Entre tinieblas, reina el poder
Hay un placer morboso de los niños en romper un juguete. Y en intentar reconstruirlo. "Hamlet" es uno de esos juguetes perfectos del teatro, que incita a la operación. Adrián Airala lo ha hecho según una fórmula propia. El personaje está metido en un papel singular y su destino está escrito. Se ve el profundo deseo del autor de desmontar el juguete del teatro en sí, como una continuación de su obra y de las distancias entre representación y realidades. "Hamlet", y en general Shakespeare, se prestan bien a eso: esa juguetería está en el original y Airala la ha enriquecido a partir de un minucioso trabajo de readaptación titulado "Hamlet, la conjetura" -estrenado en la Sala Marechal del Teatro Municipal-, que reduce a los personajes del drama concebidos como fuerzas determinantes.
Despojado del paisaje shakespiriano, este trabajo tiene el mérito de la condensación y de la concentración obsesiva de un monotema: el poder. "Que un zángano puede llegar a ministro chupando el retrete del gobernador, que cuanto más larga sea su lengua más rápido tendrá el ascenso este señor", expresa Hamlet.
Pero Hamlet no sólo es una aventura que retrata el alma humana y su crisis sostenida, sino también una travesía por el lenguaje. Las metáforas, reflexiones, simbologías, cadencias verbales, los ritmos, la poesía, los despuntes de humor, el resplandor de las palabras, constituyen aquí un material denso, fascinante y complejo. Leer la adaptación y volver sobre sus parlamentos es un ejercicio sorprendente. En relación con el lenguaje, la tarea emprendida por Airala ha sido ardua. La propuesta no difiere mucho de su planteamiento poético: hablar en el lenguaje contemporáneo, traer aquí y ahora el espléndido verbo del bardo inglés, con su altura lírica y su cercanía al habla de todos los días.
En el fondo de una cloaca futurista -donde reinan la mugre y los piojos-, la concepción del tiempo desaparece. Distanciados de la brevedad de la naturaleza humana, encarnación abstracta de un deseo, de una tentación, de un impulso, de una voluntad, esos personajes son la expresión de una intemporalidad que, de forma más inquietante aún, transforma los elementos maléficos y circunstanciales de la historia en un "mal absoluto" de orden trascendental.
Hay una confrontación permanente de fuerzas contradictorias y ambiguas, en un concierto de voces adversas, donde todos los registros se expresan con cautela. El ritmo está marcado por la idea de la muerte y la pesadilla, donde los personajes se deslizan, entran y salen propulsados dentro de un círculo luminoso o lanzados hacia afuera, hacia las tinieblas.
"Hamlet, la conjetura" enfrenta el montaje de acuerdo con la personal estética de Airala, quien comparte la dirección con Susana Formichelli: una puesta en escena donde el espacio, el color, los elementos escénicos son vehículo y parte del espectáculo; donde no sólo la palabra hace penetrar al espectador en el mundo de la obra y allí se dirige la razón, sino también a otros sentidos que despiertan el asco y el terror.
La dirección conjunta consigue algo poco habitual en los montajes de obras clásicas: contar bien una historia, narrar con pericia y justeza el ya de por sí intrincado argumento. Sólo las, a veces, desparejas actuaciones atentan contra un resultado más perfecto. El mismo Airala asumió el rol de Hamlet: seguro, convincente, dueño de una voz clarísima, comunica la angustia y el escepticismo de su personaje. Silvia Bertaina transmite con excelencia y fuerza los múltiples matices de Gertrudis. Están muy bien Diego Rinaldi como Horacio y Marcos Martínez como Polonio. Los secunda con entrega Mauricio Gómez, en tanto que Fabián Rodríguez, Rubén Belenguer, Yanina Bileisis y Georgina Serricchio tienen diversos registros, actorales y elocutivos, que la dirección debió cuidar más.
La escenografía de Rosana Giura y el vestuario de Fernanda Aquere son signos de indudable teatralidad y riqueza expresiva. El maquillaje de Tata Fisher, el diseño de iluminación de Miguel Novello y la banda sonora de Cecilia De Feo suman aciertos a una totalidad que muestra al poder en sus ridículas, perversas y sádicas manifestaciones. Como en la actualidad.
Roberto Schneider