Cuando llegué a la UNL para iniciar mi Profesorado en Letras, mi textoteca personal estaba repleta de producciones de Editorial Columba y flaca de Borges, Cortázar o Sábato (sólo por citar). Con mucho esfuerzo, mi cabeza reconocía a personajes de ficción de la talla de Quijote, Madame Bovary o Hamlet. Pero exhibía gran erudición en los casos de: Nippur de Lagash, Gilgamesh, Dago, Mark, Matin Hell o Pepe Sánchez. Era la última década del siglo XX. Faltaba mucho para el reinado de INTERNET o de los smartphones (¡Tener teléfono fijo era más caro que viajar a la luna!). No todos accedían a la TV por cable. El cine había sido cacheteado por los videoclubes y, por aquel entonces, nadie imaginaba el "golpe de gracia" de los servicios de streaming que el futuro tecnológico deparaba. La radio se colaba en los hogares a toda hora. Y, para mí, el mundo cabía en una viñeta. No exagero si digo que me alfabeticé con la literatura ilustrada que generaba la industria cultural regenteada por Columba y Cía. Con una historieta en la mano, desparramado en la cama, no me percataba del paso del tiempo. Era un placer leer sin pausa. Me evadía con las aventuras y desventuras de los seres imaginados por los guionistas y dibujantes de D'artagnan, Fantasía, Intervalo o El Tony. Me extasiaba con los dibujos de héroes que, en los cuadritos, experimentaban peripecias y realizaban piruetas que la pantalla grande o la caja boba aún no conseguían retratar con acierto y verosimilitud. Soñaba con dibujar grandes epopeyas de capas, espadas, tanques o naves espaciales. Me pasaba tardes enteras garabateando, en el reverso de los envoltorios de paquetes de cigarrillos, mundos prehistóricos o postapocalípticos. Anhelaba ser como Robin Wood: ¡Crear y fomentar universos paralelos! ¡Ser el padre de un ejército de aventureras criaturas de tinta y lápiz! "¡Aventuras!": reclamaba mi curiosidad varada en una húmeda ciudad del litoral argentino mientras batallaba contra el fantasma del aburrimiento y las hordas de mosquitos.
Robin Wood tenía -para mí- la maestría de contar una historia contundente en pocos cuadros. Era una especie de hombre-wikipedia o de guionista-viajero-del-tiempo que convidaba la posibilidad de vivir muchas vidas. De entre sus creaciones, admiré a Mark: un personaje inspirado en "Soy leyenda" y bautizado con el nombre de uno de los hijos de Wood. Esta aventura me asombraba porque presentaba un futuro distópico. Ella aprovechaba el clima de Guerra Fría para instalar hipótesis (What if?): "¿Qué pasaría si, como en la canción de Miguel Mateos, alguien aprieta el botón rojo que desboca todos los misiles nucleares de Oriente y Occidente? ¿Qué pasaría si los experimentos científicos se 'salen de madre y mandan al tacho' a la humanidad? ¿Qué sucedería si para sobrevivir el hombre se vuelve enemigo del hombre? Nene: ¿Qué vas a hacer?" Con frío polar o calor sofocante, Mark andaba con el pelo y los pectorales al viento; como una especie de Arnold Schwarzenegger, combatía a los mutantes que habían surgido por los efectos tóxicos de una descontrolada nube de materiales radiactivos y bacteriológicos que había arrasado la faz de la tierra. En su niñez, este John Connor de papel había podido salvarse de los efectos de esta nube devastadora porque su padre (un militar de alto rango) lo había entrenado para afrontar una inminente debacle planetaria y porque, además, había logrado esconderlo en un ataúd blindado (una especie de micro-refugio-anti-nuclear improvisado). En otras palabras, había sido enterrado vivo; como una metáfora: había muerto y renacido como el planeta Tierra después de la catástrofe. Este Rambo-post-apocalíptico tenía un compañero fiel: Hawk (Halcón); un tipo con la facha del Espartaco de Kirk Douglas. Este personaje también me atraía por una particularidad: su brazo derecho era su salvación y perdición a la vez; esta extremidad había sido contaminada por la radiación, había mutado y su veneno amagaba con apoderarse del resto del cuerpo; para frenar esta expansión, Hawk había recubierto su diestra con una armadura de hierro que, también, le daba una súper fuerza para golpear a sus adversarios. Hawk era el retrato del hombre que luchaba sin tregua contra sus propios demonios y que podía sacar provecho, incluso, de las adversidades.
