Chicos en el bosque

Por Raúl Fedele

“Una chica de provincia”, de Selva Almada. Gárgola Ediciones, Buenos Aires, 2007.

Para los ojos de la infancia, cualquier suceso puede revestir el más alto grado de significación, sea por su novedad o sea por razones misteriosas que instalan tal experiencia como un hito, como un mito o como un rito. Recuperar esa visión, ese destello, crucial como la primera vez que se ve un cadáver, o el no menos crucial vértigo de trepar a un árbol o escuchar una historia (por ejemplo, la del basilisco, que puede estar encerrado en un huevo común y que mata a quien mira, o la de la Luz Mala), involucra en sí la esencia de la operación artística. Lírica o trágica o épica o minimalista, toda obra artística digna de consideración presenta lo que presenta con la tensión de estar aprehendiendo lo inaferrable del tiempo y el devenir, es decir como hecho primigenio, fatídico e irrepetible.

Las memorias de infancia, no importa si reales o ficticias, elaboran tal presente congelado en una doble expresión; por un lado cuentan el recuerdo y por el otro revelan a quien lo recompone y dice ahora. Esa aprehensión de un presente mítico se ejercita paradójicamente sobre la infancia, por antonomasia el reino del pasado, del paraíso o del infierno perdido. Sabemos que quien se interna en el bosque de Hansel y Gretel es un adulto, sabemos que quien escribe lo que leemos revive -o logra darnos esa sensación- su pasaje por el bosque, y en la manera de contarnos esa revisitación podemos adivinar qué ha sido (qué es) de aquel Hansel o de aquella Gretel.

Sea como fuere, importa siempre que los dos niveles de expresión apuntados estén presentes en compacta fusión, en una armonía rara de conseguir y que, otra vez, alude a una esencia del hecho artístico: lo que se cuenta y el punto de vista acordado; lo recreado y la conmoción formal.

Contrariando el lugar común de que Proust debía ser un memorioso excepcional, Beckett apunta que quizás era todo lo contrario, que sólo quien es asaltado por lo sepulto puede revivir (y ser instigado a reproducir) la conmoción de lo recordado, conmoción en verdad negada a quien convive sin sorpresa con sus álbumes del pasado.

La literatura argentina es rica en la revisitación íntima y autobiográfica (real o no) de la infancia. Basta recordar “Cuadernos de infancia”, de Norah Lange; “La oscuridad es otro sol”, de Olga Orozco, o tantos cuentos de Silvina Ocampo. “Una chica de provincia”, de Selva Almada, se instala cómodamente en esa brillante tradición. Con una dicción ajustada y a la vez seductora, la autora logra envolvernos en una narración vibrante de ternura, zozobra y humor.

Selva Almada nació en Entre Ríos, en 1973. Desde hace unos años está radicada en Buenos Aires. Forma parte del proyecto y editorial Carne Argentina. “Cuando vine a vivir a Buenos Aires empecé a darme cuenta de que soy una escritora de provincia. Acá comencé a escribir de allá. Y no arrastrada por la nostalgia sino, tal vez, asombrada por el universo tan particular que, por ser de allá, podía reescribir, ficcionalizar, refundar desde acá. Acá siempre es la literatura, vaya adónde vaya”, confiesa. Y resume: “Una chica de provincia reúne tres libros de relatos que son mi trilogía de Entre Ríos. Los dos primeros -“Niños” y “Chicas lindas”- narran historias iniciáticas. Los primeros careos con la muerte: la curiosidad que provoca ver el primer cadáver de nuestras vidas; el dolor por la muerte de animales queridos; la muerte de otro niño como la revelación de una verdad espantosa: los chicos también pueden morirse; la crónica del asesinato impune de una adolescente pueblerina. El último -“En familia”- es el relato de un suicidio.

“Supongo que no es casual que la muerte sea el gran tema de esta trilogía. Después de todo, en los ríos de mi provincia se ha lavado la sangre de batallas históricas. Tampoco ha de ser casualidad que su accidente geográfico característico sean las cuchillas”.

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Selva Almada. Foto: Mica Hernández

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De la serie “Marchi en pequeño”, de José Marchi.