Por Por Mario Juan Cracogna (*)
Por Por Mario Juan Cracogna (*)
"Los jueces despachan las causas con solicitud y favorecen sistemáticamente a la gente sencilla contra los astutos y malignos". ("Utopía" de S. Tomás Moro, patrono de gobernantes y políticos).
Dos profesores de la carrera de abogacía de la UNL, M. Froix y J. Ruiz Palacios, nos enseñaron, a quienes éramos sus alumnos, a buscar siempre el sentido de lo que sucede, de lo que hacemos o dejamos de hacer, a descubrir el fin último de la ley y el Derecho en cuanto disciplina que aspira a regular la convivencia social en base a valores y fines reconocidos por todos.
Sus clases no terminaban nunca. Los porteros tenían que echarnos de la facultad casi a medianoche, porque nadie quería perderse ni una palabra de lo que allí se decía. ¿Por qué eran tan interesantes esas clases? Porque se hablaba de filosofía y sociología. Ahí estaba el secreto.
¿Para qué están ustedes acá? Nos preguntaba frecuentemente el titular de Filosofía del Derecho, M. Froix. Con esa clase de preguntas nos ayudaba a pensar y también a expresar en voz alta lo que pensábamos. Recuerdo a un portero, de apellido Córdoba, que tenía que abrir la puerta del aula varias veces para avisarnos que la hora de clase ya había terminado y que debíamos salir de la facultad. En esas largas noches, esos prestigiosos abogados nos enseñaron a pensar el Derecho en contacto estrecho con la vida, los dos en un mismo plano, en fecunda integración. También debo decir que la mayoría de los estudiantes consideraba a esas materias como residuales cuando, en mi modesta opinión, ellas son las que le dan el verdadero sentido al estudio y la práctica del Derecho si lo entendemos como la actividad humana que busca el equilibrio y la concordia entre las personas y los pueblos.
No resulta sencillo penetrar ciertos conceptos cuando no se disponen de los elementos cognoscitivos adecuados para ello. Más todavía para los abogados que nos formamos en el ius-positivismo, escuela que se inclina a considerar más el manto formal de la ley que los valores y fines que la han constituido como tal. Quizás, el mundo del Derecho esté hoy demasiado influenciado por esa corriente de pensamiento y necesite de un pronto retorno a las fuentes del verdadero derecho natural. Aquél que considera al hombre como una réplica del Creador, que nos ha engendrado del barro pero que también nos ha insuflado el aliento que nos constituye en criaturas humanas, únicas e irrepetibles. Cada hombre es una copia exacta de Dios, rico o pobre, sabio o necio, inocente o culpable.
Sólo el hombre es capaz de discernir, de impregnar de humanidad las cosas de la tierra a través del pensamiento y las buenas obras. La inclinación a la belleza, la justicia, la verdad, es una manifestación de ese rasgo peculiar que está presente en cada uno de nosotros y que pugna por aparecer si le abriéramos la puerta en el momento oportuno.
¿Por qué no lo hacemos más a menudo? ¿A qué le tememos? Quizás, no lo hacemos porque no hemos aprendido a frecuentar el razonamiento filosófico en la práctica profesional, con todo lo que ello representa. Hoy se advierte que la sociedad espera que, esa inclinación innata que tenemos los hombres hacia el mundo de lo bello y lo justo, se manifieste en el trabajo cotidiano del abogado, en los fallos de los tribunales, en el contenido de las leyes, en el seno de las instituciones públicas y privadas. Al respecto, si se propiciara un mayor acercamiento de los profesionales del Derecho al campo de las Humanidades, se daría, tal vez, un paso importante para acariciar ese universo superior al cual los abogados, jueces y legisladores estamos invitados a conocer.
Si lográramos encender en nosotros la chispa del conocimiento filosófico, sería un buen intento para empezar a abrir otras puertas. Ello nos permitiría acceder a una mayor comprensión de la realidad y a replantearnos permanentemente la actitud que adoptamos ante los retos que nos presenta la fascinante época actual. Los hombres y mujeres vinculados a las ciencias jurídicas podríamos profundizar la mirada crítica sobre las estructuras de la sociedad si desarrolláramos algunos de los atributos y herramientas del filósofo, el pensador o el artista, inclusive.
A riesgo de cometer una osadía, presumo que el Derecho se manifiesta en dos planos. Uno superior, ubicado en el reino de las paradojas, la incertidumbre y la intemperie. Otro, en el reino del ritualismo y el angosto interés individual. El primero, se nutre de creatividad y paciencia, para entreabrir los caprichosos pliegues de la verdad. El segundo, en cambio, se reduce a una repetición mecánica de fórmulas, que se agiganta por la claudicación de ideales y la opaca rutina que todo lo desvanece. Probablemente, ambos planos convivan en cada abogado, en cada juez, en cada legislador, hasta que la necesaria síntesis ponga las cosas en su lugar.
La síntesis llegará cuando encontremos las respuestas a las preguntas que nos hacíamos en la cátedra de Filosofía del Derecho: ¿Para qué estoy acá, caminando por estos fríos pasillos de la facultad? ¿Qué busco con mi trabajo? Tal vez, ese momento nunca llegue, pero si nos interpeláramos de ese modo estaríamos eligiendo el camino más indicado hacia una forma de respuesta que podría totalizar el proceso pero sin que ello implicara su clausura. Para vernos, tenemos que estar delante de un espejo, y no de otra cosa.
Finalmente, si en algún momento eligiésemos caminar a tientas hasta rozar la fuente del conocimiento filosófico, "el principio de los principios", habríamos empezado a recorrer un camino que, tal vez, podría llevarnos a darle un sentido a nuestro trabajo, de manera especial cuando enfrentamos el rostro de los más débiles y abandonados.
(*) Juez Comunitario de Avellaneda