La vuelta al mundo
La masacre de Uzbekistán
Por Rogelio Alaniz

Las agencias hablan de 500 muertos en Uzbekistán. Los hechos ocurrieron el viernes pasado, en la ciudad de Andishan y la represión fue el desenlace de un levantamiento protagonizado por opositores al gobierno de Islam Karimov. Andishan es una localidad de 300 habitantes y un centro de actividad opositora al actual régimen.

Según Karimov, la represión puso punto final a una insurrección que pretendía tomar el poder para instalar una dictadura musulmana. Según las víctimas, el fantasma de la conspiración musulmana es una mentira que agita Karimov para justificar ante los ojos de rusos, europeos y norteamericanos su gobierno despótico.

Uzbekistán es un antiguo país asiático de mayoría musulmana, que a lo largo de la historia sufrió invasiones y ocupaciones militares. Desde Darío y Alejandro Magno, hasta Iván el Terrible y José Stalin, todos pasaron por Uzbekistán a sangre y fuego y con ánimo de conquista. En los dos últimos siglos el país estuvo sometido a los rusos y después fue integrada por la fuerza a la URSS. Esto ocurrió en 1925, pero en 1937 y 1938, las sanguinarias purgas de Stalin diezmaron sus cuadros dirigentes.

En 1991 Uzbekistán se declaró independiente y desde esa fecha hasta la actualidad el hombre fuerte es Karimov, un antiguo burócrata comunista reciclado en nacionalista y proyanki. A Karimov la única virtud que le quedó de su pasado comunista es la inescrupulosidad política y la concepción del poder como una herramienta que se sostiene a cualquier precio. El antiguo stalinista que liquidaba disidentes es hoy el aliado incondicional de Estados Unidos, alguien que no vacila en asesinar opositores a la hora de defender el poder.

Uzbekistán se hizo famosa hace unos años porque Karimov autorizó a Estados Unidos a instalar una base militar desde donde salieron los aviones en dirección a Afganistán dominada entonces por los talibanes. Esto le valió el amor de los yankis y el odio eterno de los musulmanes, incluido sectores amplios de su propia población.

Precisamente, fue la detención de algunos de estos dirigentes musulmanes, por parte de los servicios secretos de Karimov, lo que dio lugar a la rebelión que concluyó con un baño de sangre. Los insurrectos reclamaban la libertad de los presos y para ello tomaron algunas dependencias públicas respaldados, se dice, por una guerrilla financiada por las organizaciones terroristas musulmanas que operan al otro lado de la frontera. Se dice que pretendían algo más que la libertad de los presos, pero eso nunca se podrá saber porque la represión militar cortó por lo sano cualquier especulación al respecto.

Los sobrevivientes huyeron con dirección a Karasu, una ciudad fronteriza con Kirguizistán. Se supone que allí recibirían el apoyo de los musulmanes, pero antes de que llegara la supuesta solidaridad arribaron las tropas de Karimov y continuó la represión. Hasta el día de la fecha, continúan los ajustes de cuentas y existen temores de que los operativos militares generen conflictos con los países vecinos.

Los voceros opositores señalan que es mentira que se intenta implantar una teocracia fundamentalista. Sus principales dirigentes se presentan como opositores o disidentes motivados por las violaciones a los derechos humanos cometidas por parte del actual presidente. El levantamiento civil intentó ser presentado por sus protagonistas como algo parecido a lo que en su momento se hizo en Georgia, Ucrania o el propio Kirguizistán. Más allá de la condición musulmana de sus dirigentes y de su manifiesta simpatía por esa religión, lo que ellos reclamarían no sería la instalación de una teocracia, sino de un régimen más abierto y respetuoso de las disidencias.

El gobierno de George Bush por el momento ha preferido manejar este conflicto con máxima cautela. A su discurso occidental se le hace muy difícil justificar la muerte de más de 500 disidentes, pero en ningún momento han dejado de perder de vista que es preferible un dictador laico como Islam Karimov, que un régimen favorable a los musulmanes, cuyos dirigentes en la oposición reivindican banderas democráticas, pero cuando toman el poder hacen exactamente lo contrario.

Los diplomáticos yanquis no olvidan que el Sha de Persia también era un déspota, pero cuando fue derrocado, los que lo sucedieron instalaron la dictadura de los ayatolás. Atendiendo a estas experiencias, puede decirse que en estos temas la política exterior yanqui sigue siendo leal a aquella frase lapidaria promovida por uno de sus diplomáticos para justificar el apoyo a un dictador bananero: "Es un h. de p. pero es nuestro h. de p.".

Islam Karamav se ajustaría exactamente a esa descripción realista y pragmática. Algo parecido piensa Putin en Moscú, y en la misma sintonía se mueven las potencias europeas, por más que algunas de sus organizaciones humanitarias condenan la represión del viernes pasado.