Opinión: OPIN-03
Crónica política
Las crisis y sus consecuencias
Por Rogelio Alaniz

Las crisis económicas derrumban las finanzas y la calidad de vida de una sociedad. No es casualidad que después de la crisis de 1930 las dictaduras hayan sido la constante en América Latina y en la mayoría de los países de Europa. Las padecimientos de la humanidad como consecuencia de la caída de la Bolsa de Valores de Wall Street en 1929 fueron infinitos. Las alteraciones en lo inmediato afectaron el funcionamiento de la economía mundial, alentaron el proteccionismo, cerraron las fronteras y los perjuicios más importantes los pagaron las naciones dependientes porque una de las salidas que las clases dirigentes centrales propusieron fue descargar sus consecuencias en periferia.

En la Argentina, el golpe de Estado del 6 de septiembre de 1930 fue una consecuencia de aquel crac financiero. De la mano de la crisis vino el fascismo con Uriburu y el fraude electoral con Justo. También la intervención del Estado en la economía, no para proteger a los pobres sino para salvar a los ricos. El pacto Roca-Runciman, en ese sentido, fue el paradigma de lo que es un acuerdo económico en condiciones desventajosas con una gran potencia a favor de los ganaderos invernadores.

Con todo, la Argentina no fue el país que más sufrió las consecuencias de la crisis. En otros lados las dictaduras fueron más perversas y los planes económicos de ajuste más insensibles. En Europa, la crisis precipitó la guerra civil en España, consolidó los regímenes nazi-fascistas en Europa y le otorgó a la dictadura de la URSS un cierto aval moral, en tanto que el régimen sanguinario de Stalin se presentaba como un modelo económico eficiente. Sus epígonos y sus camaradas de ruta callaban o no querían ver que los supuestos éxitos del modelo soviético se producían a costa de la masacre de millones de campesinos Äsí, de millones, según "El libro negro del comunismo"Ä, obligados a trabajar en condiciones de mano de obra esclava o semiesclava.

A nadie le va bien en las crisis, pero a los que peor les va es a los pobres, que carecen de recursos y medios para paliar sus efectos. La historia del capitalismo en la modernidad es la historia de sus crisis. Más que un certificado de defunción, las crisis vendrían a ser una garantía de salud del sistema, una garantía dolorosa, pero garantía al fin. Con las crisis se pueden hacer muchas cosas, pero lo menos aconsejable es alegrarse porque ellas ocurren. A quienes suponen que las crisis alumbran sociedades más justas o, para no ir tan lejos, a aquellos que se alegran por la crisis financiera que en este momento atraviesa Estados Unidos, habría que recordarles, en homenaje a la memoria histórica, que las crisis han representado para los pueblos hambre, guerra y muerte. Sin el contexto devastador de miseria y desesperanza que dejaron las crisis de 1914 y 1930, la humanidad jamás se hubiera dejado seducir por los cantos de sirena de ese psicópata llamado Adolfo Hitler.

La gran enseñanza del siglo veinte es que las revoluciones no adelantaron el paraíso prometido sino el infierno tan temido. En la URSS, el balance de muertos supera los treinta millones de personas y hoy los rusos no viven comparativamente mejor que en 1917. En la famosa revolución mexicana Äla revolución de los míticos Pancho Villa y Emiliano ZapataÄ, hubo Äentre 1910 y 1920Ä diez millones de muertos, en su mayoría campesinos pobres y analfabetos, las víctimas privilegiadas de estos perversos procesos de ingeniería social conocidos como revoluciones sociales. ¿Hace falta agregar más datos sobre lo sucedido en China, Corea del Norte, Vietnam y la propia Cuba?

Las crisis del capitalismo tal vez sean una consecuencia de los vicios del modo de producción fundado en la propiedad privada y la ganancia individual. El desafío es corregir el sistema que facilita estas pulsiones, perjudica la convivencia social y profundiza la injusticia. No es una tarea sencilla y habrá que ver si es posible, pero la esperanza de terminar con el capitalismo para liquidar la pobreza demostró que el resultado provoca el fin de los ricos pero multiplica la pobreza.

Hechas estas consideraciones, ¿alguien supone que a la Argentina le va a ir mejor si EE.UU. se derrumba? ¿alguien cree por ventura que nuestros marginales con sus planes de asistencia y sus sistemas de protección social, nuestros trabajadores con sus obras sociales y sus regímenes jubilatorios, nuestras clases medias y su holgado estilo de vida con autos nuevos y vacaciones dos o tres veces al año, podrán mantener estas conquistas si el capitalismo estalla en su sede central?

Festejar la crisis de Wall Street o alegrarse porque dos o tres banqueros se quedan en la calle es suicida, tan suicida como los asistentes a Cromagnon que festejaban su propia tragedia arrojando bengalas al techo. Si el capitalismo en el orden internacional anda bien, no es seguro que a nosotros nos vaya a ir bien, pero lo que sí es seguro es que si el capitalismo en el centro se derrumba, a nosotros nos va a ir mal sin alternativa. Reconocer esta verdad es duro, pero no reconocerla es tonto.

Economistas e historiadores se preocupan por estudiar la naturaleza de esta crisis y sus efectos en nuestra economía doméstica. Las conclusiones son parciales y diversas, pero donde existe unanimidad es en admitir Äen algunos caso a regañadientesÄ que sus consecuencias siempre serán negativas para la sociedad. Por más que la señora presidenta se jacte de la fortaleza del modelo económico diseñado por su esposo, está claro que de aquí en más la Argentina de las vacas gordas que contribuyeron a consolidar, el poder kirchnerista empezará a retroceder y en ese retroceso puede llevarse puestas las ilusiones cesaristas de la pareja presidencial.

Habrá que ver si esta crisis pone en tela de juicio el liderazgo de Estados Unidos. Es verdad que su hegemonía viene debilitándose en los últimos tiempos, pero nada hace pensar que en las próximas décadas ese liderazgo vaya a cambiar.

Desde los romanos hasta la fecha, el mundo siempre ha contado con un imperio dominante. Estos imperios han sido más o menos crueles, más o menos modernizantes y más o menos justos. Lo ideal hubiera sido un mundo sin grandes potencias, como también sería ideal una sociedad sin ricos y pobres, sin inteligentes e ignorantes, sin lindos y feos. Más allá de nuestros deseos, lo cierto es que en el mundo las naciones fuertes son las que se imponen y marcan con su presencia los períodos históricos. Su caída, en muchos casos, representó la regresión a la barbarie. En otros, una gran potencia fue reemplazada por otra, pero ese pasaje casi nunca se dio de modo pacífico.

Es probable que, en algún momento, el liderazgo de Estados Unidos decaiga. Lo deseable es que esto se produzca en un futuro más o menos lejano, porque de producirse en estos años no ocuparía su lugar una comunidad de naciones pacifistas y humanistas, sino otro liderazgo, el ruso, tal vez el chino, por qué no alguna dictadura musulmana. Si alguien supone que en un mundo dominado por estas potencias vamos a vivir mejor, allá él. Por lo pronto, en este punto, como en otros, prefiero el mal conocido que lo bueno por conocer.