Por Bárbara Korol
Por Bárbara Korol
A Martina
Agosto.
El frío está a pleno y, sin embargo, ya se percibe un esplendor reptando por las ramas de los árboles, que deja un rastro mínimo de yemas verdes y puras.
El Cerro Lindo parece un coloso desnudo esperando que un último vestigio glaciar le arroje un manto piadoso de nieve. Desde lejos se escucha el añil rumor del río que se desliza ondulando por el valle hasta derramarse magnífico y brioso en el lago Puelo. Desde el mirador, veo los álamos y los sauces que lucen aburridos y opacos, desprovistos de hojas y colores. La brisa se enreda juguetona en mi pelo mientras contemplo los caprichosos recodos del paisaje impregnados de hielo, rocas y variada floresta. Un cóndor dibuja círculos en el aire y es como una señal mística que libera el porvenir de oscuridad y de miseria.
Apoyada en la rusticidad de una piedra, descubriendo la inmensidad y la belleza de la naturaleza, me rondan emociones de otros tiempos, ilusiones que son como despertares, anhelos que inquietan y estremecen.
Un invierno amante escuchó mis ruegos maternales y amparó mis miedos más profundos…
En un invierno amado, por un instante, fui rayo de sol y alumbré la más linda esperanza. Entonces se quebró mi vientre hinchado y amaneció el amor en llantos para colmar mis días de bendiciones y caricias. Despacito me fui encontrando con saberes desconocidos que guardaba en mi pecho, con risitas cómplices y ojos curiosos que me seguían con demandante atención.
Ahora, parada junto a mí, una niña hermosa le sonríe al viento y a la vida. Su encanto tiene la magia del témpano y la plenitud del Litoral. Todo el poder de las estrellas se fundió en su aura inocente y milagrosa, y en su temple traviesa de guerrera.
Gracias a ella soy madre y soy feliz. Y gracias a aquel agosto aprendí que detrás de algunos dolores está la maravilla.