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Rogelio Alaniz
El virrey Cisneros estaba convencido de que sus principales enemigos eran los periódicos. A sus colaboradores les había ordenado que hicieran lo imposible para impedir que las noticias de Europa se infiltraran en Buenos Aires. La misión no era de fácil cumplimiento porque a los periódicos los traían los barcos ingleses. Explicarle al virrey que la culpa de las malas noticias no las tenían los periódicos sino los hechos, hubiera sido una tarea imposible, tan imposible como convencer hoy a los Kirchner de que no son los periodistas los responsables de sus sinsabores.
Como todos los funcionarios del poder, Cisneros confundía a los mensajeros con el mensaje. Los responsables de la crisis eran los diarios, no la corrupción de la monarquía o la crónica decadencia de España. Contemplados los hechos desde este prisma, el virrey no se equivocaba. Los periódicos fueron los que informaron sobre la caída de la monarquía española. También fueron los que trajeron las noticias del levantamiento español contra la ocupación francesa. Fue un periódico el que advirtió sobre la represión de Goyeneche a los patriotas que se habían levantado en armas en el Alto Perú. Y será otro periódico el que informe de la caída de la Junta Central en Sevilla.
Las malas noticias para Cisneros llegaron el 14 de mayo de la mano de un barco inglés, el "Misletoe". El día anterior la fragata "John Paris" había desparramado en Montevideo las mismas noticias: la Junta de Sevilla había caído, los franceses ocupaban el territorio hispano y la resistencia española se reducía a Cádiz y la isla de León.
La tormenta en Buenos Aires no se desató de la nada. Desde hacía por lo menos tres años el Río de la Plata estaba sacudido por los vientos del cambio. La caída de la Junta Central fue la gota que rebasó el vaso o el factor que precipitó los acontecimientos que se venían incubando. Los defensores de la causa colonial en el Río de la Plata eran conscientes de los problemas que los amenazaban. El 20 de abril, el comerciante español Lettamandi le escribía a un pariente diciéndole que estaba muy preocupado por lo que pasaba: "'Cualquier ruido me parece que es el principio de la jarana... pienso mudarme con toda mi familia a una chacra porque esto no es vivir... basta que salte una chispa para que todo se incendie (una sencilla metáfora que en el siglo veinte usarán los revolucionarios de todos los signos) ... temo la llegada del primer barco de España".
El barco llegó y las malas noticias también. La esperanza de que los vecinos no se enterasen porque estaban escritas en inglés, pronto se disipó. Hipólito Vieytes tradujo la crónica. El miércoles 17 de mayo a Cisneros no le quedaba otra alternativa que oficializar la novedad. Lo hizo en "términos ambiguos y hasta se permitió poner en duda la información. El 18 de mayo hubo reuniones en la casa de Vieytes y en la de Martín Rodríguez. Saavedra descansaba en su quinta de San Isidro, pero ante la gravedad de los acontecimientos decidió regresar a Buenos Aires. Es probable que en algunas de esas reuniones haya dicho una de sus frases célebres: "Señores, ahora digo que no sólo es tiempo, sino que no se debe perder una hora".
En las reuniones del 18 se resolvió exigir la convocatoria de un cabildo abierto, la máxima instancia deliberativa del Virreinato. Los cabildos abiertos de 1806 y 1807 habían resuelto en su momento deponer a un virrey y organizar las milicias populares; el de 1810 creaba las condiciones jurídicas y políticas para la emancipación política. El 19 de mayo Castelli y Martín Rodríguez se hicieron presentes en el Fuerte para exigir la convocatoria. No pidieron audiencia. Se dice que el centinela intentó detenerlos pero fue apartado de un empujón. Cisneros estaba jugando a las cartas o al ajedrez cuando vio que los mensajeros ingresaban a su despacho sin golpear la puerta. Simbólicamente, el virrey ya estaba derrotado. Que dos criollos irrumpieran en su despacho sin pedir permiso, probaba que el poder ya no estaba más en sus manos Todas las maniobras urdidas por Cisneros para demorar lo inevitable habían fracasado. Ahora se encontraba cara a cara con la verdad áspera, impiadosa y descarnada de la revolución.
Cisneros había llegado a Buenos Aires en julio de 1809. Era un militar valiente y un político sagaz. En la batalla de Trafalgar se había destacado por su coraje y en Cartagena los vecinos reconocían su talento y su devoción por la causa del rey. Cuando le propusieron la titularidad del virreinato del Río de la Plata dudó en aceptar. Sabía que antes le habían ofrecido el cargo al almirante Escaño y que éste lo había rechazado. Finalmente lo convencieron para que aceptara, pero nunca ignoró las dificultades que lo aguardaban.
Cuando llegó a Buenos Aires ya sabía que las milicias populares estaban controladas por los criollos. Elío le informó en Montevideo que los criollos habían intentado convencer a Liniers para que resistiera su designación También sabía que el virreinato carecía de recursos propios, por lo que era indispensable arribar a un acuerdo con los ingleses para liberalizar el comercio hasta donde fuera posible. Como buen marino, Cisneros no ignoraba la cercanía de la tormenta. Sus enemigos lo acusaban de sordo, pero su oído político era finísimo.
Apenas llegó a Buenos Aires intentó organizar un sistema de espionaje para controlar las disidencias. La oficina se llamaba Juzgado de Vigilancia Política. Sus consideraciones sobre los peligros que acechaban al régimen demuestra que en los momentos de crisis todos los titulares del poder piensan más o menos lo mismo: "... Controlar a estos hombres malignos y perjudiciales, afectos a ideas subversivas que propenden a alterar el orden público y al gobierno establecido en nombre de las detestables máximas del partido francés".
Cisneros odiaba a los franceses por partida doble, porque ocupaban su patria y porque eran los portadores de las ideas ilustradas. Para su sorpresa, los patriotas que lo visitan en el Fuerte le imputan que los errores de sus superiores están entregando a España a manos de Napoleón. Curiosa paradoja: la revolución que es hija de la ola emancipadora de la modernidad se va a hacer en nombre de Fernando VII y en contra de quien, gracias a su acción militar, creó, acaso sin proponérselo, las condiciones para que la revolución se precipitara en el Río de la Plata.
El cabildo abierto estaba previsto para el lunes 22 de mayo. El 20 de mayo Cisneros sabía que los comandantes en jefe le habían retirado el apoyo y consideraban que su autoridad había caducado. Cisneros no era pusilánime ni indeciso. Cuando dispuso de poder no le tembló el pulso para ordenarle al brigadier Goyeneche que reprimiera a sangre y fuego a los insurrectos del Alto Perú. El problema era que en Buenos Aires las armas no le respondían. Su única alternativa era la maniobra, la intriga.
El 20 de mayo se dio a conocer una proclama en la que se informaba que atendiendo a lo que sucedía en España se imponía encontrar una salida. En esa declaración Cisneros incorporaba un dato nuevo en el debate: cualquier salida política que se tramara debía ser acordada con las provincias. Cisneros quería ganar tiempo, pero no deja de ser sugestivo que la primera mención a favor de la causa federal haya sido hecha por el virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros. Y la segunda por el españolísimo fiscal Villota. Acaso no sea descabellado suponer a la historia revisionista como el delirio anacrónico de un viejo español que nunca se resignó a aceptar lo ocurrido el 25 de Mayo de 1810. Tal vez la especulación sea una humorada, pero no será ésta la primera ni la última vez que el humor revele su propia verdad. (Continuará)