Un error

Por John McGahern

Cuando él terminó de comer, el silencio entre ellos era tan tenso que había que romperlo.

—Tal vez nunca debimos abandonar la granja y venir aquí. Aunque no tuviéramos a quién dejársela -dijo Michael, echando hacia atrás la cabeza de hirsuto pelo blanco mientras le hablaba a su esposa. Lo que había pasado ese día jamás habría ocurrido si se hubieran quedado, y no habría ninguna vergüenza, pensó, pero no lo dijo.

—Claro, correr tras el ganado cruzando zanjas y setos a nuestra edad. Vacas, gallinas, cerdos, terneros, correr de la mañana a la noche en esos campos pantanosos entre dos lagos, con las botas enterradas hasta arriba en el barro y el agua, teniendo que correr con la escritura a ver al gerente del banco después de un mal año. Pensé que ya habíamos hablado de todo esto.

—Bueno, si nos hubiésemos quedado jamás habríamos tenido que retirarnos -lo que dijo ya sonaba flojo.

—Estaríamos bien retirados. Estaríamos bien retirados hace mucho, en la tumba, si nos hubiéramos quedado. No sabes qué día ha sido éste para mí también -Agnes se echó a llorar y Michael se quedó sentado en silencio en la silla mientras ella lloraba.

—Cuando volví del Tesco ordené los paquetes -dijo ella-. Y a la una menos diez puse los arenques en el grill. Michael justo habrá terminado su botella de Bass y estará saliendo por la puerta del Royal, dije cuando miré el reloj. Debe haberse cruzado con alguien mientras volvía, pensé cuando ya era más de la una. Y cuando se hizo la una y diez dije que te habrías encontrado con alguien, pero estaba empezando a preocuparme.

—Sabes que nunca me encuentro con nadie -protestó él con irritación-. Siempre salgo del Royal a la una menos diez, nunca un minuto más ni un minuto menos.

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La calle Dalkey, en Dublín. Foto: Archivo El Litoral

—No sabía adónde ir cuando se hizo la una y media, estaba paralizada de preocupación, y entonces dije esperaré cinco minutos para ver, y cinco minutos, y cinco minutos más, y no me podía mover de la preocupación, y entonces se hicieron casi las dos menos cuatro. No podía soportarlo. Y entonces dije iré al Royal. Y nunca sabré por qué no pensé en eso antes. Denis y Joan estaban empezando a cerrar cuando llegué al Royal. “¿Qué sucede, Agnes?”, dijo Denis. “¿Has visto a Michael?”, le pregunté. “No”, me dijo, “no ha venido en todo el día. Nos preguntábamos si estaría bien. Es la primera vez que no viene a beber su botella de Bass desde que tuvo esa gripe el invierno pasado”. “Tampoco vino a almorzar, y siempre es puntual. ¿Qué le puede haber pasado?”, dije, y me eché a llorar. Joan me hizo sentar. Denis me puso en la mano un brandy con una gota de oporto. Después que tomé un sorbo, dijo: “¿Cuándo viste a Michael por última vez?” Le conté que fuimos al Tesco y que yo pensé que habías ido a beber tu botella de Bass, y que puse los arenques, y que no apareciste. Joan sacó un vaso de cerveza y se sentó conmigo mientras Denis fue a hablar por teléfono. “No te preocupes, Agnes”, dijo Joan. “Denis está averiguando sobre Michael”. Y cuando Denis volvió, dijo: “No está en ninguno de los hospitales y la policía no lo tiene, así que debe estar bien. No apures el brandy. Cuando termines, iremos en el auto. Debe andar cerca”. Dimos toda la vuelta al parque pero no estabas en ninguno de los bancos. “¿Ahora qué haremos?”, dije. “Antes de hacer nada daremos una mirada rápida por las calles”, dijo Denis, y apenas pasamos el semáforo de Tesco, dijo: “¿No es Michael ese que está allí con la bolsa de compras?” Y ahí estabas, con la bolsa de compras vacía delante de la vidriera de Tesco. “¡Oh, Dios mío!”, dije, “Michael me va a matar. Debo haberme olvidado de pasar a buscarlo cuando salí de Tesco”, y entonces Denis tocó la bocina y nos viste, y vinimos a casa.

Cada mañana desde el día en que se jubiló, excepto cuando estuvo con gripe aquel invierno, Michael iba caminando con Agnes hasta el Tesco, y eso le evocaba la sensación de su niñez, cuando caminaba junto al lago con su madre, los pozos y las piedras del camino, los ensanches regulares, que recordaban la forma de un bote, para dejar que los carros pasaran al toparse, la bolsa de compras de hule que él cargaba por ella en una gozosa efusión de charla mientras caminaba al amparo de su sombra. Ahora, era Agnes la que charlaba cuando caminaban hasta el Tesco, y él ya no escuchaba; cualquier respuesta al rosario de charla de su esposa no era para ella, desde hacía mucho, otra cosa que una irritación; y entonces él caminaba a salvo en el refugio de aquellos días muertos, acercándose a la granja entre los lagos que habían perdido.

