Como en todo proceso preelectoral, las miserias de la política quedan más expuestas que nunca. Las acusaciones se suceden, el esfuerzo está puesto en demostrar quién es peor, las propuestas de futuro brillan por su ausencia. Y el cansancio de la ciudadanía se hace notar en su indisimulable desinterés ante los repetitivos mensajes publicitarios y puestas en escena, que en vez de atraer la atención provocan rechazo. La política, en general, está pagando el costo de su distanciamiento de la sociedad, que no se acorta con zalamerías de último momento.
Desde el regreso a las instituciones de la Constitución en 1983, tan lastimadas por la acción de sucesivas administraciones, el contrato entre gobernantes y gobernados nunca había mostrado tantas fisuras como ahora. Las causales son muchas, pero basta observar los crecientes indicadores de pobreza e indigencia para comprender el divorcio entre unos y otros.
El gobierno retroprogresista da cada día nuevos pasos hacia el abismo, sin renunciar a su vocación hegemónica ni a su sueño autocrático. El afán de un tercio de la población por apoderarse de todo, persiste y excava grietas en una sociedad que, para salir del atolladero, necesita de acuerdos políticos que se eleven sobre los crudos intereses sectoriales. La tarea no es fácil. La institucionalidad de la democracia republicana, que, en 1983, recibió un contundente respaldo popular, hoy está averiada y corre serio peligro.
Como escribí en una nota anterior, estoy convencido que, para dejar de hundirse en la ciénaga de la insignificancia y el conflicto social agravado, la Argentina necesita lograr un acuerdo que reúna al menos al 60 por ciento de su espectro político para darle legitimidad a las transformaciones que nos liberen del salvavidas de plomo del actual costo argentino. Salvavidas confeccionados por algunos que medran con la pobreza de los demás; por los voceros teóricos del "Estado presente", que no es otro que el Estado del que viven, del que obtienen sus ingresos, lícitos e ilícitos. Son los que cada día inventan nuevos impuestos y regulaciones que cargan sobre las espaldas de los que producen o generan iniciativas emprendedoras; gabelas y burocracia que desalientan el trabajo en blanco e inducen la vulneración de las normas como recurso de sobrevivencia. Los que inventan enemigos y siembran divisiones en el intento de justificar su papel de baqueanos necesarios en el monte cerrado de una realidad agobiante.
Desde el Pacto de Olivos firmado en 1994 por el Partido Justicialista y la Unión Cívica Radical, representados por Carlos Saúl Menem y Raúl Alfonsín, acuerdo que habilitaba la reelección presidencial buscada por Menem, pero a la vez bloqueaba su sueño de eternidad en el poder al acortar el mandato y permitir sólo una reelección, el menoscabo de las instituciones creadas por la subsecuente Reforma Constitucional de ese mismo año, es evidente. Basta ver lo que ha ocurrido con el Consejo de la Magistratura, desnaturalizado por sucesivas reformas políticas que han contaminado y torcido la idea que le diera origen; o el cargo y función del Jefe de Gabinete, que dejó atrás su inspiración parlamentaria para convertirse en un mero apéndice operativo del presidente; o la naturaleza del DNU, completamente adulterada por la práctica en su alcance y oportunidad. En fin, convencionales que firmaron el texto constitucional de 1994, aprobado con inédito nivel de representatividad política y unanimidad de voluntad, hoy ocupan cargos en el gobierno y conspiran cada día para reemplazarlo por un cuerpo normativo autocrático.
Entre ellos, y, en primer lugar, Cristina Fernández de Kirchner, quien, para cubrir las huellas presuntamente delictivas de acciones cometidas durante su última presidencia, no ofrece contrapruebas jurídicas, sino arengas políticas en las que su caballito de batalla es la teoría del lawfare (persecución político-judicial), desarrollada como arma conceptual por la inteligencia cubana. Como una heroína de novela, acosada por oscuros personeros de la antipatria, Cristina no contesta los cargos basados en las pruebas acumuladas en las distintas causas que se le siguen en diferentes estrados judiciales. Por el contrario, se victimiza como perseguida política y despliega al efecto su reconocida capacidad histriónica. Sin embargo, su resistencia no es sólo literaria y teatral, porque mientras despliega su defensa con los recursos apuntados, activa su propio y efectivo lawfare en cada espacio de la Justicia, a través del nombramiento de nuevos jueces adictos y de la recomposición de Cámaras que habrán de intervenir en el trámite de las principales causas en que está imputada. Todo lo realiza a la luz del día, sin disimulo y de atropellada, haciendo valer mayorías circunstanciales y los temores reinantes en el Poder Judicial.
Como la gota que horada la piedra, Cristina destila de continuo su plan de impunidad. Y sostiene el objetivo de prepararle a su hijo Máximo el camino hacia el poder futuro, sueño compartido con el desaparecido Néstor Kirchner cuando crearon las bases de La Cámpora desde las estructuras del poder y con los recursos económicos del Estado para remunerar a los jóvenes militantes. Y, a decir verdad, han hecho realidad en buena medida aquella ensoñación dinástica de dos jóvenes y atrevidos dirigentes que sostenían que el poder político no bastaba, que había que apoderarse de los resortes de la economía a través del ejercicio del gobierno, crear la teorizada burguesía nacional sobre la base de un capitalismo de amigos financiado con los recursos económicos del Estado, sus regulaciones mañosas y el trato discriminatorio hacia los competidores surgidos de las actividades del mercado abierto. Y pagar el costo con crecientes impuestos a la ciudadanía. Es el viejo plan de cazar en el zoológico, que convierte a los cazadores en seres ficcionales, incompetentes sin la ayuda del organizador; ineficientes, porque en su abastecida comodidad jamás buscan la superación; corruptos, porque para disfrutar de esas canonjías deben compartir el botín. Es la historia que, en parte, se ventila en los tribunales, aunque allí el aire se torne cada vez más viciado.
Mientras tanto, la Argentina padece. La irracionalidad dominante busca la salida por el fondo del pozo. Las contradicciones son monumentales. Necesitamos dólares, pero cerramos exportaciones. Decimos que la Argentina produce alimentos para 400 millones de personas, pero restringimos las exportaciones de carnes que, además, no se consumen en el mercado interno. Como tantos otros analistas, Javier Timerman, hermano de Héctor, excanciller de Cristina, advierte desde los EE.UU. que muy difícilmente los abundantes fondos excedentes que hay en el mundo "inviertan en una economía con tanta discrecionalidad". Pero en lugar de aflojar la cincha de gravámenes regresivos y construir un acuerdo inteligente a partir de los errores y aprendizajes de los anteriores gobiernos (principalmente los de Cristina y Macri) para activar una progresiva modernización del Estado, se redobla la apuesta a la confrontación. Así, se amplía la lista de los déficits del país, el dispendio de su capital intelectual y de su fuerza de trabajo, la falta de horizonte que sume al conjunto en una acechante oscuridad.
La política, en general, está pagando el costo de su distanciamiento de la sociedad, que no se acorta con zalamerías de último momento.
Convencionales que firmaron el texto constitucional de 1994, aprobado con inédito nivel de representatividad política y unanimidad de voluntad, hoy ocupan cargos en el gobierno y conspiran cada día para reemplazarlo por un cuerpo normativo autocrático.