Otro de los personajes de Wood que me ganó el corazón y la mente fue: Gilgamesh, El Inmortal. En él, están las preguntas que la humanidad se ha hecho desde tiempos inmemoriales y que Queen expresó con su música: "¿Quién quiere vivir para siempre cuando el amor debe morir?" (Banda sonora de otra historia de inmortales: "Highlander''). Con Gilgamesh, conocí desde la antigua Mesopotamia hasta la desaparición del hombre sobre la faz de la tierra por efecto de una supuesta Guerra Nuclear (otra vez el clima de Guerra Fría colándose por la ventanita de las viñetas). Los dibujos de Lucho Olivera le daban al periplo de este héroe de Uruk un toque surrealista que me descolocaba. Gilgamesh era testigo de luchas, traiciones, odios, venganzas y amoríos: ¡Pero todas las ambiciones del hombre iban a parar al miserable polvo de la nada misma! De algún modo, este personaje de historieta se asemejaba -más tarde lo supe- a "El inmortal" del cuento creado por Borges: en este relato, los hombres sin muerte han perdido toda motivación para seguir vivos; se asemejan a trogloditas; se pasan el día despreocupados y tirados al sol; sin expiración a la vista, sus existencias han perdido sentido. En otros términos, los personajes de Wood y Borges desean despojarse de la inmortalidad; envidian la suerte de los mortales; para qué vivir sin pausa si los seres y cosas que amamos envejecen, se oxidan, se pudren, se corrompen irremediablemente para esfumarse en las arenas del tiempo. Incluso, estos seres de ficción parecen desnudar la falacia de la afirmación poética de Quevedo: ¿"Polvo serán, más polvo enamorado"? ¡Todas son vanas ilusiones!
Además, quiero destacar el sentido del humor de Wood. Para mí, la inteligencia emocional de los hombres se mide por la capacidad que tienen de convertir sus tropiezos en una risa (¡Tarea nada fácil!). Siempre sostengo que no todos tienen la destreza para crear chistes y hacer reír a los demás. Por un lado, Wood lo hizo con "Mi novia y yo": el humor de la tira radicaba en la metaficción; Tino Espinoza, quien trabajaba para la editorial "Palomita", estaba indisimuladamente inspirado en el propio guionista; se trataba de una novela biográfica ilustrada, repleta de enredos y con un atractivo estilo humorístico de salón. Por otro lado, Wood también lo hizo con "Pepe Sánchez": un espía de Tercer Mundo; un porteño hincha de Chacarita que recibía sus misiones mientras se bañaba en un fuentón con una manguera; trabajaba para CES (Centro de Espías Sofisticados): una desorganizada organización reconocidamente secreta que se dedicaba -no con mucho éxito- a proteger a la Humanidad. Sus aventuras eran una parodia de personajes de la talla de 007. Como a sus primos hermanos, Maxwell Smart o El Inspector Clouseau: las cosas le salían bien aunque las hiciera mal; "metía la gamba" pero triunfaba con picardía criolla que le granjeaba la admiración de las damas más bellas (¡Incluso más hermosas que las mismísimas chicas Bond!).
En definitiva, la muerte de Wood me sacudió y me devolvió a la biblioteca desordenada de mi padre: ¡Como la de Alejandría, pero especializada en cómics! En ese mar de páginas coloridas, crecí. En ese variopinto mar de revistas, me sumergí para abrazar el amor por la lectura. En este territorio gobernado por el noveno arte, me hice compinche de ese guionista paraguayo descendiente de escoceses e irlandeses de nombre Robin: aunque no fue el ladero de Batman ni el ladrón que robaba el dinero a los ricos para dárselo a los pobres, se calzó la piel de sus personajes para ser - alternativamente-: esclavo, bufón, guerrero e inmortal.
No exagero si digo que me alfabeticé con la literatura ilustrada que generaba la industria cultural regenteada por Columba y Cía. Con una historieta en la mano, desparramado en la cama, no me percataba del paso del tiempo. Era un placer leer sin pausa.
Gilgamesh se asemejaba a "El inmortal" creado por Borges: en este relato, los hombres sin muerte han perdido toda motivación para seguir vivos; se pasan el día despreocupados y tirados al sol; sin expiración a la vista, sus existencias han perdido sentido.