Cuando llegaban al Tesco él no entraba. Las marcas y las luces brillantes le molestaban, y, de cualquier forma, mientras ella hacía todas las compras, él no tenía ninguna función que cumplir adentro. Así, los días secos, si no hacía mucho frío, se quedaba afuera con la bolsa de compras vacía. Cuando el tiempo estaba feo, la esperaba junto al sector de bebidas alcohólicas, pasando apenas la puerta. Las primeras veces que fue con ella, después de jubilarse, los empleados de ese sector solían fastidiarlo preguntando si lo podían ayudar en algo. Cuando les contestaba: “no, gracias”, quería decirles que nunca bebía en su casa. Solamente en Navidad bebían en su casa, y eso era para acompañar a otra gente, si venía. Las últimas botellas eran ahora tres botellas de Navidad viejas, porque ya no los visitaba gente en Navidad, lo que era mucho más conveniente. El día de Navidad iban al Royal, como siempre. Denis aún tenía permiso para abrir en Navidad. Aunque ahora sólo los nuevos empleados del sector de bebidas lo veían siempre en los días de mal tiempo, él seguía prefiriendo esperarla afuera con la bolsa de compras contra las Ofertas Especiales pegadas en el vidrio. Para ese momento, ya habría llegado a la granja entre los lagos en el camino hasta Tesco con ella, y estaría listo para trabajar.

Desde que se jubiló, había recuperado casi por completo la granja que perdieron al venir a Londres. Cuando se retiró de la Escuela Sir John Cass, lo consternó ver cuánto se había deteriorado la granja en los años en que trabajó de portero. Las zanjas de drenaje estaban obstruidas. Los campos estaban llenos de juncos. El jardín era un malezal y los setos estaban invadiendo los campos. Pero era un peón demasiado viejo para hacer las cosas con prisa. Cada día se fijaba una sola tarea. La cerca de piedra era su orgullo, tal vez porque fue el comienzo. Antes de que construyera la cerca no había ningún límite. Todo parecía imposible. Parecían necesitarse cien peones. Pero después de construir la cerca, limpió las malezas y los arbustos que habían cubierto el jardín del frente, quitó las matas que obstruían las zanjas y podó los espinos para que se hicieran más densos. Ahora entre la cerca y el seto de espino se extendía el jardín del frente, y desde allí había partido, de a una tarea por vez.

Esa mañana, mientras caminaba con Agnes, decidió limpiar el abrevadero que estaba seco tras la larga racha de buen tiempo. Primero paleó hacia la orilla la tierra negra de hojas podridas y estiércol. Luego pavimentó los lados con piedras pesadas para que el ganado no hundiera las patas al beber, y limpió la maleza del pequeño arroyo que lo alimentaba. Cuando siguió el arroyo hasta el seto divisorio encontró agua bloqueada. Liberó el cauce y se apoyó en su pala con el simple placer de ver fluir el agua. Durante todo ese tiempo no tuvo conciencia de la bolsa de compras, pero cuando el agua desagotó por completo en el abrevadero volvió a sentirla a su costado. Se preguntó qué estaría demorando a Agnes. Él nunca antes había terminado una tarea tan larga fuera de Tesco. Normalmente se consideraría con suerte si concluyera un trabajo así para cuando acabara su botella de Bass en el Royal a la una menos diez.

Un error

Puente sobre el Liffey, en Dublín. Foto: Archivo El Litoral

La zanja ahora estaba vacía y limpia. Toda el agua había fluido al estanque. Iría a la huerta. Había que sacar los tallos de arveja y poroto marchitos y hacía falta remover la tierra. Un reyezuelo o un petirrojo cantaba en los espinos, leal aún en los días áridos. Abrió la puerta de madera y entró en la huerta, cercada en tres lados por setos de espino naturales y en el cuarto por dos hilos de alambre de púas tendido en postes para que no entrase el ganado. Cada año, llevaba el alambre un poco más lejos, y pronto, uno de estos años, todo el campo sería una huerta, cercada totalmente por sus propios setos de espino. Arrancó los tallos de arveja y poroto marchitos junto con las ramas de espino que habían servido de tutores y los arrojó en una pila para quemar. Luego empezó a dar vuelta la tierra. La flor blanca y negra del poroto era su favorita, su fragancia llevada por el viento a través de los espinos hasta la pradera, atrayendo las abejas de los tréboles. Agnes podía tener todas las rosas que quisiera en el jardín del frente... y entonces se vio a sí mismo apoyado en la azada con cansancio, aunque no había hecho ni la mitad de la tarea. Estaba demasiado débil para trabajar. Debía ser tarde y ¿por qué ella no lo había llamado a comer? Clavó la azada en la tierra y fue exasperado hacia el alambre de púas. Los hilos estaban flojos. Un pequeño brote de aliso salía de uno de los postes. Caminó por los surcos de papa, los tutores secos, marchitos y grises en los lomos de los surcos. Este año debía mudar el silo a terreno más alto. El invierno pasado habían aparecido ratas del lago... pero, ¿por qué no lo llamaba? ¿ No le importaba? ¿Podía ser tan egoísta?

