Los industriales, como antes los docentes o la justicia electoral, piden vacunas para garantizar producción, educación y elecciones, aunque sean postergadas. Son acciones corporativas, como si la sociedad pudiera funcionar trozada. Toyota, por ejemplo, debió suspender un turno de producción por contagios “que no son de la planta”, por mucho que aplicó los restrictivos protocolos.
El cierre extremo, incluso el de comercios o escuelas, sirve para ganar tiempo. Si al mismo tiempo no avanza en un plan consistente de vacunación, el resultado al fin del plazo de aislamiento es que las vidas y la economía son más débiles, más expuestas a la muerte.
Wado de Pedro acaba de amenazar: sin medidas habrá cepa Buenos Aires. Tuvo el buen tino de no aclarar si se refería a la ciudad administrada por la oposición o a la provincia en manos del kirchnerismo. Agita el miedo, utilizado como herramienta de dominio desde las catedrales medievales contra pecadores que no ganarían el cielo en desobediencia, o desde la imprenta de Gutenberg, que sirvió tanto a la civilización como a la difusión de la idea de satán.
Responsabilidad social y vacunas son distintos de encierro compulsivo y amenaza. Los ciudadanos padecientes son señalados como culpables, pasibles de penitencia pública. Más aún, los gobernadores de provincias que no se someten a los designios de la Casa Rosada (léase de kirchnerismo duro, asustado por la dinámica del conurbano) también son amenazados con un decretazo restrictivo si no se compadecen.
Así como protestantes o judíos en tiempos tenebrosos, los opositores son suceptibles de ser acusados de complot. También los mandatarios de los estados subnacionales, que observan con razonable cautela la necesidad de cerrar por focos y regiones, de atenuar la circulación lo más posible. Pero saben, como sabe la sociedad políticamente activa, que la vida no se puede detener, que no tiene sentido parar economía y educación indiscriminadamente,mientras los “vulnerables” siguen condenados a salir a la calle en el impiadoso invierno de pandemia, porque no tienen casa digna donde refugiarse.
Todo esfuerzo es necesario, pero las vacunas son imprescindibles y la “infectadura” ya demostró su fracaso. El Estado -en democracia el concepto incluye a la oposición- tiene la obligación de adquirirlas y aplicarlas. El gobierno ha fracasado hasta aquí, y no logra despejar dudas en un país sin plan. Las dosis se acaban, las promesas que se hacían por millones, son en rigor dosis homeopáticas de calendario incierto.
Los núcleos duros del país político están dispuestos a tirarse con la cuenta de cadáveres, antes de admitir la incapacidad de hacer lo posible. La vida es finita, la humanidad está expuesta (lo estamos). Y como no se está haciendo lo necesario -dentro de lo posible- se apela al miedo. Como si eso pudiera detener las pulsiones de vida y muerte.