El desamor golpea muy fuerte

El espacio, los cuerpos, la luz, condicionan de manera determinante las idas y venidas de los personajes atrapados en una encrucijada de reconocible sabor chejoviano en "La casa del campo (allegro pianíssimo)", de Edgardo Dib, espectáculo estrenado por el Grupo De las Artes en la Sala La Juana, dando lugar a una sugerente propuesta que hace de la transparencia en el estilo y del pudor en la mirada sus armas esenciales. Los personajes se enfrentan entre la sensualidad propia del estío y los metafóricos nubarrones veraniegos que amenazan su estabilidad, a una encrucijada atravesada por complejas ecuaciones emocionales y morales: la erosión que produce el paso del tiempo sobre la fragilidad de las relaciones amorosas, la difusa conciencia sobre la seguridad de los sentimientos, los juegos del deseo y de la seducción, la relatividad de las verdades y de las mentiras.

El atractivo agente de lo inmoral no sujeto a ninguna responsabilidad moral pone en marcha un mecanismo que sacude, de forma inesperada, las falsas seguridades en las que se refugia una estabilidad amorosa amenazada por la dialéctica entre la seguridad y el deseo, entre el amor y el sexo, entre los instintos y la moral. El juego involucra a personajes que se ven enfrentados a las contradicciones entre lo que dicen y lo que hacen, entre lo que sienten y lo que necesitan creer, entre las medias verdades que les cuentan a los otros y las medias mentiras que se dicen a sí mismos.

La obra habla de este estado de las cosas. De las cosas pequeñas, o no tan pequeñas, que nos suceden a diario cuando el trabajo le roba tiempo a la vida afectiva, cuando el amor se nos escurre entre los dedos casi sin darnos cuenta, cuando el proyecto personal choca con los derechos de todos, cuando la rutina acaba por disolver los sentimientos o cuando nos perdonamos nuestras propias debilidades con el simulacro autocomplaciente que nos engaña haciéndonos creer que dominamos nuestra existencia. Planteada en este territorio de autorreflexión íntima, pero también ética y social, la pieza tiene la misma preocupación dialéctica entre lo individual y lo colectivo e idéntica inquietud por la naturaleza moral de los actos que definen a los personajes.

La historia cruzada de pasiones sostiene aquí el entramado sobre el que el dramaturgo sostiene, valga la redundancia, su tejido narrativo: seres en busca de sí mismos, de vuelta del espejismo de la competitividad, algunos dispuestos a sacrificar su vida privada para conquistar un lugar al sol del reconocimiento social. Que ambas trayectorias se complementen con otras y también cruzadas historias de amor puede parecer lo menos convincente de una totalidad que juega con mayor comodidad en el terreno de la radiografía social: de una época, de unos principios en descomposición, de una deriva individualista.

Las peripecias sentimentales de los protagonistas se revelan por ello como una apoyatura para reforzar los conflictos ya citados y como texto sustantivo y autónomo. Así la puesta en escena de Edgardo Dib consigue extraer intermitentes destellos de verdad teatral y de sinceridad que enriquecen el conjunto.

En el elenco se destaca la soberbia interpretación de Marina Vázquez. La actriz compone un personaje de delicados matices, a partir de una entrega conmovedora. Es delicioso verla cómo camina, cómo habla, cómo susurra, cómo hojea una revista o cómo con sus manos acaricia un plato o también se enoja. Raúl Kreig entrega una vez más una excelente labor, precisa en los detalles de su atormentado rol. Voz y cuerpo van aunados por el mismo camino de perfección. Y es una agradable y excelente sorpresa Carolina Cano: a partir del inicio del montaje, la actriz no abandona su criatura y la enriquece en todo momento.

Jorge Ricci aporta su oficio y aplomo y consigue una buena interpretación, del mismo modo que Sergio Abbate, con una cabal comprensión de su rol, y Claudio Paz, seguro y convincente. Es correcta la actuación de Lilian Bardonek y desaprovecha un personaje protagónico muy rico Milagros Alarcón, porque ofrece un trabajo exterior, con ausencia de matices.

Cuando un personaje dice que "la verdad no es con todo tan terrible como la incertidumbre", se establece que "La casa del campo..." consigue retratar a personajes de carne y hueso reconocibles y que es una obra necesaria y honesta, que compone un espejo en el que se reflejan algunas de las más inquietantes pulsiones que amenazan nuestros días, como el desamor o la posibilidad de quedar sin trabajo.

Roberto Schneider