Opinión: OPIN-04
Crónica política
¿Dónde están los progresistas?

Rogelio Alaniz

Dos milagros produjo el gobierno en las últimas semanas: unir a los gremios rurales como nunca nadie antes lo había hecho, y despertar hacia el campo un sentimiento de solidaridad que tampoco nunca nadie antes lo había hecho. Si el principio político "divide y reinarás" es el que orienta a los grandes jefes de Estado, la señora presidente se encargó en esta coyuntura de hacer exactamente lo contrario.

A un gobierno se le pueden disculpar los errores; pero más difícil es disculparle las torpezas, sobre todo cuando se reiteran. Soy de los que creen que esta crisis cuestionó el modo de construir el poder del oficialismo, pero así y todo, si la conducción política hubiera tenido un mínimo de cintura, esta crisis podría haberse reducido a su mínima expresión. Como Macbeth, la señora Cristina cree que el poder se juega al todo o nada en cada coyuntura. Al matrimonio Macbeth no le fue bien pensando de ese modo. Esa verdad, que Shakespeare conocía tan bien, parece ignorarla el matrimonio Kirchner.

El gobierno ha pretendido presentar a este conflicto como la batalla entre el pueblo y la oligarquía, dos categorías que el populismo nunca define o define en términos míticos, lo cual viene a ser más o menos lo mismo. Hace rato que la Plaza de Mayo ha dejado de ser la expresión real de lo popular. En los últimos años, ni siquiera es su encarnación mítica. Los dueños de colectivos y los vendedores de choripanes se han encargado de imponer su prosaico sentido de realidad.

A los Kirchner, les gusta polarizar la sociedad en contradicciones insalvables. Y si bien, a Néstor, esta estrategia le dio muy buenos resultados; a la señora Cristina no le está pasando lo mismo. A esta conclusión, parece haber llegado la mayoría de los observadores. Los únicos que no parecen haberse percatado de esta obviedad son los Kirchner, lo cual es un problema para todos, pero en primer lugar, es un problema para ellos.

El gobierno tiene una visión manipuladora de la política. Presentar la realidad en términos de blanco y negro suele ser la consecuencia inevitable de esta concepción del poder. Tal como se desarrollaron los acontecimientos, podría decirse que la polarización funcionó, pero al revés: la adhesión popular la ganaron los hombres del campo; el gobierno sólo logró el apoyo desinteresado de los Moyano y los D'Elía de turno, más la reconocida adhesión espontánea de los gobernadores y la presencia, patética, de Hebe Bonafini y Estela Carloto, ambas incorporadas desde hace tiempo, con familia incluida, a la planilla de sueldos del oficialismo.

La crisis puso en evidencia las inconsistencias económicas y políticas del gobierno. También dejó al desnudo sus ficciones ideológicas. El gobierno insiste en presentarse como progresista, pero las retenciones no son los recursos de los progresistas sino de los conservadores. No es casualidad que el antecedente de las retenciones sea Onganía y que su principal crítico histórico haya sido Raúl Prebisch.

La presidente debería saber que los progresistas no cobran peajes a la producción, sancionan impuestos a las ganancias. Claro, es más fácil poner un matón en el puerto para que cobre las retenciones que promover una reforma impositiva en serio. No hay que llamarse a engaño: el gobierno nacional no defiende el Estado de bienestar, lo que defiende es el estado de bienestar de sus amigos. Una política progresista en serio se define, en primer lugar, por diseñar instituciones progresistas. No hay progresismo sin un apego sincero a las instituciones de la democracia.

Al gobierno le gusta alardear de su condición de progresista, pero yo creo que no tiene idea de lo que es serlo. A un progresista jamás se le hubiera ocurrido atacar a Sábat, uno de los dibujantes más progresistas de la Argentina. A Cristina le molestó que la dibujasen con una venda en la boca, como a Onganía le molestó que Landrú lo dibujara como una morsa. Cada uno hizo lo que pudo: Onganía clausuró Tía Vicenta y Cristina insultó a Sábat en la plaza. No sé qué es más grave. Sobre todo cuando Luis D'Elía y Patricio Echegaray se pasean tomados del brazo por la plaza.

A favor de los Kirchner puede decirse que jamás supieron de la existencia de Sábat, del mismo modo que jamás se preocuparon en serio por los derechos humanos. Hoy, los derechos humanos otorgan prestigio; hace treinta años otorgaban riesgos o algo peor. Cuando los Kirchner hacían negocios inmobiliarios en la Patagonia, Sábat arriesgaba algo más que su condición de caricaturista firmando solicitadas en la APDH. Sábat y Cristina no estaban juntos en 1976, y tampoco lo están ahora. Esa diferencia de opciones es también la diferencia entre un progresista y un conservador.

Nobleza obliga, la señora Cristina en estos días no me recordó a Onganía salvo en esos detalles. Tampoco a Evita. Su gestualidad, su manera de concebir lo femenino, la insistencia en victimizarse, el nerviosismo de sus manos, el tono desafinado de la voz y la dependencia afectiva de lo masculino, me recordaron a Isabel. Ojalá me equivoque.

Como le gustaba decir a Aron: regresemos a las cosas. Para el gobierno, las retenciones son preferibles al impuesto a las ganancias porque su concepto del poder le exige centralizar los recursos, no distribuirlos. Curiosamente, el gobierno que se llena la boca con la palabra distribución le confisca al Parlamento la facultad de sancionar impuestos y despoja a las provincias. Con esa política, el oficialismo se jacta de disponer de legisladores dóciles y gobernadores sumisos. El gobierno está en su derecho de creer que esta política le produce beneficios obvios. Lo que no puede decir, además, que es progresista.

Sin embargo, a pesar de la soberbia y las bravuconadas, los Kirchner saben que el desgaste político que han sufrido en estos días es enorme. A un poder paranoico como el de la Casa Rosada, las imágenes de 2001 se le deben haber presentado con la persistencia de una pesadilla. Creo que todos pensamos en algún momento lo mismo, pero aunque la señora Cristina no lo crea, nadie desea que abandone el poder o que fracase. Por lo menos, la inmensa mayoría del país defiende la legitimidad de su investidura.

Sucede que en política, los buenos deseos no alcanzan. Para bien o para mal, en las sociedades de masas, el poder se legitima todos los días y cometer todos los días las mismas torpezas puede socavar los fundamentos del poder mejor constituido. Lo que hay que preguntarse entonces es por qué cada vez que la gente sale a la calle, las instituciones tiemblan. En la Argentina, la calle parece ser más fuerte que las instituciones no porque los manifestantes sean perversos, sino porque las instituciones son débiles. Si en la Argentina se respetara la ley, la relación se invertiría y las instituciones soportarían el asedio de la calle.

La cultura peronista, la soledad de la Patagonia y sus pulsiones particulares han convencido a los Kirchner de que no hay otro modo de ejercer el poder que a través del liderazgo caudillista. La paradoja de la Argentina es que ese sistema de gobierno supuestamente fuerte es, al mismo tiempo, la causa de su debilidad.

Un país con un Parlamento fuerte, con gobernadores con poder propio, con Justicia independiente y con políticas que privilegien el diálogo, es la garantía más eficaz para proteger la investidura de una presidente. No son los matones ni los alcahuetes la mejor compañía de esta presidenta que se queja de su soledad, sino las instituciones y, de ser posible, el cariño y el respeto del pueblo, no de sus empleados.