Estalinismo es un sustantivo que ha regresado al debate político argentino, sobre todo a partir de la entronización de Axel Kicillof por parte de Cristina Fernández de Kirchner al frente de la provincia de Buenos Aires. La discusión se aviva con el creciente resquemor que producen las acciones cotidianas del joven mandatario.
Es cierto que en la literatura política el estalinismo asume distintos formatos. Pero para no perder tiempo en distinciones que ocupan a los politólogos, podemos decir que el sistema creado por Iósif Stalin ofrece en distintas situaciones y con diferentes intensidades, características que permiten reconocer su línea genética.
El régimen instaurado en la URSS por el dictador georgiano tuvo notas distintivas que, grosso modo, pueden sintetizarse en la siguiente enumeración: fuerte centralismo en la toma de decisiones, predominio de la administración estatal, planificación y colectivización de la economía, en especial la agricultura, a través del diseño de unidades estatales (sovjós) y granjas colectivas (koljós); impulsión de la industria desde el Estado, con énfasis en el segmento pesado; prohibición de la propiedad privada de los grandes medios de producción, y su reemplazo por empresas estatales, o cooperativas con participación y supervisión estatal; eliminación de los medios de comunicación privados, exaltación propagandística del régimen (con el concurso de grandes artistas), militarización de la sociedad y los cuadros partidarios; persecución y represión de los opositores; creación de campos de trabajos forzados (gulags) para castigo y reeducación de contrarrevolucionarios, etc.
Décadas después, la creciente acumulación de distorsiones oficiales, quebrantos económicos y resistencias populares produjeron la implosión de la URSS, y su desintegración en 15 nuevos países.
¿Por qué esta asociación entre el desaparecido líder soviético y el licenciado en Economía de formación marxista que ahora conduce la vida de los bonaerenses? Porque reaparecen señales convergentes de ideas y prácticas que reconocen su matriz en la fallida experiencia soviética, pese al freno institucional que supone la mayoría opositora en la Legislatura, consecuencia de la previsora arquitectura republicana de representación política y periódica renovación de mandatos.
No obstante, con el respaldo de Cristina y de un Alberto vencido en la interna del Frente de Todos, Kicillof da muestras cotidianas de aplicar viejas recetas estalinistas. Allí está, en primer plano, la propaganda omnipresente en ámbitos diversos, empezando por los vacunatorios, donde las pecheras proclaman pertenencias políticas y los afiches denuestan a figuras de la oposición. Vacunatorios que, dicho sea de paso, fueron segregados de los sistemas de salud de la provincia y los municipios, para instalarse en casas, clubes y cooperativas atendidos por militantes, muchos de ellos muy jóvenes y bien pagos (muy por encima del personal sanitario profesional). En suma, una combinación de propaganda y militancia (palabra ésta de igual raíz que militarizar, "hacer soldados"). Se trata de dos rasgos notorios del gobierno de la provincia de Buenos Aires, al igual que su discurso belicoso, motivador de sus seguidores, de sus militantes, insuflados de espíritu guerrero para afrontar una lid cívica que se militariza.
La exaltación de la falange mediante la manipulación del lenguaje, es otro recurso clásico del estalinismo, así como la sistemática y repetitiva descalificación del opositor. Invertir el significado de las palabras, deformar su poder simbólico con interpretaciones que le cambian el sentido, adulterarlas, contaminarlas y vaciarlas, se convierte en una tarea de tiempo completo que se apoya en la amplificación coral de la militancia.
Pero el gobierno de Kicillof, no se queda sólo en el terreno de las palabras. Ha dado comienzo a un programa de instalación de "minigobernaciones" en gran número de municipios bonaerenses. El argumento, como corresponde a un economista, es que se busca unificar en "casas de la provincia" lo que está desperdigado en los distintos distritos, para mejorar el tiempo de respuesta y bajar costos. Sin embargo, puede observarse de manera distinta: la creación de una superestructura en red sujeta al poder centralizado del gobernador para controlar de cerca a cada intendente y, llegado el caso, interferir su accionar. Se habla de que el costo de estas casas, que, en proyecto, superan el centenar, será de "apenas" 4.000 millones de pesos iniciales, cifra que podría extenderse a 12.000 millones al final del año que corre. Nada se dice, en cambio, del costo de sus correspondientes dotaciones, nuevos puestos de trabajo para militantes fidelizados por los salarios. El criterio replica lo realizado con los vacunatorios paralelos y tiende a consolidar una nueva estructura política que responda verticalmente al gobernador y, con el tiempo, permita desplazar a los intendentes peronistas, vaciados en otro molde.
Como si se tratara de las capas superpuestas de una cebolla, la estructura estatal no deja de crecer. En la era de Internet, en vez de hacer circular la comunicación a través de redes informáticas, el gobierno extiende sus tentáculos físicos por la geografía provincial para controlar de cerca a los intendentes que busca reemplazar con tropa propia. Más burocracia, más gasto improductivo y, por cierto, más impuestos sobre los contribuyentes, porque alguien tiene que pagar.
La decidida apuesta de Cristina a la provincia de Buenos Aires, tendrá, además, otra consecuencia: alentar nuevas migraciones desde otras provincias y países vecinos, flujos que acentuarán los desequilibrios poblacionales de una Argentina que concentra en esta región el 40 por ciento de sus habitantes, mientras otras zonas registran preocupantes números de estancamiento o reducción poblacional.
Mientras tanto, con aportes extraordinarios del gobierno de la Nación, Kicillof avanza en la construcción de una maqueta política que amplía sustancialmente la de la provincia de Santa Cruz, inspiradora del modelo, para convertirla en un gran proyecto autocrático que pueda extenderse a la Argentina toda.
Centralizar, concentrar, hegemonizar, parecen ser los verbos del momento, propósitos que no alcanza a disimular la siembra táctica de "casas de la provincia" en el extenso territorio bonaerense. La centralización de la política se conjuga con la personalización de quien la conduce. Basta escucharlo a Kicillof, quien días atrás dijo: "Yo tengo 17 millones de habitantes en la provincia, vacuné 4 millones. Ya vacuné casi a una ciudad de Buenos Aires y media, pero a mí me falta mucho vacunar". Son sus palabras, no hace falta agregar nada. Él corporiza una tarea esencial del Estado pagada con el dinero de los contribuyentes y viabilizada a través de las instituciones de la Constitución, ahora subsumidas en el "Yo" insaciable del gobernante.
Las señales se amontonan a la vista de todos. Estalinbaires está en construcción.
El gobierno de Kicillof ha dado comienzo a un programa de instalación de "minigobernaciones" en gran número de municipios bonaerenses. Una superestructura en red sujeta al poder centralizado del gobernador para controlar de cerca a cada intendente.