-¿En qué circunstancias escribiste los relatos de "La sonrisa del comerciante"?
-El primero, "Humo", lo escribí en Gálvez hace como diez años. Los cinco restantes los escribí todos en Barcelona, donde me fui a vivir en el 95. No, no los cinco. Al último lo escribí hace muy poco, ya en Francia. "Humo" fue escrito luego de la muerte del abuelo de un amigo que no sé por qué me afectó particularmente. "La sonrisa del comerciante", el último y que da título al libro, también fue escrito luego de una muerte, la de mi papá. Los relatos están llenos de cosas de mi memoria personal, sensaciones, paisajes, objetos, nombres de personas o de animales. Por ejemplo Buqui, que es el nombre de un perrito blanco, muy flaco, que tenían unas primas hace como treinta años; pero todo está desfigurado: el Buqui de verdad, por ejemplo, no tenía los ojos saltones como el de la ficción. ¿Por qué se los hice saltones? Supongo que para subrayar la ignorancia y la inocencia del perro en ese momento crucial para el joven protagonista, que acaba de quedarse solo en el mundo y a quien el perro mira desde el suelo. Es raro, pero ahora los dos Buquis, el de la ficción y el otro, el de la realidad, me resultan igual de entrañables. Y así con todos los relatos: una mezcla indiscernible de recuerdos e invenciones.
-Excepto "Humo", todos los relatos del libro los escribiste allá, y dicen que la distancia modifica la perspectiva, así que tal vez en Barcelona o en Francia encontraste el ambiente adecuado.
-Es cierto, la distancia modifica la perspectiva en muchos sentidos. Pero no puedo decir que el ambiente de Barcelona haya sido el adecuado. ¿Adecuado para qué? Todos los ambientes son adecuados para algo, y en cualquier sitio se puede escribir. Pero sólo a posteriori se puede hablar de adecuación. A mí, el desarraigo que significó encontrarme de golpe viviendo en Cataluña me brindó la posibilidad de verme de un modo diferente, o mejor, de verme, de descubrir y reconocerme en una memoria, dispersa, oscura en partes, como es toda memoria, pero reconocerme en ella... Lo otro en que me afectó la distancia fue en mi relación con las palabras, con el tono, con el ritmo del lenguaje. En Cataluña se habla un español muy distinto del que hablaba yo en Gálvez, en Santa Fe. Además, está el catalán... Eso me permitió distanciarme de mi propio acento, de mi léxico, de mis giros, de la estructura de mis frases, y poder luego volver a todo esto de una manera menos apegada, ¿más creativa? Quiero decir, toda escritura es un artificio, aun aquella que supuestamente reproduce un habla real... La distancia me permitió darme cuenta, quizá con mayor fuerza, por decir así, de que al tono, al ritmo, al acento, hay que inventarlo, hay que crearlo, y que aun una reproducción debe ser una creación. Pienso que si hubiera vivido en Argentina me hubiera costado mucho más llegar a ver esto con claridad. Y yendo al fondo del pensamiento, creo que en Argentina no hubiera logrado escribir...
Respecto de las historias, no creo que haga falta viajar para encontrar historias... Una vez un editor le propuso al suizo Robert Walser hacer un viaje a Egipto para escribir un libro sobre el país. Walser, que amaba la naturaleza, le contestó con una frase muy linda: la naturaleza no viaja al extranjero... Creo que las historias están en todos lados, pero no es fácil verlas, y a veces para verlas hay que viajar, es decir alejarse, no necesariamente en forma física, e incluso si no es en forma física mejor. Por ejemplo leyendo, que es una forma de viajar y de alejarse del entorno cotidiano. O meditando, como hacen los filósofos y los místicos. Porque una cosa es cierta: el viaje físico no implica forzosamente alejamiento. Ahí tenés el turismo, donde la gente viaja kilómetros para seguir viéndose la nariz. La leyenda dice que Kant jamás se alejó de su ciudad natal y sin embargo basó toda su filosofía en la idea de que somos unos desconocidos para nosotros mismos. Además, Kant conocía mucho más sobre Europa que la mayoría de inglesitos que por la época recorrían ese continente haciendo lo que llamaban el Gran Tour, el origen de nuestros ridículos viajes de estudio de ahora. Juan L. Ortiz hizo poco más que un solo viaje fuera de Entre Ríos, a la China, donde al parecer se cruzó -la anécdota, como me la contaron, dice que en un puente, lo que es bastante significativo- con uno que era idéntico a él. Se quedaron mirándose un rato y después siguieron de largo. Supongo que el poeta habrá quedado más azorado y dubitativo que nunca (¿viste que la poesía de Ortiz siempre está cerrando las frases con signos de pregunta?). El escritor argentino actual más inventivo en términos de historias, César Aira, vivió siempre en Buenos Aires, me parece. Pero claro, ha leído un montón, es decir ha viajado un montón. No, en este terreno el viaje no aporta nada, o nada distinto de lo que se puede conseguir por otros medios.