Calor de hogar

Por Aurora Venturini

Tía Nené dijo que extrañaba el calor de hogar de su casita donde vivía con la anciana madre, también madre de mi mamá y de tía Ingrazia y abuela de todas nosotras, y que en ese sagrado lugar era feliz porque adoraba a la madre y cuando conseguían dinero de su hermano —aquí no enumeraré los parentescos— compraban masitas y dulces, y vino tinto y blanco, y las dos banqueteaban conversando de los viejos tiempos y que ella no sabía qué hacer si le faltara la madre.

Yo le dije que abuela era tan vieja que iba a morirse el día menos pensado, y ella me dio una cachetada. Entonces al oído le espeté que ella había organizado el crimen del bebé de Carina y que los ángeles guardianes de los niños la castigarían. La desdichada empezó a gritar para que mi mamá supiera que yo le había faltado el respeto, y mi mamá me quitó el postre de la cena, el que me gustaba: duraznos en almíbar. Nené se fue.

En casa teníamos teléfono que sonó más o menos una hora después de la partida de Nené que avisaba llorando que la abuela estaba dura en la cama, es decir muerta.

Fuimos todos, hasta Betina en la silla de ruedas. Encontramos a tía Nené sentada en el sofá de la sala con la abuela sobre la falda sollozando que mamá es mía... mamá es mía.. mamá es mía...

Vinieron los dos hijos de abuela, hermanos de Nené y de mamá, también de Ingrazia y Danielito que ya saben quién es, y entre todos no podían arrancarle a la abuela de los brazos de tía Nené.

Uno tiraba para el norte, otro para el sur, otra para el este y otra para el oeste. Yo grité que la iban a romper igual que a mi muñeca Nené que me regaló don Sancho el esposo de Nené y aflojaron los tirones y los amarres filiales y como la abuela estaba dura rigurosamente durísima la pusieron en la cama y trabajosamente le cerraron los ojos porque los párpados parecían hojas secas, y resultó bastante ingrato mirar que ella ya no nos mirara, pero los finados no tienen que mirar y opinaron que llamarían a la funeraria para ponerla en el ataúd lo que hizo aullar a tía Nené: mamá es mía y no la voy a dejar encerrar ni enterrar...

Entonces llamaron a una enfermera que le aplicó un calmante, y la tía se durmió en el sofá con la boca abierta de la cual se le resbalaron dos dientes postizos que yo levanté del piso y tiré al inodoro.

Así vengaba las lagrimitas de Carina. Yo me divertía viendo cuando vino la pompa fúnebre y puso a la abuela en el ataúd. Ya la habían vestido de sudario y parecía una señorita viejísima. Asistieron vecinos y algunos parientes que yo no conocía.

A Betina la escondieron en el desván de las cosas inútiles para evitar papelones de cuetes de po y de pis.

La casita estaba repleta y servían café en tacitas a los concurrentes. En los velatorios, pocos son los que tristemente observan al difunto porque hablan y se ríen, tragan café y si hay algo masticable no le hacen asco.

En eso se despertó tía Nené y aullando como loba gritó lo que siempre gritaba apartando groseramente a los parientes y amigos que se acercaban a la abuela finiquitada, con es mía, es mía...

Y decía que se la dieran para llevarla al dormitorio porque era hora de su té. Cuando la tocó, gritó por qué la habían dejado desabrigada y fría, tan fría. Después gritó que le faltaban los dientes. Dejó de llorar por abuela y lloró por los dientes que tenían ganchillos de oro.

Fue a la cocina y trajo un calderillo con carbón para calentar a su madre, a la abuela, y lo colocó bajo el féretro porque nadie se animó a evitar tal actitud que empeoraría la tragicomedia. Cuando pienso pronuncio vocablos finos y cultos que se me niegan en la palabra hablada.

Faltaban algunas horas para trasladar a la difunta al cementerio y enterrarla, pero el calorcito del calderillo la iba inflando despacito y ya no estaba flaquita, estaba bastante repuesta y sonrosada aunque despedía olor desagradable. Un señor de la funeraria dijo que sacaran el calderillo porque el calor apresuraba la putrefacción y tía Nené le pegó una trompada al señor que rápidamente desapareció del escenario, mientras las moscas aparecían cantando en dirección a la durmiente,y tía Nené las espantaba con un abanico español que le había regalado don Sancho que fue el único pariente ausente. No sé si sería o no sería pariente. No vino. Mejor.

Ya el olor espesábase y muchos daban pésame y desaparecían mientras tía Nené peleaba a abanicazo limpio con las moscas trajeadas de azul verdoso y canciones angurrientas.

Los ojazos negro de vaca de tía Nené miraban a los pocos asistentes y la abuela engordaba. Tía Nené dijo: ¿ven qué repuesta está? La enfermera le aplicó un calmante y tía Nené volvió a caer en soponcio que aprovecharon los funebreros para poner la tapa del ataúd de la abuela y echar matamoscas para mejorar el ambiente.

Tía Nené despabilada quería ver a su madre pero ya la habían tapado y entonces se tiró al piso y golpeándose la cabeza contras las tablas insistía. Un sacerdote pidió que por ser hija tan fiel merecía el favor. Corrieron apenitas la tapa y tía Nené gritaba que la habían cambiado, que ésa no era la cara de su querida mamá sino la cara de un sapo. La enfermera volvió a dormirla.

Cuando llegó la hora de trasladar al sapo-abuela al cementerio, tía Nené fue al fondo de la casita y dijo: mamá, ya se llevan al sapo, ya podés salir.

(De “Las primas”, op. cit.).

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De la serie “Marchi en pequeño”, de José Marchi.