Se dio vuelta y miró hacia adentro, pero las avenidas de estantes eran demasiado largas y las luces eran cegadoras. Fue en esa ira impotente que escuchó la bocina. Allí estaba Denis, y Agnes estaba en el auto. Fue hacia ellos con la bolsa de compras vacía. Los dos bajaron del auto.

—¿Por qué me dejaste? -preguntó airadamente.

—Oh, no te enojes conmigo, Michael. Debo haberme olvidado cuando salí.

—¿Qué hora es ahora?

—Las tres y cinco, Michael -dijo Denis sonriendo-. Te perdiste tu botella de Bass, pero sube al auto y te llevaré a tu casa.

Si hubiéramos conservado la granja esto no habría pasado. En la granja al menos estaríamos lejos de la gente, pensó tercamente mientras hacía a un lado el plato que debería haber comido horas antes. Se puso rojo de vergüenza como un niño al escuchar de nuevo: “Las tres y cinco, Michael. Te perdiste tu botella de Bass, pero sube al auto y te llevaré a tu casa”, y pensó que así son las cosas, uno comete un error, y queda atrapado. Fue Agnes quien finalmente rompió aquel silencio intolerable.

—Estás agotado. ¿Por qué no te acuestas un rato? -dijo, y empezó a levantar los platos.

—Tal vez me acueste -dijo él, cediendo.

Durmió mal e inquieto. Sólo una fracción de lo que sucedía afloró en su sueño. Una manada de vacas, las bocas babeando por el calor, pasaban delante de él por un camino de tierra, arreadas por un hombre en bicicleta. Agnes llevaba pan rallado en su delantal. Un auto blanco venía bordeando el lago. Cuando dobló frente a la puerta, un niño bajó y vino hacia él con un telegrama. Se estaba hurgando el bolsillo para darle unas monedas al niño cuando Agnes lo despertó.

—Se nos hará tarde para ir al Royal si no te levantas ya -le dijo.

—¿Qué hora es?

Cuando le dijo la hora, vio que debían salir en veinte minutos.

—No sé si quiero salir esta noche.

—Por supuesto que saldrás esta noche. ¿No te pasa nada, o sí?

Al escuchar aquello, supo que debía ir. Se levantó y se lavó, se puso el traje, se peinó el pelo blanco hirsuto y exactamente a las nueve menos veinte, como todas las noches de sus vidas, cerraban la puerta 37B de Ainsworth Road, a sus espaldas.

Todos los parroquianos del bar parecieron inusualmente contentos y animados al saludar a la pareja en el Royal, y cuando Michael puso en la barra las monedas para la Guinness y la pinta de Bass, Denis las rechazó.

—Esta noche invita la casa, Michael. Tienes que compensar esa botella de Bass que te perdiste -le dijo.

Llevó ciegamente las botellas a la mesa donde estaba Agnes. Cuando giró y se sentó mirando el salón con los anteojos levantados, el salón entero resonó con “¡Salud, Agnes! ¡Salud, Michael!”.

—¿Ves que todo estaba en tu mente, Michael? Todos son los mismos de siempre. Más felices, incluso -dijo más tarde Agnes en la calma de las bolas de billar que se escuchaban golpear en el pub.

—Puede ser, Agnes, puede ser -dijo Michael, bebiendo.

Toda la gente también estuvo eufórica durante semanas en las pequeñas granjas alrededor del lago cuando Fraser Woods trató de colgarse en la rama de un manzano de su huerta, la inocultable excitación en sus voces cuando decían: “¿No es terrible lo que le pasó al pobre Fraser?”, y la lujuria en sus caras cuando esperaban que su propia excitación se reflejara en las de los otros.

—A la mañana iremos temprano al Tesco. Y luego podrás venir por tu botella de Bass. Y será como si nada hubiera pasado jamás. ¿Pero, qué fue, de todos modos? -dijo Agnes, animada por la Guinness.

—Supongo que sólo fue un error -respondió Michael mientras bebía lentamente su pinta de a sorbos, tratando de postergar el momento en que debería ir a la barra a buscar la segunda ronda.

(De “Cuentos Completos”, op. cit.).