La vuelta al mundo
La muerte de un dictador

Rogelio Alaniz

Ninguna muerte me produce alegría, incluso la muerte de un dictador despreciable como Pinochet. En general trato que ni la alegría ni la tristeza dirijan mis ideas políticas porque no creo que los estados de ánimo sean buenos consejeros a la hora de pensar la política. Sí creo en la justicia y en las satisfacciones que produce su realización.

No me alegra la muerte de Pinochet, entre otras cosas porque mi mayor satisfacción hubiera sido que la justicia, la justicia de los hombres se entiende, lo condenara a él y a sus cómplices, a él y al sistema represivo y criminal que montó a partir de setiembre de 1973. La muerte no es un castigo, es el destino de todos, y mucho menos es un castigo para un hombre de noventa y un años, por lo tanto, alegrarse porque alguien muera a esa edad es algo gratuito.>

La muerte de Pinochet lo libera a él de rendir cuentas, pero no se agotan allí los beneficios, porque esa muerte de alguna manera la libera a la derecha chilena de un personaje del cual históricamente están agradecidos, pero que treinta años después de los favores cumplidos se había transformado en una incomodidad. En ciertas situaciones límites, los señores necesitan de verdugos y sicarios, pero la buena educación enseña que el personaje contratado para hacer el trabajo sucio después debe desaparecer, o por lo menos no pretender compartir la mesa de sus patrones.>

La muerte de Pinochet no es un acontecimiento, mucho menos un hecho histórico, es apenas una noticia, algo que la gente comentará durante dos o tres días y luego otras noticias lo irán sumergiendo en el olvido. Pinochet hoy es un cadáver, pero la condición de cadáver político la tenía desde hacía por lo menos quince años. Haber perdido el poder fue su primera herida, pero el certificado de muerte política, firmado incluso por la propia derecha chilena, lo obtuvo el día que se descubrió que el personaje que se presentaba como un cacique autoritario, cruel, pero recto, era además corrupto.>

Hasta 1995, incluso dirigentes de la izquierda socialista admitían en voz baja que Pinochet había sido un dictador que hizo del crimen una de sus principales armas políticas, pero que en lo personal era un hombre austero, recto. Ese supuesto adorno ético se vino abajo cuando se supo de las cuentas en los bancos norteamericanos y suizos. Pinochet antes de dar el golpe de Estado vivía en un típico barrio de clase media de Santiago y hoy muere con una fortuna que supera los treinta millones de dólares, fortuna que por supuesto no la obtuvo ahorrando los sueldos de presidente.>

Desenmascarado como ladrón y corrupto, los pocos apoyos que le quedaban de la derecha se vinieron abajo. Ni la UDI ni Renovación Nacional, los dos partidos históricos de la derecha chilena, hoy derraman lágrimas por la muerte del hombre que los representó durante casi dos décadas. Por el contrario, en el fondo suspiran agradecidos porque el hombre que en 1973 los salvó del comunismo hoy era una molestia, un testigo impertinente e indiscreto de sus propias debilidades.>

El destino le asignó a Pinochet el rol de verdugo. La historia ya lo ha colocado en ese lugar y es muy difícil que se sume a la galería de los héroes. Dicen que admiraba a Napoleón, pero le falto grandeza, talento y sentido trágico de la existencia para parecerse al gran corso. Si con alguien se lo puede comparar es con Francisco Franco, sobre todo porque ambos se jactaban de haber derrotado al comunismo. Otro rasgo los unía: mataban con absoluta indiferencia y en algunos casos no disimulaban el placer que les representaba la muerte y el sufrimiento de un enemigo.>

Como Franco, Pinochet fue el último en sumarse a la conspiración golpista y el primero en quedarse con el poder absoluto. En el camino fueron derrotados y eliminados sus adversarios. Pero a diferencia de Franco, no murió en el ejercicio pleno del poder, sino lejos de él, aunque protegido por una legislación que él mismo se encargó de montar para asegurar su impunidad.>

Sus atributos centrales no fueron la valentía o el coraje, sino la traición. Antes de asumir como comandante en jefe era un felpudo de su superior el general Carlos Prats. Su esposa Lucía Iriart se ofrecía a baldear y barrer la vereda de la casa de Prats; dos años después el felpudo devenido en dictador ordenaba a través de sus servicios secretos que lo asesinaran en Buenos Aires.>

