Triple aparición del rostro de Gala, de Salvador Dalí Se asume que el sentido común es una forma de sabiduría colectiva que orienta a un individuo en la elección de la respuesta más propicia ante una coyuntura. La experiencia de lo cotidiano contradice esta concepción.
Según el diccionario de la lengua se entiende por sentido común la "capacidad de entender o juzgar de forma razonable". Sin embargo, no es difícil advertir que lo razonable está supeditado a factores de tipo culturales y por tanto siempre arbitrarios. Por ejemplo, para una sociedad la monogamia es la forma razonable de lazo entre los sujetos en la escena amorosa, y al mismo tiempo la poligamia se impone como contrato nupcial en otro rincón del mundo. Unos y otros suman argumentos que justifican sus propias costumbres y tradiciones, en un caso invocando un supuesto orden natural, en otro el determinismo de los genes según establece la ciencia y quizá un tercero llegue a citar los textos canónicos de su credo religioso. Sea como fuere, en nuestro tiempo se asume que el sentido común es una forma de "sabiduría colectiva" que orienta a un individuo en la elección de la respuesta más propicia ante una coyuntura específica. Se trata de una concepción que supone necesariamente la creencia en un criterio colectivo consensuado y exento de contradicciones.
No obstante, la experiencia de lo cotidiano contradice esta concepción. Ante una diferencia de opinión entre dos sujetos ya ofuscados, ¿acaso no es esperable que cada uno de ellos invoque al mismo tiempo un sentido común que legitimaría así posiciones simétricamente opuestas? Se dice aquí y allá con indignación: ¡Es una cuestión de sentido común! Es un hecho que reviste un efecto paradojal sin duda, donde el sentido común se reduce a la omnipotencia del propio juicio. Es por ello que, de tanto en tanto, alguien toma la palabra para recordarnos que no existe nada menos común que el susodicho sentido común. No se trata solo de una ironía que se beneficia de la ambigüedad del término común -como aquello que es compartido por un grupo o, en cambio, que abunda en un medio dado-, señala un hecho más profundo que atañe a la condición humana en sí.
Desde la perspectiva psicoanalítica, en cambio, el sentido común se concibe como una forma precipitada del pensamiento que se limita a proponer soluciones simples ante problemas verdaderamente complejos. Tomemos la relación entre el cuerpo y el psiquismo, dualismo sobre el cual ha reflexionado la tradición filosófica y la psicología desde sus orígenes. Según refiere Sigmund Freud (1856-1939) en su ensayo "El malestar en la cultura" (1930), una de las causas del malestar en la civilización proviene del deterioro del propio cuerpo y de los límites que impone, tarde o temprano, a cada quien. Ante una afonía persistente, por ejemplo, las terapias alternativas que se orientan por el sentido común interpretan que la causa ha de hallarse en un sujeto que reprime su palabra ante sus semejantes. En la misma orientación y sin necesidad de elaborar complejas metáforas, un problema en las tiroides se manifiesta en otro sujeto que no expresa sus emociones adecuadamente. Así, la etiología encuentra su fundamento en el hecho de que la glándula tiroidea y los órganos responsables de la fonación comparten una misma localización anatómica. He aquí un ejemplo paradigmático de la comprensión intuitiva del sentido común y su inercia a concluir demasiado rápido sobre la causa.
Tal como indicamos más arriba, se trata de un rasgo estructural de la condición humana -y no de un reduccionismo imputable a tal o cual sujeto-, a saber, nuestra incapacidad para soportar los enigmas. En la medida en que nos llevamos mal con los enigmas, entonces interpretamos e introducimos un sentido que tapona el vacío que nos concierne. En lo cotidiano entonces el sentido y las significaciones se diseminan en tanto son la materia prima con la cual rellenamos, para mal o para bien, los agujeros en el saber.
El psicoanalista francés Jacques Lacan (1901-1981) abordó esta problemática en su tiempo desde diferentes perspectivas teóricas. Por ejemplo, en uno de sus Seminarios refiere ante el auditorio: "Nosotros, seres débiles, tenemos necesidad de sentido" (1969-70, p. 14). Tiene sentido destacar que no se excluye a sí mismo de dicha necesidad. Pocos años antes es más preciso a la hora de definir qué entiende por sentido: "Hay sentido para quienes, frente al muro, se complacen con las manchas de moho que resultan tan propicias para ser transformadas en madonas" (1971-72, p. 74). Seamos claros en este punto, no afirma que se pretenda engañar haciendo de una mancha de humedad en la pared la aparición de una Virgen, sino que existe un rasgo estructural en el ser hablante que tiende a introducir un sentido en lo que tiene frente a sus ojos.
En el campo de las psicoterapias es donde el sentido común constituye un potencial obstáculo al tratamiento, cuando no un desvío improcedente. Supongamos que un paciente, al querer evocar el nombre propio de su actual pareja, profiere para su sorpresa el nombre de un antiguo amor, es decir, aquello que Freud formalizó como un lapsus linguæ. Si el terapeuta se orienta a través del sentido común, buscará cerrar la significación en una interpretación que se impone como obvia: el inconsciente le recordaría al sujeto que su antiguo amor no ha caducado aún y sigue tan vigente como antaño. En cambio, si se abstiene de comprender, entonces podrá invitar a su paciente a tomar la palabra y asociar al respecto, si es que el lapsus en cuestión lo alude lo suficiente.
Es por esta vía de la asociación libre -donde es imprescindible que el terapeuta ceda la palabra- que un sujeto llegó a descubrir en su terapia que dicho lapsus no es igual a la fantasía de reanudar el lazo afectivo con su expareja, sino que aquello que realmente añoraba era el lugar que llegó a tener en esa familia política. Como se aprecia, ambas interpretaciones suponen dos caminos radicalmente diferentes en la orientación del tratamiento. Una cosa es pensar que el sujeto sufre de un duelo amoroso en suspenso, no efectuado, y otra muy distinta es captar que en aquella familia política se sentía alojado a diferencia de su familia de origen, al menos en la interpretación que él mismo construyó sobre su lugar en el mundo de los afectos.
El sentido común cumple aquí la función de un señuelo imaginario que engaña, por ello Lacan recomendaba a los analistas cuidarse de comprender: "Si comprendo, paso, no me detengo en eso, porque ya comprendí" (1955-56, p. 75). En su enunciación mínima, no comprender es abrirse a la singularidad que habita detrás del llamado sentido común.