Vivimos tan acelerados, que, al día siguiente de la histórica derrota del kirchnerismo en las Paso, ya había un gran alboroto de interpretaciones y predicciones sobre lo que podía ocurrir en las elecciones legislativas de mediados de noviembre. Y un día después explotó dentro del Frente de Todos, la bomba de la discordia, cuya larga mecha se había encendido en los últimos tiempos. Así, un nuevo shock sacudió a la sociedad argentina a poco de emitir su voto, y luego de que, por algunas horas, se viviera un respiro en el agotador estrés político al que todos estamos sometidos por las incertezas sobre nuestro futuro.
En 48 horas constatamos la brevedad de esa ilusión. El Frente de Todos entró en erupción porque las derrotas les resultan insoportables, y porque la consiguiente debilidad de Cristina aumenta su exposición ante la Justicia. Para colmo, esta vez la dimensión de la catástrofe electoral abarcó zonas consideradas propias en virtud de un sistema, hasta ahora eficiente, de esclavitud cívica de masas de población sometidas por la necesidad.
Hasta en esos lugares hubo rebelión. Pero en vez de preguntarse por qué en esos cordones de pobreza estructural, donde muchas familias acumulan tres generaciones sucesivas sin estudio ni trabajo (lo que objetivamente representa entre 50 y 75 años de consolidados fracasos, según el tiempo que se le asigne a cada generación), la reacción pasó del enojo al enfrentamiento interno y a aseveraciones tales como: "con este voto, los pobres acaban de suicidarse".
Desde un ángulo diferente de observación, podría decirse que acaban de sacarse la venda de los ojos, porque el principal causante de pobreza es un gobierno fundado en dogmas antiguos que vulneran por igual las leyes de la matemática, de la gravedad, de la sana administración y de la compleja naturaleza humana.
A esta altura, nadie discute que el impuesto de mayor impacto sobre la sociedad en general y los segmentos carecientes en particular, es la inflación. Más aún, la impresión de moneda sin respaldo es un fraude, una estafa, no sólo porque los billetes llevan impresos valores adulterados por los desequilibrios fiscales que reducen su poder de compra en el mercado de bienes, sino porque activa mecanismos de cobertura a una velocidad que siempre supera a los ciclos de percepción de salarios o asignaciones especiales para quienes carecen de ellos.
La crónica inflación explica buena parte de la decadencia argentina. La otra es la constante degradación educativa. La falta de actualización de los programas educativos y la declinante preparación de los maestros (en particular del sector público), así como su negativo alejamiento de las aulas, que licua la voluntad de regreso, conspira contra una educación consistente. Todos sabemos que la escuela y el colegio son etapas preparatorias para una habilitación laboral básica. Y también sabemos que la vertiginosa dinámica de cambios provocada por procesos de automatización (creciente protagonismo de la inteligencia artificial y la robótica en procesos productivos) aumenta los requerimientos educativos de los postulantes para obtener un trabajo.
En una reciente investigación del Centro de Estudios Distributivos, Laborales y Sociales (CEDLAS), de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional de La Plata, se concluyó que "la proporción de trabajos con alto riesgo (de pérdida) es más alta para quienes tienen ciclo secundario no completo". Y a nadie escapa que la Argentina experimenta una verdadera hemorragia educativa, agravada por la ausencia de las aulas a causa de una empecinada cuarentena que provocó deserciones masivas, particularmente en el Gran Buenos Aires. Los expertos advierten que los efectos de estos errores de gestión educativa se verán y sufrirán en las próximas décadas.
Que el referente mayor del sindicalismo educativo sea Roberto Baradel, un dirigente ultrakirchnerista que jamás estuvo al frente de un aula como educador, dice mucho acerca de una profesión originada en la vocación de enseñar, que ahora ha derivado para extensos segmentos en una mera salida laboral. Los resultados hablan por sí solos.
La inflación y la falta de educación, afectan el presente y el futuro, y su manipulación por parte del gobierno no hace más que empeorar las cosas. Desesperado por el sonoro grito de las urnas, el presidente dijo haber escuchado el desencanto popular y prometió corregir los errores cometidos. No tuvo tiempo, a minutos de su primer discurso sensato en mucho tiempo, se produjo la concertada cadena de renuncias informales a sus cargos por parte de jóvenes funcionarios pertenecientes a La Cámpora. Se ponía en marcha una nueva fase del proyecto de demolición política del presidente, elegido como chivo expiatorio de la derrota.
A la vez se atacaba a fondo el acuerdo que en silencio el gobierno venía trabajando con el FMI, con la colaboración del papa Francisco a través de Kristalina Gueorguieva, su titular, y el apoyo explícito a Martín Guzmán, el negociador.
Como contrapartida, el ala dura cristinista, le pide a Guzmán acciones que dinamitan cualquier acuerdo razonable. Por ejemplo, que acelere la impresión de dinero sin respaldo y lo distribuya con velocidad, propuesta que equivale a apagar el fuego con nafta. Por eso, el ministro, aunque en los últimos meses, y en función de las Paso, dejó de lado su programa de reducción del déficit fiscal y emitió moneda a lo pavo, ahora, consciente de los efectos inflacionarios que implica la loca aventura de proseguir a ese ritmo, hace concesiones menores a las reclamadas, motivo por el cual buscan eyectarlo de su sillón ministerial. Al punto que opina hasta Amado Boudou, flamante instalador electricista, quien en sintonía con La Cámpora y el Instituto Patria le recomienda imprimir y repartir billetes, sin pensar en el después. Peor todavía, Luis D'Elía, que acaba de liberarse en público de su tobillera carcelaria, ha dicho que Boudou debería ser plenamente reivindicado y nombrado ministro de Economía de la Nación para sacar al país de esta aciaga situación. Inflación para todos y todas, hasta que el país reviente.
No hay duda que la realidad supera a la ficción. El domingo pasado, una sustancial mayoría ciudadana expresó con su voto la bronca por los daños que el gobierno causó en los planos sanitario, educativo y económico, bajo su teatral e ineficiente custodia de la vida (todos escuchamos a Axel Kiciloff decirle en voz baja a sus colaboradores "pongan cara de Covid" cuando iban al encuentro con la prensa; o las negaciones de Fernández acerca de la fiesta íntima en Olivos, hasta que fotos y filmaciones lo obligaron a aceptar el "error" cometido en plena vigencia del Distanciamiento Social Preventivo y Obligatorio establecido de manera draconiana por él mismo). La reiterada farsa de rostros compungidos quedó en evidencia una y otra vez. Y la gente dijo basta, al menos por ahora.
Pero el fondo de la cuestión que explica todos estos dislates, no es otro que el futuro de Cristina y los problemas creados con la invención de Alberto, el presidente penalista que debía borrarle sus causas judiciales. Desde diciembre de 2019, los argentinos damos vueltas en torno a los problemas autogenerados por Cristina. El hecho de que un pueblo orbite alrededor de una persona es un cabal ejemplo de autocracia, porque significa que esa persona pesa más que el conjunto de los ciudadanos del país. Ahora también queda claro que el voto tiene el poder de romper esa destructiva anomalía.
La inflación y la falta de educación, afectan el presente y el futuro, y su manipulación por parte del gobierno no hace más que empeorar las cosas. Desesperado por el sonoro grito de las urnas, el presidente dijo haber escuchado y prometió corregir los errores. No tuvo tiempo.