¿Conoce usted a Bialet Massé?

Cecilia Romana

Tal vez, un día remontando la Ruta 38 rumbo a La Falda o Capilla del Monte, usted se topó con este pequeño municipio que lleva un nombre de origen catalán. Quizás no prestó atención al cartel de bienvenida y recién se preguntó quién fue este personaje cuando vio a mano izquierda, al borde del asfalto, el fabuloso horno cónico revestido en piedra sapo que él levantó, y donde se cocieron cementos sin igual, gracias a los que se erigieron obras faraónicas en Córdoba, de las cuales la más famosa es, sin duda, el Dique San Roque.

Juan Bialet Massé fue un entusiasta y también un trabajador incansable. Nació en Mataró, España, en 1846. Estudió medicina, se casó, tuvo un hijo y al poco tiempo quedó viudo. Cruzó el océano en 1873, solo, para instalarse en Mendoza donde fue nombrado vicerrector del Colegio Nacional. En 1874 contrajo nupcias con Zulema Laprida, nieta del ilustre presidente del Congreso de Tucumán de 1816, y comenzó, casi sin quererlo, su largo derrotero por las provincias argentinas, en busca de un sueño que se le escapó de las manos indefectiblemente. Su historia, como tantas otras, es la de un olvidado, la de un hombre que apostó no sólo su peculio, sino la seguridad de su familia para ver el progreso de un país que ni siquiera era el suyo. ¿Y qué obtuvo a cambio? Un año de cárcel, deudas irremontables con el Estado argentino y, lo peor de todo, que ya nadie lo recuerde.

Hay un viejo hotel en La Falda que tampoco está de moda. Se llama Edén y es una ruina. Por estos días, la edificación se parece más a un esqueleto de material que a lo que supo ser: el hospedaje exclusivo de la aristocracia vernácula decimonónica. Pagando una entrada que no es módica, porque están “en obras”-, usted puede acceder a una visita guiada de casi media hora. El guía que le caiga en suerte, le contará la historia fantástica de los tiempos dorados y la posterior y negra realidad de pillaje vecinal que arrasó hasta con las bañeras de hierro. No hay allí muebles originales, salvo una mesa octogonal de roble que no pudieron llevarse porque está atornillada al suelo. Esa tierra de nadie, que ahora regentean tres empresarios locales con ansias de convertirla en un complejo utilizable, antes de 1892, fue propiedad de Bialet Massé. Sí, ese mismo lote le perteneció al constructor, aunque repentinamente haya tenido que venderlo por la acumulación de deudas. Lo mismo le ocurrió con los terrenos donde se levantaba La Primera Argentina, su fábrica de cales hidráulicas, empresa fundacional de la construcción en el país de la que sólo queda en pie aquel hermoso horno a la vera de la ruta. Este hombre, que trajo al mundo diez hijos, no era ingeniero, tampoco arquitecto. Ejerció la profesión de médico, fue docente, empresario e ideólogo de los canales de riego que asegurarían las siembras de vastas zonas de la provincia de Córdoba por décadas; estudió abogacía y defendió los derechos de los trabajadores del puerto rosarino. Pasados los sesenta años, volvió a las aulas y obtuvo el título de Técnico en Agricultura y Zootecnia. Todos estos datos bastarían para tener su nombre grabado en la memoria; sin embargo, hay algo más: a él se debe, en gran parte, la instauración de la jornada laboral no mayor a ocho horas -cuando a principios del siglo pasado, los obreros de ingenios, ferrocarriles y demás trabajaban de sol a sol- y el descanso dominical obligatorio. En 1904 apareció su impecable “Informe sobre el estado de las clases obreras en el interior de la República”, solicitado por el presidente Julio A. Roca, por medio de su ministro de Interior, el riojano Joaquín V. González. El volumen, reeditado en 2007 por Alción, sello cordobés que dirige Juan Carlos Maldonado, es un exhaustivo relevamiento de la situación laboral de las zonas más desposeídas del país. Una descripción milimétrica del escenario proletario de Santa Fe, La Rioja, Entre Ríos, Córdoba, Tucumán, en los tiempos en que la hegemonía del patrón y la proveeduría se llevaban los mejores años y la salud de los operarios.

En Córdoba es conocida la anécdota que relata cómo fue encarcelado Bialet injustamente. Es conocida, asimismo, la humillación a que se vieron expuestos él y su socio, el ingeniero Carlos Cassaffousth, cuando los acusaron de calcular mal el paredón del Dique San Roque. Bastó que un vecino gritara: “¡se viene el dique!”, para que ingeniero y constructor fueran encerrados por más tiempo de lo que dura un año. Al final, como en los cuentos más tristes, todo se resumió en una disculpa producto de intereses políticos y quién sabe de qué otra cosa, porque el Dique jamás se rajó ni se vino abajo; al contrario, resistió cuarenta años en perfecto estado hasta que fue reemplazado por el actual.

Bialet Massé fue un ejemplo, lo sigue siendo, porque, lejos de detener su puja en favor del país joven que lo requería, siguió esforzándose en complacerlo. Incluso, detrás de las rejas, dio soluciones básicas para el mantenimiento del Dique.

Hoy en día nadie lo recuerda, y parece que esa maldición que suele ensombrecer a los espíritus elevados, se ensañó con todo lo suyo.

¿Cuántos años de bonanza disfrutó el Hotel Edén? ¿Dónde estaban las autoridades que debían cuidarlo de la rapacería? ¿Por qué apenas queda su memoria? Quizás el misterio del derrumbe recaiga justamente en la posesión de esas tierras, donde todo cuesta el doble. O quizás sea otra la causa: la necesaria excepción a la regla de que nadie es profeta en su tierra. Tampoco en la extranjera, agregaría yo.

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Hotel Edén, en La Falda, Córdoba. Foto: Archivo El Litoral