Opinión: OPIN-05
La vuelta al mundo
La iglesia, el Papa y la pedofilia

Rogelio Alaniz

El vicario y las sombras. En Australia, Benedicto XVI habló con todas las letras de un tema que aflige a la Iglesia. Foto: EFE

En su visita a Australia, el Papa Benedicto XVI pidió perdón por los abusos sexuales de algunos sacerdotes contra menores de edad. Palabras parecidas había pronunciado antes en los Estados Unidos y, hace poco, en Roma. Para Ratzinger, la conducta de los sacerdotes pedófilos avergüenza a la Iglesia y le provoca un tremendo daño moral. Lo nuevo de su mensaje en Australia es el reclamo explícito de la cárcel para los abusadores.

La conducta del Papa incluye una significativa variación de la tradicional respuesta de la Iglesia en este tema. Hasta no hace muchos años, las autoridades eclesiásticas consideraban que estas denuncias estaban magnificadas y, en más de un caso, que las supuestas víctimas se movilizaban para obtener una reparación económica. El otro argumento descalificaba a las denuncias porque eran promovidas y alentadas artificialmente por los enemigos de la Iglesia Católica.

Hoy, a través de la máxima autoridad religiosa, se admite que el problema existe. Puede que haya quienes intenten aprovecharse de la situación para ganar dinero. También es probable que los enemigos de la Iglesia especulen con la situación. Pero lo que está fuera de discusión es que los abusos sexuales existen y que no son una excepción o una anécdota.

El problema no es nuevo. Lo que parece ser nuevo es su tratamiento. En otros tiempos lo que se hacía era disimularlo, esconderlo debajo de la alfombra. El criterio dominante consistía en evitar el escándalo. El sacerdote comprometido era trasladado o retirado de la vida activa. Y en los casos más delicados, se arribaba a un acuerdo privado con la víctima. O con los padres de la víctima.

También están variando las argumentaciones que explican lo sucedido. Más de un vocero de la Iglesia intentaba justificar estos delitos diciendo que casos como éstos pueden ocurrir en cualquier institución. Al respecto, habría que observar que la resignación sobre los presuntos vicios de los otros nunca puede ser una disculpa. Por otra parte, ningún religioso admitiría que la Iglesia Católica es una institución más. Hoy desde la Iglesia se acepta que la pedofilia es un delito y que su autor debe rendir cuentas de sus actos ante la Justicia.

Como dicen los religiosos, el pecado existe. Lo que llama la atención es que se manifieste de este modo en el interior de una institución que se propone salvar a la humanidad del pecado. El discurso del Papa contra el hedonismo y la banalización del sexo es sincero. Se podrá estar o no de acuerdo, pero los hombres de la Iglesia creen en ello. Porque esto es así, sorprende que los vicios sexuales en sus manifestaciones más aberrantes se manifiesten en su interior. No se trata de un caso o de dos. Las denuncias aceptadas son muchísimas; demasiadas, para reducirlas a un episodio menor.

En la visita a Estados Unidos, el Papa pudo apreciar en serio la dimensión del problema. Según informaciones aceptadas por las propias autoridades religiosas, el número de niños violados es de catorce mil. Y se estima que hay alrededor de cuatro mil religiosos comprometidos en estos delitos. El arzobispo de Los Angeles, Roger Mahony, pidió públicamente perdón a todos los que fueron abusados. La diócesis de Los Angeles es considerada la más importante de la Iglesia Católica de Estados Unidos. Es también la ciudad donde la Iglesia pagó el monto indemnizatorio más alto: 680 millones de dólares a 508 personas.

Pero no sólo en Los Angeles hubo que pagar indemnizaciones. Algo parecido ocurrió en Boston, Portland y Pensilvania. En el caso de Boston, el obispo admitió haber protegido a un sacerdote pedófilo. En el caso de Pensilvania, después de interminables escarceos judiciales, se pagaron tres millones de dólares en concepto de indemnización.

Nosotros, en la ciudad de Santa Fe, no tenemos que escandalizarnos demasiado por lo que sucede en otras latitudes. Como se recordará, aquí fuimos protagonistas de un escándalo que concluyó con la renuncia del arzobispo. También en nuestro país la política de tratar de disimular lo indisimulable está dando lugar a una actitud respetuosa de la ley. Y más leal a los principios morales de la Iglesia.

En una reciente mesa redonda celebrada en una librería porteña, un sacerdote advirtió que problemas parecidos atraviesan las iglesias protestantes. Una vez más es necesario insistir en que los vicios de otros nunca pueden ser una excusa para disculpar los propios. Y mucho menos una coartada para disculpar el delito.

En la Iglesia Católica existe el celibato. Como bien dijera el Papa, los sacerdotes destinan su vida a servir a Dios. Un psicólogo diría que hacia allí es canalizada la libido. Se entiende entonces por qué en determinados ámbitos, incluso religiosos, el celibato está puesto en discusión.

La respuesta de la Iglesia hasta la fecha es que el celibato no es responsable de estos delitos. Considera que si se lo suprimiera, lo mismo existirían estos abusos. Sin embargo, no concluye en este punto la discusión. En principio, correspondería aclarar que el celibato es una disposición interna de la Iglesia Católica. Que un sacerdote lo burle o no lo cumpla no es un delito público. Como le gustaba decir a Antonio Machado: "Las picardías de los curitas no molestan a nadie, a lo sumo al marido guampudo". Pero lo que hoy está en debate no es una picardía o la violación de un voto disciplinario, sino un delito tipificado por el Código Penal.

Corresponderá a la Iglesia juzgar a quienes se han apartado de la ley canónica. Lo que el Papa condena en Sydney Äcomo antes lo hizo en BostonÄ no es sólo el incumplimiento del voto de celibato, sino el delito de pedofilia, es decir, el abuso de una persona mayor contra un niño o un adolescente menor.

Importa señalar que sólo una minoría de sacerdotes es responsable de estos delitos. También hay que decir que es una minoría significativa. No hay pruebas concluyentes que autoricen a asegurar que el celibato es el responsable de estas anomalías. Sin embargo, un psicólogo diría, refutando esta posición, que la represión de la sexualidad provoca trastornos que en algún momento pueden manifestarse de esta manera. Dicho con otras palabras: lo reprimido reaparece y en la mayoría de los casos reaparece de manera perversa.

La discusión, por supuesto, no está zanjada. Un sacerdote sincero dirá Äpor ejemploÄ que él no reprime su sexualidad sino que la orienta hacia Dios. Otro asegurará que él está satisfecho de hacer ese voto al servicio de su Señor. Un cura escribió que su tarea en la parroquia era tan intensa que sólo podía cumplir con ella viviendo solo. Más que un argumento a favor del celibato, el suyo era una ponderación a favor de la soltería.

Las organizaciones religiosas que reclaman que se modifique esta disposición se pronuncian a favor de un celibato voluntario, no obligatorio. Pero en rigor, no hay señales de que la Iglesia vaya a promover algunas modificaciones en esta línea.

Los debates pueden ser interminables, pero en algún momento alguna solución práctica habrá que encontrar. El problema de los abusos sexuales contra menores es real. No es patrimonio exclusivo de la Iglesia Católica, pero da la impresión de que es allí en donde se manifiestan con más intensidad. Más allá de las indemnizaciones Äque son cada vez más altasÄ, más allá de condenas como la que acaba de realizar Ratzinger, lo que importa es interrogarse por qué sucede lo que sucede. Por qué en un ámbito espiritual Äen el que la advertencia sobre los abusos de la sexualidad es más severaÄ, la pedofilia aparece con indisimulable recurrencia.