La vuelta al mundo

El Holocausto y el negacionismo

Rogelio Alaniz

El obispo lefebvrista Richard Williamson pidió disculpas. Sin embargo, hasta el propio Vaticano consideró que las disculpas eran incompletas, entre otras cosas porque no decían una palabra acerca de sus afirmaciones sobre la inexistencia del Holocausto. Williamson seguramente fue presionado por sus superiores para que arregle el desaguisado, entre otras cosas porque los lefebvristas son los más interesados en volver al seno de la Iglesia Católica y no quieren dejar pasar esta oportunidad por algo que ellos consideran un tema del pasado.

Williamson no está solo en su iglesia y mucho menos en el ambiente donde él se mueve con mucha comodidad, es decir, la ultraderecha política y religiosa, corriente ideológica que en los puntos más diferentes del mundo sostiene que el Holocausto no existió y que más que una realidad fue un invento de los judíos para financiar al estado de Israel, para continuar desarrollando su estrategia de dominio del mundo tal como lo establecen “Los protocolos de los sabios de Sión”, libelo publicado en su momento por la policía secreta del zar ruso para legitimar los pogroms contra los judíos.

En la Iglesia Católica y en el cristianismo en general, el tema del antisemitismo está oficialmente superado y podría decirse sin exagerar que la mayoría de los sacerdotes y pastores condenan sinceramente el Holocausto y se lamentan de la tragedia sufrida por el pueblo judío. En los márgenes de estas iglesias todavía pululan fundamentalistas de diversas extracciones que siguen creyendo con fe de fanáticos que los judíos son un pueblo deicida, los responsables de la crucifixión de Cristo, quienes durante siglos se dedicaron a secuestrar niños inocentes para extraerles la sangre con la cual amasaban el pan pascual.

Los argumentos pueden parecer delirantes, en realidad lo son, pero circulan como moneda muy bien cotizada entre los sectores cristianos de extrema derecha. Posicionados en ese lugar, a nadie le debería llamar la atención que consideren que el Holocausto no existió o que es una campaña publicitaria más instrumentada por un pueblo pérfido y deicida.

En Estados Unidos, la principal espada del negacionismo es el señor David Duke, militante del Ku Klux Klan y antisemita confeso. En Europa, el conocido derechista francés Jean Marie Le Pen es uno de los políticos que con más entusiasmo niega el Holocausto. Algo parecido hacía Jörg Haider en Austria. Posiciones semejantes sostienen los ultraderechistas ingleses, polacos y alemanes. En los últimos tiempos, a la variante del ultraderechismo se han sumado corrientes de ultraizquierda.

Roger Garaudy, un reconocido comunista francés de otros tiempos, un intelectual que polemizó mano a mano con Sartre y Jeanson en defensa del marxismo y que hoy ha pasado con armas y bagajes a las trincheras del Islam, dedica los años de su vejez a despotricar contra los judíos y a negar el Holocausto. En Irán, posiciones parecidas sostiene el señor Ahmadinejad, el primer ministro que no sólo niega el Holocausto sino que promete la destrucción del estado de Israel.

Numerosos historiadores han dado letra a la ultraderecha en este tema. El más importante es David Irving, historiador inglés que acaba de cumplir una condena judicial después de haber perdido un juicio con una historiadora de Estados Unidos. En la ocasión, esta historiadora demostró la deliberada manipulación de los documentos.

Irving es el historiador profesional más reconocido por lo que se conoce como el revisionismo histórico. No es el único y ni siquiera el más serio, pero sus libros se venden como pan caliente en los ambientes de extrema derecha, y una de sus fuentes de ingreso económico son precisamente las conferencias que da en diferentes capitales de Europa, divulgando sus tesis a aguerridas plateas antisemitas.

En general, los negacionistas no niegan que en la guerra hubo excesos y que los judíos fueron perseguidos en algunos lugares. Lo que se proponen es reducir al mínimo esas persecuciones y “normalizarlas”, esto quiere decir, considerarlas como habituales en cualquier guerra. Irving concretamente -y ésta es seguramente la fuente de Williamson- considera que hubo alrededor de 300.00 judíos muertos en la guerra, una cifra que nada tendría que ver con los seis millones que denuncian los organismos internacionales.

La operación política es clara: lo que se pretende es persuadir a la opinión pública de que lo sucedido es lo que habitualmente ocurre en todas las guerras. Los nazis por lo tanto no habrían sido la excepción. Es verdad que cometieron excesos, no muy diferentes a los que cometieron los aliados bombardeando Dresde, Hamburgo, Berlín o arrojando una bomba atómica en Hiroshima o masacrando a los prisioneros en Cathyn. El único problema de los nazis -dicen con un toque de cinismo- es que perdieron la guerra, porque si la hubieran ganado serían ellos los héroes y los criminales serían los aliados.

Cínico o perverso, el argumento es una pieza de lujo del sentido común. Distraída, doña Rosa podría leer el texto y creerlo al pie de la letra. ¿Acaso en la guerra no se mata y se muere? ¿Acaso no hay ganadores y perdedores? ¿Por qué tanto lío por unos muertos más o unos muertos menos?

La falla más importante que tiene la hipótesis negacionista es que falta a la verdad. Nada más y nada menos. El Holocausto existió, las pruebas de su existencia son irrefutables. En Yad Vashem -la institución destinada a investigar y sostener la memoria de aquellos años terribles-, está registrado con testigos y documentos la desaparición de alrededor de cuatro millones de judíos. Después están los testimonios de testigos, familiares, amigos y nazis arrepentidos. Seis millones es una cifra tentativa que puede superarse en un puñado de miles o reducirse en otro puñado de miles, pero lo que está fuera de discusión es que los campos de concentración y de exterminio existieron, que la Solución Final fue una política deliberada de los nazis y que para ello se dispuso de una maquinaria burocrática, militar y científica destinada a cumplir con estos fines.

Como lo evidente no se puede negar, ni siquiera el negacionista más decidido se anima a hacerlo, lo que se hace es reducirlo a su mínima expresión, considerarlo como el resultado inevitable de la guerra o el precio que pagan los derrotados. La maniobra no es inocente. Como muy bien dijera un historiador de Yad Vashem, si a la experiencia de los nazis se la despoja del Holocausto, el nazismo deja de ser una de las manifestaciones monstruosas del siglo veinte para transformarse en una experiencia política más.

Buenos y malos siempre han recorrido el itinerario de la historia. Muchas veces los malos de ayer son los buenos de hoy y a la inversa. Lo que transforma a los nazis en una experiencia inédita es el genocidio, la voluntad de aniquilar a un pueblo no por lo que haga o deje de hacer sino por lo que es y la disponibilidad para esa faena de los avances científicos y técnicos más importantes de su tiempo.

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