El universo simbólico en la

realidad del delito juvenil

Osvaldo Agustín Marcón

Usualmente, los delitos cometidos por personas menores de edad son presentados como significativos hitos que incomodan el orden público, pero sin aludir a su carácter como parte de trayectorias tan vitales como socialmente invisibles. La socióloga británica Vikki Bell advierte que “el horror de la desaparición de personas instituido por el Estado dictatorial funda un perverso sucedáneo en democracia: la invisibilización de sectores sociales marginados”. (*) En este preciso instante avanzan cientos de historias individuales, familiares y comunitarias de las que nadie dará cuenta hasta que algo suceda. Ese algo puede ser un nuevo crimen.

Esos itinerarios no son naturales, sino que se trata de construcciones sociales, por ende, reversibles. Al respecto, recordemos que la mayoría de los delitos protagonizados por estos jóvenes son contra la propiedad privada y, aunque con mayor impacto público, son muchos menos los tipificados de otro modo (por ej.: contra las personas). Por alguna razón, este dato se correlaciona tanto con los contextos de exclusión social que en general proveen de protagonistas a estas historias como, también, con el perfil social que predomina en la población alojada en las distintas instituciones de encierro penal: pobres en la Argentina, negros en EE.UU. e inmigrantes en Europa.

No decimos con esto que “todos los pobres son delincuentes”, sino que, tal como se ha organizado socialmente Occidente y ha construido sus figuras delictivas, los sistemas penales seleccionan más unas violaciones a la ley que otras, contribuyendo dicha selectividad a generar más exclusión social: por ejemplo, quien cometió delito tiene menos posibilidades de articulación laboral. Inclusive, podemos suponer, de manera razonable, que la norma jurídica tiene menos sentido para los socialmente excluidos, dado que ella no está asociada con firmeza a beneficios concretos, siendo que esto sí sucede para otros sectores sociales. Por ejemplo, la propia pérdida de libertad ambulatoria como pago por violar una norma jurídica puede resultar muy cara para quien esa libertad implica bienestar, pero no necesariamente para quien, aun estando ambulatoriamente libre, vive cotidianamente aprisionado por la emergencia de variadas necesidades que exigen satisfacción. Es necesario, entonces, como regla general, remover tales condiciones de vida generando un piso social más o menos homogéneo, a partir del cual, luego, confiar en la eficacia de conductas dentro de la ley.

Ahora bien, ¿qué hacer para revertir estos procesos de deterioro en los casos concretos? Sería ingenuo suponer que muchos de los jóvenes que cometen delito cambiarían automáticamente sus conductas si se los dotase de determinados bienes materiales. Las referidas trayectorias vitales se construyen capa sobre capa, históricamente, mediante complejas operaciones cuya naturaleza no aparece a primera vista. Para reconfigurarlas se necesitan tratamientos singulares para los que gran parte de las viejas instituciones de masificación ya no tienen respuestas (grandes escuelas, grandes institutos de encierro, grandes hospitales) como, en general, tampoco suelen aparecer en las formaciones académicas tradicionales. Estas respuestas implican entonces una importante inversión social, económica e intelectual. Diversas investigaciones demuestran cómo, en Occidente, se ha venido incrementando en las últimas décadas el gasto público destinado a la seguridad (policía, cárceles, etcétera) en detrimento de la inversión social. He allí una de las claves para el trabajo tanto a nivel de políticas sociales como en casos concretos.

El joven que comete un delito debe ser sacado del universo simbólico del que forma parte pero transformando, en la misma operación, dicho universo. “Sacarlo” no equivale a la separación física de su espacio vital, aun cuando en algunos casos esto sea necesario. Se trata, por el contrario, de modificar el conjunto de ideas que fundamentan estilos de vida, en muchos casos, síntesis de conductas visibles. Es por ello que la tarea, ante el joven que cometió un delito, va mucho más allá de la mera institucionalización o de la ingenua penalización. Es necesario, obviamente, que el joven asuma su responsabilidad ante lo sucedido, pero, ¿sirve para ello la mera sanción? Indudablemente, no. Al menos, su sentido primigenio es insuficiente. El mero castigo puede evitar nuevos hechos por sumisión del castigado, pero lo anula como sujeto social, aunque también es posible que genere un sujeto que no se pliegue y, en cambio, reaccione con mayor violencia, en cuyo caso el resultado será también negativo. Las cifras de reincidencia penal denuncian por sí solas este aspecto.

Lo sucedido supone la convergencia de distintos niveles de responsabilidades no asumidas que, claro está, incluyen al Estado. Éste debe retomarlas junto al joven en una especie de corresponsabilidad. Pretender que quien ejecutó una conducta sea el único responsable es, como mínimo, irracional. Si reconocemos la concurrencia de factores causales debemos obligar con idéntica dureza a ambas partes para que respondan por lo actuado y por lo omitido. Como reza el título de este artículo: que proyectos progresistas sirvan para acallar demandas reaccionarias algo indica.

(*) www.pagina12.com.ar (04/05/08).

El universo simbólico en la realidad del delito juvenil

Sería ingenuo suponer que muchos de los jóvenes que cometen delito cambiarían automáticamente sus conductas si se los dotase de determinados bienes materiales.

Foto: Archivo El Litoral