potencia, la capacidad de conmovernos. Su repetición esteriliza sus efectos, los naturaliza al punto de volvernos cívicamente átonos frente a las aberraciones de cada día.
Ya no hay sorpresa, por eso no pueden asombrar los resultados. La acumulación de recurrentes violaciones normativas y errores de cálculo, llevan inexorablemente al desastre. Es el que estamos viviendo.
Ya nada nos sacude. Hasta los escándalos pierden potencia, la capacidad de conmovernos. Su repetición esteriliza sus efectos, los naturaliza al punto de volvernos cívicamente átonos frente a las aberraciones de cada día.
Por definición, el vocablo escándalo se relaciona con el desenfreno, la desvergüenza, la impudicia, la inmoralidad, el mal ejemplo. Y todos sabemos del poder contaminante, socialmente corrosivo de las conductas, que tiene el mal ejemplo, máxime cuando se irradia desde la cima de los que gobiernan.
En el latín tardío (scandalum), y antes en el griego (skándalon), la palabra exponía una raíz menos tóxica y más metafórica: "piedra con la que se tropieza". Claro que el tropiezo implica siempre una dificultad, y muchas veces se convierte en causa de un accidente que puede ser grave, incluso mortal. De allí que el vocablo haya adquirido una connotación negativa, indeseable, dañosa para la persona, familia, grupo o país que incurra en acciones encuadradas en las características que lo tipifican.
Décadas atrás, personas, empresarios, monarcas que incurrían en conductas escandalosas solían recurrir al desesperado recurso del suicidio para que el oprobio cesara. Ahora, los que delinquen tienden a destruir las pruebas de su ignominia o a eliminar a los que los denuncian. Incluso, cuando los crímenes se cometen en el ejercicio del poder político, se muestran decididos a romper las instituciones que encuadran sus conductas y las normas y los procedimientos que pueden condenarlos. Por eso no pueden extrañar las consecuencias degradantes y disolventes que estos atajos provocan. Nunca como ahora, de manera tan ostensible, el Estado de derecho se transforma de a poco en Estado mafioso.
Esta clase de fenómeno tiene sus propias claves y reglas: "De acá sólo te vas con los pies para adelante". La omertá propia de la mafia, el silencio cómplice, el espíritu de facción, las reglas de la pandilla, reemplazan al principio de transparencia de los actos públicos establecido por la Constitución y las leyes. La vigencia de los organismos de control que aseguran la igualdad ante la ley, cede ante el poder fáctico de la autoridad investida con la finalidad de servir a todos. El casuismo sustituye a la ley, y el militante obtiene derecho de preferencia sobre el ciudadano. El Estado de derecho queda enervado por las prácticas faccionales de cada día. Por eso se vacunan chicos de 18 años –que hacen la "V" de la victoria en un penoso gesto de inconsciente corrupción temprana- mientras los viejos de 90 esperan turno. Las autoridades vulneran las reglas y protocolos aprobados y comunicados a la ciudadanía por ellos mismos. El hábito de romper las normas y luego mitigar el subsiguiente daño político mediante puestas en escena distractivas, se convierte en un recurso remanido, en concurrido lugar común. Ya no hay sorpresa, por eso no pueden asombrar los resultados. La acumulación de recurrentes violaciones normativas y errores de cálculo, llevan inexorablemente al desastre. Es el que estamos viviendo.
Los fanáticos podrán objetar argumentos y cerrar los ojos ante las evidencias, pero más allá de las discusiones, siempre fértiles si son de buena fe, los datos objetivos conmueven. El índice oficial de pobreza nos enrostra que el 42 por ciento de los argentinos son pobres, y que el 10 por ciento es indigente, cifras que aumentarían significativamente si se les quitara el disfraz de los planes sociales. También expresan que seis de cada diez niños hoy son pobres en nuestro país, lo que preanuncia una futura hipoteca social.
Podrían sumarse páginas y páginas de indicadores de diverso tipo que ponen de manifiesto la catástrofe nacional, pero para no cargar las tintas sobre nuestro monumental fracaso colectivo, bastan estas dramáticas puntualizaciones que, dicho sea de paso, vuelven cada día más grotesca la campaña publicitaria de la presidencia de la Nación que habla de "reconstrucción argentina".
La única salida de este pantano de décadas es un plan consistente de activación de la economía con estímulos a la producción y reposición del principio de seguridad jurídica como soporte de la inversión productiva. El parate provocado por la extensa cuarentena del año pasado, traducido en la pérdida de millones de puestos de trabajo (formales e informales), la quiebra de decenas de miles de Pymes y micropymes, y el enervamiento general del sector privado, se expresa hoy en cifras espantosamente mensurables.
Sin embargo, las respuestas oficiales reiteran el repertorio de fines de los 40 en el siglo pasado: aumento de impuestos, congelamiento de precios, persecución de industrias alimentarias y sus comercializadores, rigideces laborales incompatibles con la competencia externa, emisión inflacionaria, tributos extraordinarios "por única vez", capitalismo de amigos financiado con recursos públicos, exportación de impuestos, etc., etc. Para qué seguir. Todos sabemos, lo admitamos o no, que este camino sólo lleva a la profundización del fracaso. Y lo peor es que ha dejado de ser un escándalo.
Nunca como ahora, el Estado de derecho se transforma de a poco en Estado mafioso. La omertá propia de la mafia, el silencio cómplice, el espíritu de facción, las reglas de la pandilla, reemplazan al principio de transparencia de los actos públicos.
La única salida de este pantano de décadas es un plan consistente de activación de la economía con estímulos a la producción y reposición del principio de seguridad jurídica como soporte de la inversión productiva.