Ante Salvador Allende también se presentó como un general dócil y servil. Tan bien supo representar la escena que el mismo día del golpe, antes del bombardeo a la casa de La Moneda, la esposa de Allende pedía comunicarse con Pinochet para que movilizara las tropas y defendiese al presidente. Sus escrúpulos para decidirse a sumarse a la conspiración no obedecían a consideraciones institucionales, obedecían al miedo, al miedo de que lo descubran, al miedo de fracasar. Cuando se decidió se rebeló como el más brutal de los comandantes en jefe.>

No puede decirse que haya sido un hombre culto y mucho menos inteligente. En todo caso demostró ser astuto e inescrupuloso. A los verdugos no se les pide lucidez y mucho menos humanismo; el oficio del verdugo es matar y ninguna otra idea o consideración puede alterar esa meta. Las grabaciones que se conocieron años después sobre las órdenes que daba el día del golpe exhiben el lenguaje de un patán. El tono de la voz se parece al hombre, su sentido del humor grosero y vulgar es el de un sicario, las expresiones rebelan el resentimiento del canalla, del sirviente que durante años acumuló odios sordos contra sus superiores que no sólo eran superiores en los cargos, sino que ejercían sobre él una superioridad moral y ética que no la pudo soportar. Sólo así se explica su alegría feroz por la muerte de Allende o la obsesión por matar a testigos de su servilismo como fue el caso de Carlos Prats y Orlando Letelier.>

Su temperamento autoritario, su educación militar, su visión estrecha y cerrada del mundo lo identificaban con cierta tradición derechista, pero los móviles de su odio fueron el despecho. A Pinochet le molestó siempre admitir la inteligencia, la sensibilidad, el aire mundano, culto y progresista de un hombre como Salvador Allende. No es que quisiera parecerse al líder socialista, por el contrario, odiaba los valores personales que él encarnaba y ese odio fue puesto al servicio de una causa política que lo trascendía.>

En un país partido por la mitad como era Chile en 1973, Pinochet supo ponerse a la cabeza de una de esas mitades y despertar la adhesión de todos los que consideraban que había salvado a Chile del comunismo. Su aire tosco, sus modales ordinarios, su talante prepotente, fue exhibido como un modelo cultural y político. Las clases altas se sintieron protegidas por ese hombre que había llegado al poder para defender la propiedad privada, pero sería un error creer que sólo supo conquistar la simpatía de los burgueses: trabajadores, empleados públicos, amas de casa, habitantes de los barrios pobres y, por supuesto, la canalla y la hez de la sociedad, también salían a la calle a vivar al hombre que expresaba las pasiones atávicas, los reflejos serviles, los sórdidos resentimientos de franjas importantes de las clases medias y bajas.>

Habrá que discutir si el progreso que hoy exhibe Chile se debe a sus reformas económicas. La biblioteca está dividida, pero como suelen decir algunos liberales de fuste, Pinochet llegó al poder para combatir al comunismo, no para instalar el liberalismo al que no conocía y lo poco que sabía le provocaba alergia.>

Como a Franco, la modernización económica se le presentó como una alternativa inexorable, una imposición de la historia que nunca terminó de entender, pero que su agudo olfato para el poder le decía que era ventajosa. Si a Franco lo salvaron los economistas del Opus Dei, a Pinochet lo salvaron los "chicagos boys", pero sobre la naturaleza de esa salvación aún queda mucho por investigar.>

Si un talento tuvo fue el de encarnar la imagen típica del dictador latinoamericano. La foto que lo registra en 1973, envuelto en la capa oscura, con sus anteojos ahumados, la expresión severa, los labios apretados en una línea cruel, patética y repulsiva. El hombre cuyo sentido del humor era nulo porque cuando se sonreía era para expresar el regocijo por el dolor ajeno, murió en la cama el día de los derechos humanos y el del cumpleaños de su mujer. No fue juzgado por los tribunales de los hombres y como no creo en otra clase de juicio puedo decir como Mario Benedetti, que la muerte le ganó a la justicia.>