Un santafesino en Israel
Yad Vashem y las lecciones del Holocausto

Rogelio Alaniz

Reducir a Yad Vashem a una institución sería empobrecer sus objetivos. Fundado en 1953 por decisión del Estado de Israel con el objetivo de recordar el Holocausto, sus instalaciones de paredes claras y amplios ventanales se levantan en el monte Herlz de Jerusalén desde donde se contempla un horizonte de colinas iluminadas por la suave luz del crepúsculo.

Yad Vashem es una institución pública con sede en Israel y con delegaciones en los principales países del mundo. El apoyo oficial se complementa con donaciones y asistencias de fundaciones que contribuyen con diferentes iniciativas a cumplir con las metas de mantener viva la memoria del Holocausto.

Yad Vashem acaba de ser reconocida con el premio Príncipe de Asturias. Más allá de los méritos oficiales hoy existe un amplio consenso intelectual y político a favor de esta institución que trabaja sin golpes bajos y sin sensacionalismos o sentimentalismos inconducentes.

Miles de personas por día recorren las instalaciones del Monte Herlz, consultan sus archivos, visitan el museo, caminan por sus paseos sombreados por pinos, cedros y robles o asisten, como en mi caso, a los seminarios que se realizan con el aporte de docentes propios y de la Universidad Hebrea de Jerusalén.

Las instalaciones de Yad Vashem están cargadas de sentidos y significados. Las galerías, los paseos, los ventanales, la propia arquitectura de sus edificios tienen un objetivo preciso. Después del recorrido por el laberinto de horror del museo los visitantes se asoman a un amplio balcón, donde la ciudad de Jerusalén, desparramada en un amplio abanico de colinas, se impone con una belleza serena y cálida. Dicho con otras palabras: después del infierno y la oscuridad, la luz y la paz. Algo más dice la moraleja: después de la pesadilla de los campos de concentración los judíos encuentran en Israel la garantía última de que nunca más habrá una Shóa.

Para Yad Vashem -pero no sólo para Yad Vashem- recordar el Holocausto exige preguntarse cómo contarlo. El Holocausto es el horror, pero la temporada en el infierno admite diversos relatos. El gran desafío de la memoria es resistir a la tentación del lugar común, a la infatigable faena de los años que borran el pasado con delgadas y consistentes capas de polvo.

La verdad de Yad Vashem está en sus vocablos: el nombre de los muertos. Sabemos que los nazis asesinaron a seis millones de judíos. Yad Vashem propone ir más allá -o más acá- de esa multitud de cadáveres que nos exhiben las fotos. Los nazis siempre consideraron a los judíos una entidad colectiva. Los asesinatos en masa, la industria de la muerte, exigían una concepción abstracta del judío. Yad Vashem propone devolverle a esos huesos abandonados en el campo, a esas tumbas colectivas, un rostro, un nombre, una historia.

Los muertos no son cosas, no son números, no son despreciables sabandijas como pensaban los nazis. Gracias a una paciente investigación Yad Vashem ha podido recuperar para la memoria la vida de 3.500.000 víctimas.

Decía que el museo se propone algo más que coleccionar el horror. Con mucha sensibilidad e inteligencia todo está organizado para reivindicar a las víctimas en su singularidad. Las primeras imágenes que vemos nos muestran la cara de un muchachito sonriendo en una plaza; abajo la fecha de su muerte y el nombre del campo de concentración; otro muchacho mira el ojo de la cámara con una sonrisa traviesa; una parejita camina por un parque tomados de la mano, seguramente están enamorados e ignoran el futuro que les aguarda; un grupo de jóvenes están reunidos en un bar, uno de ellos toca la guitarra, los amigos lo escuchan, otro levanta la copa como proponiendo un brindis; una anciana tiene a su nieto en brazos; un hombre de saco y corbata está parado en la puerta de su casa... Ahora sí los cadáveres perdieron su anonimato, ahora sí han recuperado la identidad que los nazis le arrebataron, ahora sí los muertos han dejado de ser basura, excrecencia, nada, ahora cada muerto cobra importancia porque, si como dijera el poeta John Donne, la muerte de cada hombre nos empobrece, la muerte de seis millones de judíos asesinados por los nazis nos empobrecen a todos.

El paseo por el Museo del Holocausto se inicia con un descenso, un giro de 180 grados en el recorrido que significa lo que representó para la historia de los judíos la llegada de los nazis al poder en 1933, continúa luego por galerías y cuartos poblados de imágenes, restos de campos de concentración, objetos recuperados de las víctimas y concluye con el ascenso a la terraza que da sobre Jerusalén.

En esa sucesión de imágenes, de primeros planos, hay por lo menos dos que me permiten recuperar desde el caso individual la totalidad de la experiencia nazi y el sufrimiento de los judíos, la angustia y la desesperación de los sacrificados.

Vemos una foto ampliada sobre el muro. En un primer plano se distingue a un soldado alemán. No podemos ver su rostro, pero sabemos que se trata de un hombre joven que apunta con un fusil a una mujer. La mujer que intenta darle la espalda, no lo hace para salvarse sino para proteger con ese gesto inútil al bebé que tiene en sus brazos. El gesto de ese soldado, a punto de matar a una mujer con un niño en brazos describe en un solo gesto, en una línea exclusiva la naturaleza de los nazis. Ese hombre que está a punto de matar a una madre lo conocen todos los soldados del ejército de Israel porque sus instructores cuando los llevan a recorrer el museo los dejan largos minutos para que miren esa imagen y para que sepan que ese hombre que está allí no es un soldado, no es un combatiente, ese hombre es un asesino. Excelente lección para un soldado de cualquier ejército del mundo.

Hay otra foto aleccionadora. Un hombre sentado al cordón de la vereda; es un hombre joven, delgado pero no tanto. Lo que llama la atención no es la delgadez sino que está llorando desconsoladamente, sin consuelo. La foto es de agosto de 1945, es decir es una foto del día cuando los judíos fueron liberados del campo de concentración. ¿Por qué llora entonces? ¿Por qué no está alegre? La respuesta no es sencilla pero es estremecedora: ese hombre llora porque después de resistir el cautiverio descubre que está solo en el mundo, que los nazis le han matado los padres, los hijos, los hermanos y los amigos.

La liberación para los judíos no fue un día de alegría, fue una jornada de tristeza. Después de la Shóa, después del asesinato de seis millones de judíos no hay liberación posible. Como diría Adorno, no es posible escribir poesía después de Auschwitz. Los sobrevivientes, aquellos que no murieron en los campos, todas las noches regresan a ellos porque la pesadilla los acompañará hasta el fin de los días.

El Holocausto fue una tragedia de la humanidad, no sólo de los judíos. Y como toda tragedia está cargada de dilemas y de interrogantes sin respuestas. Nadie puede explicar por qué los nazis decidieron matar a millones de personas, nadie puede explicar cómo pudo montarse esa industria de la muerte. Las cifras son elocuentes. En Treblinka, 870.000 asesinados en 13 meses, en Chelmno 380.000 en diez meses, en Belzec. 500.000 judíos asesinados en un año...

¿Dónde estaba Dios cuando esto ocurría? Martin Buber habla del eclipse de Dios; no hay que preguntar dónde estaba Dios sino dónde estaban los hombres, dice un creyente; un judío ortodoxo postula que la voluntad de Dios no debe discutirse; un ex creyente entiende que Dios estaba ocupado en otra cosa, que no tenía tiempo para atender el dolor de los judíos... siguen las respuestas, todas incompletas...