Antes de ver la columna de humo, sentí el olor a quemado.
Un intento por rescatar del olvido la historia jamás contada del fuerte de Sancti Spiritu (décima segunda parte).
Antes de ver la columna de humo, sentí el olor a quemado.
Antes del olor a quemado, advertí el abrupto cambio de rumbo de los pechí velá (Biguá), el grito despavorido de las siempre ocultas tucatucá (gallineta) y el expectante silencio de las ñurú (lechuza).
Y antes aún, la conexión con lo divino que había afinado desde mi hermandad con los ancianos sabios de los pueblos ribereños, similar a la que en el mundo antiguo se conocía como intuición, me lo susurró al oído.
Había comenzado la guerra o, mejor dicho, había concluido la tregua y recrudecido aquella que se iniciara con la llegada de mi capitán Juan Díaz de Solís, hace ya más de trece años.
Ese tormentoso anochecer de lunes de septiembre del año de nuestro señor 1529, sobre la confluencia de los ríos Carcarañá y Paraná, ardió el Fuerte de Sancti Spiritu, la trinchera de los europeos camino a la sierra de Plata, el primer asentamiento de nos, tierra adentro en las Indias Occidentales.
Yo estuve ahí.
Yo, Francisco del Puerto y Quijano, original de Sanlucar de Barrameda, Cádiz, llegado a estas tierras con apenas catorce años como grumete aprendiz de la Santa Trinidad al mando de mi capitán y único amigo blanco, Juan Díaz de Solís, estuve ahí y sobreviví para contarlo.
De la noche a la mañana, otra vez mi mundo cambiaba. Y desde ese apoteótico episodio, nunca más nadie me llamó por mi nombre castizo, menos por mi apodo de desembarco "Lenguaraz", definitivamente fui UÁIPO NEM, el espíritu mensajero; el nombre Chaná con el que me bautizó mi gente, mi gente india. Mi pueblo.
Pensé en ella… mucho antes que en otras mil cosas que me unían al Fuerte del Espíritu Santo, pensé en ella, en Lucía.
¡Fuego…!
En la cerrazón nocturna de la inmensidad del territorio plano y recóndito, crepitaron las llamas, se había desatado un gran incendio.
La noche oscura sin luna a la vista, el cielo cubierto casi en su inmensidad por un frente de tormenta, y la sutileza de la brisa fresca -del mar al territorio- propiciaba que las llamas y luego la columna de humo, se pudieran observar e incluso oler a la distancia.
Las abá yogüín-'ó taé (grandes hogueras) no eran ajenas a estas comarcas. Como serlo en la desolación. Mas este fuego no era cualquier fuego, detonaba en humo blanco de pólvora de arcabuces, lo cortejaba un coro lánguido de voces castizas, alaridos insultantes que luego derivaron en gritos desgarradores.
Además poseía un alargamiento singular sobre el río: "La Santa Catalina". La goleta rústica construida entre todos, de casi catorce metros, ardía como teca dando un toque portentoso al espectáculo.
Las naciones ribereñas, hartas del sometimiento, habían decidido quemar el Fuerte de Sancti Spiritu a orillas de un río torrentoso, misterioso y marrón que muchos años después los cartógrafos del reino decidieron confirmar en llamar como los guaraníes lo hacían desde tiempos inmemoriales "Paraná" (río que parece mar).
El cacique Zapicano de la nación Charrúa, fue advertido por los observadores de la gruesa columna de humo que se levantaba en el horizonte noroeste.
Salió de su toldo con inusual paso cansino. Para entonces varios de sus guerreros se habían reunido en la barranca, con la mirada puesta en la lejanía.
Uno de ellos hizo una broma, otro intentó una risa complaciente, el cacique los miró severo, todos recompusieron el rictus hosco de sus rostros tallado a cincel, observando a la distancia y sólo eso; callados.
-Nada que hacer. Dijo a su gente mientras daba media vuelta en camino a su toldo. Al poco tiempo todos lo siguieron.
El joven Arawi del pueblo Mocoví, que en pocas lunas sería ungido cacique, vio la estela de humo blanco al sur y supuso -con razón- que se trataba de otro estigma, un nuevo guiño de Apumayta (el creador) que confirmaba lo que los brujos de las cien tribus venían sosteniendo, el fin de los tiempos se aproximaba. El fin de los tiempos de la libertad.
Los Querandíes de la pampa ondulada también lo advirtieron, no era común fuego al naciente, el cacique Telomian mandó llamar al más fuerte y ligero de sus hombres, no había tiempo que perder. Sin necesidad de consultar con el concejo, le encomendó al joven guerrero que se dirija a la nación de los Comechingones y exponga lo sucedido al kuraq para que envíe el recado a Tahuantinsuyo. Pensó que bien podría ser esta la señal que los hombres de la tierra de Viracocha esperaban desde el principio de los tiempos.
El Capitán General Gaboto, nunca prestó atención a las creencias ancestrales de los pueblos originarios, ni se interesó demasiado en las señales que la naturaleza del nuevo mundo ofrecía en forma prolífica.
Tampoco había cultivado la intuición. Él pensaba firmemente que la ambición, hija predilecta de la fría razón humana era la fuerza que movía el universo.
Contaba con un nutrido grupo de hombres a su alrededor, hombres que aceptaban su mando por conveniencia y no por respeto.
Como su vista no era buena, acaso por tanto años oteando el horizonte en altamar, acostumbraba mirar (leer) la cara de sus soldados para advertir lo que sucedía en el entorno.
Esa noche capitaneaba la Santa María en regreso frustrante al Fuerte; había terminado de confirmar que era imposible llegar a la Sierra de la Plata por el Paraná continuación del llamado "Río de Solís".
Y, (¡Maldito sea!) yo estaba ahí, a su lado.