Entrevista a Federico Falco

Una China vecina


“La Cina è vicina” (China está cerca) rezaba un eslogan maoísta de los 70, que Marco Bellocchio adoptó como título de uno de sus filmes. Ese Oriente, sin embargo, seguía y sigue siendo tierra mítica, exótica, indescifrable, mezcla de primitivismo y superposmodernismo, de marxismo y capitalismo salvaje, de refinamiento y del más rutilante kitsch, tierra -en suma- en la que todavía es posible germinar fantasías y utopías. Hoy, como en los tiempos -a partir del siglo XVII- en que las chinoisseries invadieron Europa, y que el rococó intentó remedar. Como las fuentes en las que abreva periódicamente la alta couture, “cuellito Mao” incluido. El libro de Federico Falco juega espléndidamente con la libertad que ese zaffarrancho de contradicciones ha instaurado en el imaginario occidental. Humor y vértigo se unen en estos cuentos, donde el estilo mismo da cuenta de ese mundo de antípodas, con hipérbatos o rigideces en el fluir de las oraciones, que intentan evocar en nuestro idioma, la textura de aquel otro inaudible.Federico Falco nació en General Cabrera, Córdoba. Inició su carrera literaria a los 20 años, con un premio en el género Cuento, en el Concurso Literario Nacional del diario El Litoral, en 1998, en celebración de su 80º aniversario. En 2004, publicó los cuentos agrupados en “222 patitos” y en “OO”, y en 2006: “Aeropuertos, aviones” (poemas).

Una China vecina

De la muestra “Lluvia y nubes” (China, 2005. No se consigna autor).

Foto: Archivo El Litoral

 

 

Por José Duimovich

—¿Cómo y en cuál China aterrizó, o qué China y cómo se le vino encima?

—Fueron varias cosas al mismo tiempo. Las primeras aproximaciones fueron casuales, sin saber muy bien por qué, aparecía China en el papel. Aparecía sin querer, como a un costado del resto, en segundo plano. Un día me sucedió algo muy particular. Era invierno, hacía mucho frío y el cielo estaba encapotado. Yo por fin tenía una tarde libre. Me tiré en la cama a leer y me arropé con un acolchado relleno de plumas. Sin advertirlo, la etiqueta del acolchado quedó justo frente a mis ojos, cada vez que daba vuelta una página mi vista se posaba en ella, hasta que en algún momento llamó mi atención. Grande, se leía “Made in China” y yo pensé que era paradójico que aquello que me daba protección, calor, contención, aquello que de alguna manera se encargaba de mi propio cuerpo, hubiera sido fabricado en las antípodas exactas del mundo y que, a diferencia de la mayoría de las cosas que conocemos “made in china”, ésta fuera bien orgánica: dentro del acolchado había plumas. Como en un relámpago me llegó la visión de millones de gansos blancos, hacinados en jaulas en oscuros criaderos, la estupidez del día del degüelle, un gran tambor, como el de un lavarropas, lleno de plumas mojadas. A partir de ahí, China se volvió central en estos textos.

Después, en un segundo momento, encontré otras razones, más tangenciales, para interesarme por la China: la posibilidad de hablar de nuestro país a partir de su opuesto geográfico, y el ideograma chino como una escritura visual que me interesaba mucho por mi relación con el video arte, etcétera. De todos modos, siempre es una China inventada a partir de lugares comunes, clichés, estereotipos. Sólo después de terminar una primera versión del libro, me puse a leer algunas cosas sobre la historia de China.

—¿Qué espacio ocupa este libro en relación a sus anteriores producciones?

—No sé, digamos que es un libro marginal respecto de lo que venía haciendo, más experimental. Yo lo siento como una continuidad, como una misma cosa, tal vez en otro registro. Pero entiendo que se vea como algo excéntrico. Creo que un autor debe, sí o sí, ser libre. Cada libro es un desafío diferente, responde a un momento personal diferente, pero siempre es un ejercicio de libertad. Hay que escribir desde el no deberle nada a nadie, sin que importe nada y quemando todos los barcos cada vez. Escribir, para mí, es tratar de entender algo que no se entiende. ¿Cómo hacerlo, entonces, siempre desde el mismo lugar, con la misma voz? Pareciera que si uno escribió un libro de una manera, no puede cambiar nunca más, debe seguir así todo el tiempo. La crítica por ahí es bastante perversa respecto de eso. Propulsa una especie de esclavitud hacia el propio estilo. Se queja si un escritor no les da lo que habían previsto de él. Yo creo que un autor debe proponer siempre algo nuevo, nunca ser predecible, ni complaciente.

—Algunos de estos textos tuvieron a su blog como primer soporte de difusión. Sin embargo ahora toman su forma definitiva como libro...

—Me cansé del blog. Me di cuenta de que era demasiado desgaste estar allí todos los días. Además, estaba con otro proyecto de escritura y necesitaba invernar un poco. Hay escritores que pueden estar expuestos todo el tiempo, yo me di cuenta de que no podía. Ahora estoy haciendo un pequeño experimento con Facebook, me gusta probar todos esos nuevos formatos, pero en el fondo terminan aburriéndome. Igual, creo que son valederos. El blog ofrece un acceso inmediato de publicación. Desaparece el control del editor que decide qué se publica y qué no. En todo caso, quien decide ahora es el lector. Todo puede ser publicado. Es un cambio de reglas del juego. Ya hay muchísimos casos de textos que surgieron en blogs y terminaron publicados en el circuito editorial, en el sistema comercial. Respecto del federalismo, para la gente que vive en el interior, los blogs dan la posibilidad de saber qué ocurre en el resto de las provincias, en Buenos Aires, en Latinoamérica y de dar a conocer qué es lo que uno escribe desde Córdoba, o Santa Fe, o donde sea. Los blogs facilitan el contacto, la lectura, la circulación de obra. Internet de por sí es un sistema escasamente jerarquizado, su nombre mismo, la palabra “red”, da una idea de núcleos iguales, equitativos, algo un tanto utópico, pero de alguna manera, real.

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Pompa Mao.

Foto: Archivo El Litoral