Como la rueda de la política sigue girando en el vacío, propongo analizar hoy un tema que sale del puro presente: la conservación del patrimonio cultural. Y el punto de partida, el caso convocante es la incierta situación vinculada con la iglesia y convento de Santo Domingo, que ha tenido la virtud de despertar el interés, muchas veces adormilado, de los santafesinos.
La inminencia del caso urge respuestas, nos obliga a pasar de la teorización abstracta a la consideración del caso concreto; y según como se resuelva este ejercicio, a la vez cívico y religioso, los intercambios que se realicen y las conclusiones a las que se arribe, quizás logremos una guía para elaborar un abarcador sistema de respuesta.
Como se ha dicho de modo reiterado, la orden de los Predicadores ha acompañado a los santafesinos desde Santa Fe la Vieja, en cuyo Parque Arqueológico persisten los cimientos de su última iglesia en aquel lugar fundacional. Entre tanto, en Santa Fe de la Vera Cruz, continuadora de aquella, el templo ocupa la esquina de Tres de Febrero y 9 de Julio desde hace 350 años.
Por cierto, que no es la misma iglesia física, ya que en ese sitio se han construido varias a través de los siglos. Y la más importante en dimensiones, calidad constructiva y estilo arquitectónico, es la que han visto las últimas cinco generaciones de santafesinos. Iniciada en 1892, tiene, como mensaje de culminación, la fecha de 1895 forjada en la cruz de hierro que corona los 37, 50 m de altura de la torre-campanario de la derecha (vista desde el atrio). No obstante, los trabajos finos de terminación parecen haber seguido hasta 1905. Lo que importa, más allá de ligeras variantes temporales, es que se erigió durante un período de excepcional crecimiento de nuestro país, generado a partir del texto constitucional de 1853/60 que, abierto al mundo, atrajo capitales, profesionales y trabajadores, fuerza motora que en pocas décadas transformó un país de bajísima población y señaladas carencias en una potente y dinámica República que, en 1910, año del Centenario de la Revolución de Mayo, asombraba al mundo. Quedan en pie, de esa época, numerosos testimonios físicos que convalidan el aserto; y uno de ellos, en Santa Fe, es el complejo edilicio formado por la iglesia de Nuestra Señora del Rosario y el convento de San Pablo Primer Ermitaño, que nosotros resumimos bajo el común denominador de Santo Domingo.
Para no dispersarme en el recuento de bienes de un inventario que rebasa los límites de esta nota, voy a detenerme en algunos nombres y obras que ilustran mi afirmación. Son ellos, los del arquitecto Juan Bautista Arnaldi; el pintor Juan Cingolani; el pintor, escultor y calígrafo Francisco Marinaro; el ebanista Leonardo Guccione, y el vitralista Antonio José Estruch. Los agrupo porque sus tareas fueron convergentes, y complementaron la arquitectura con las artes decorativas en un resultado de sorprendente integración y calidad.
Todos ellos fueron inmigrantes con significativa formación previa, de modo que cuando llegaron a la Argentina no sólo aportaron su fuerza de trabajo sino los saberes y técnicas que traían en sus alforjas. Arnaldi, nacido en Porto Maurizio, Liguria, en 1841, se recibió de arquitecto en su país y volcó sus conocimientos en el nuestro. En el caso de la iglesia dominica local, una de las mejores que realizara en la Argentina, se produjo una coincidencia adicional, habida cuenta de que, en 1810, el antiguo convento (reconstruido entre 1906 y 1912) había alojado a Manuel Belgrano, hijo del ligur Domenico Francesco Belgrano, nacido hacia 1731 en Oneglia, ciudad vecina de Porto Maurizio y luego integrada a aquella en la nueva unidad urbana de Imperia, creada en 1923. En consecuencia, los ancestros de Belgrano y Arnaldi provenían de la misma zona.
En cuanto a los conocimientos y la habilidad proyectual de Arnaldi, adscripto a los lineamientos del academismo, última radiación del Renacimiento, basta ver la elegancia del edifico eclesial, con sus campanarios esbeltos y simétricos, y su juego volumétrico con la formidable cúpula que se alza a 50 m. para advertir lo que está en riesgo. Es la cúpula de la que pende la excepcional araña de múltiples brazos que se sostienen de dos aros unidos entre sí por un entramado de ménsulas que rematan arriba y abajo en formas labradas. Está íntegramente tallada en madera y fileteada con láminas de oro de 24 kilates. La pieza, donación de Dolores Rodríguez Galisteo de Iturraspe, mide más de seis metros de altura –adecuada a la escala que plantea la dimensión de la cúpula- y constituye la obra cumbre del ebanista italiano Leonardo Guccione, nacido en Palermo, Sicilia, en 1874, y afincado en Santa Fe, donde abrió su taller en 1930.
Los vitrales que ritman el tambor de la cúpula y se encienden con la luz externa que, a su vez, ilumina el presbiterio, provienen del taller de otro inmigrante, autor también de las vidrieras de los lunetos que recorren la parte superior de los muros de la nave única. Se trata del artista Antonio José Estruch, nacido en Cataluña en 1873, y considerado uno de los más destacados pintores de historias en su región de origen. Fue becario de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (Madrid) y de la Academia de España en Roma. Llegó a Buenos Aires en 1910 y poco después se hizo cargo de la Escuela de Bellas Artes de esa ciudad. Fundó su taller en 1922 y realizó una gran cantidad de vitrales; presidentes argentinos, el Teatro Colón y el legendario Café Tortoni, fueron algunos de sus comitentes, así como numerosas iglesias, entre ellas la de los dominicos en Santa Fe.
En lo que refiere a Cingolani, nacido en Montecassiano, Macerata, Le Marche, en 1859, arribó al país en 1909, un año después que Francisco Marinaro, originario de Matera, sur de Nápoles. El primero se había graduado en la Academia de Bellas Artes de Perugia, y trabajado luego en el Departamento de Restauraciones del Vaticano. El segundo había realizado sus estudios de arte en Bari, capital de la Apulia sobre el Adriático. Ambos formaron una dupla artística de calidad que plasmó su principal obra en la iglesia del Carmen, pero también dejó su impronta combinada en los muros y pechinas de Santo Domingo.
Esta iglesia es una cantera de información sobre las artes, las artesanías y los oficios de fines del siglo XIX y comienzos del XX; un lugar de contemplación y aprendizaje que debe preservarse; una escuela, un verdadero monumento que merece más que la letra de sucesivas declaraciones de interés. En verdad reclama un programa de puesta en valor y obras concretas que aseguren su presente y su futuro.
Es clave dictar una norma que cree un efectivo fondo de rescate del patrimonio general y asegure su financiamiento. Hay, al respecto, una ley provincial de limitado alcance y un proyecto presentado en 2020 en el Senado por el legislador Rodrigo Borla, con un enfoque más amplio y mayores consideraciones respecto del financiamiento. Puede ser la base de discusión para dotar a la provincia de fondos específicos que permitan atender un programa sistemático de recuperación de patrimonios en peligro. Pero lo que se haga, hay que hacerlo ya.
Esta iglesia es una cantera de información sobre las artes, las artesanías y los oficios de fines del siglo XIX y comienzos del XX; un lugar de contemplación y aprendizaje que debe preservarse; una escuela, un verdadero monumento que merece más que la letra de sucesivas declaraciones de interés.