Pantallas y Escenarios: PAN-01

Sobre el deseo de ser amado


"Yo te amo con la fuerza de los mares, con el ímpetu del viento, con mi alma y con mi carne, a puro grito y en silencio, como el niño a su mañana, como el hombre a su recuerdo, cuando gritas, cuando callas, yo te amo tanto amor, te amo tanto yo", trina obsesivamente Raphael en la banda sonora de "El invernadero", la nueva propuesta del Grupo Exit estrenada en el Foro Cultural Universitario. Desde hace mucho tiempo, los trabajos de este grupo tienen una literatura despojada, de extrañas resonancias y compleja simbología. Asombran con obras plenas de humor siniestro, miseria humana y absurdo. Y continúan proporcionando elementos para certificar su solvencia.

Esta obra, firmada por Marisa Oroño, hace profesión de duda y eleva a principios la inseguridad, los filos y las aristas con los que el ser humano puede golpearse y abrir pretéritas pústulas de las que brota lo reprimido.

Como sucede cuando se emprende un viaje al borde de la desesperación, esas criaturas puestas sobre el escenario se internan en la introspección, aunque tal vez en el fondo no busquen sino algo similar a la recuperación de una identidad fracturada que otorgue calma a sus atribulados mundos interiores. El intento conlleva la búsqueda del amor, pero la incapacidad de comunicación es otro de los elementos que surge del aislamiento de los tres personajes. El relato de Oroño acusa la vacuidad y fragmentación de un lenguaje que la sociedad tilda de referencial, pero que no es más que un vehículo para la hipocresía.

No existe en ninguno de los personajes alguna cualidad gratuita, pero algo los une: comparten el odio hacia el presente y el terror a la realidad. El pasado es una forma de escape, una ilusión, pero es asimismo la estructura temporal que utiliza la autora para alcanzar la realidad; excava en el pasado como en el fondo del fango para sacar la verdad. En ese volver a la noche, a la niebla, encuentra la realidad. Allí están el dolor y su agonía. Las criaturas de "El invernadero" ceden sus secretos bajo la presión de lo extraño. La violencia está siempre presente y se renueva obsesivamente. Las situaciones son cerradas y exploran las rígidas y enfermas reglas del vínculo afectivo planteado.

La puesta en escena, también de Marisa Oroño, potencia la importancia de la palabra y del ritmo. Esa particular combinación entre un discurso fuerte y una factura teatral sumamente contemporánea encontró a la traductora ideal. Su dirección, intimista y despojada, crea climas sugerentes y obtiene así resultados relevantes. Sin duda, hubiese sido difícil sostener el montaje -por momentos ascético y también perturbador- sin la presencia de un trío de actores de talento y clara comunicación con los espectadores.

Son Silvia Bertaina y Lilian Campodónico quienes resuelven sus roles con seguridad, solvencia, manejo sutil e inteligente de los silencios y una dicción perfecta. Sus labores adquieren un protagonismo indiscutible. Daniel Vitale cierra con su acostumbrada entrega un terceto entregado al juego propuesto por la dirección. El actor ofrece cuerpo y voz a un personaje de difícil resolución. Los tres son trabajos comprometidos, porque sus personajes dicen una cosa y a la vez su contraria. Son expuestos con crudeza, en su realidad concreta e íntima. Y siempre con un humor cruel, abrasivo, incisivo, burlón. Pero también desencantado, lleno de la angustia y la soledad de esos seres atrapados en el engranaje de su doble lenguaje y de la despiadada y paranoica "buena educación".

Cuando los protagonistas muestran su vida, con su pesada carga de amores reprimidos y no correspondidos, queda evidenciado que "El invernadero" es una obra sobre las huellas de la historia propia y de la ajena, sobre el deseo de ser amado, la espera y la búsqueda de lo desconocido. En esencia, sobre la pena de que nada sea como podría ser.

Roberto Schneider