Adiós a las ollas

Mónica M. Brasca

Hace tiempo que vengo observando un fenómeno que, si me tomara el trabajo de formular en un planteo, desarrollo y resolución, bien podría transformarse en una teoría. Se trata de la relación más que directa entre la renuncia indeclinable de una mujer a hacerse cargo de alimentar a su familia y no me refiero aquí a mantenerla económicamente, sino de proveerles un rico plato de comida con la lenta (o acelerada) destrucción del vínculo familiar.

Sé que suena muy drástico, pero mi hipótesis está sólidamente respaldada por la evidencia de innumerables declaraciones individuales de guerra, cacerolazos más silenciosos que los de Plaza de Mayo, pero tan contundentes como éstos y de consecuencias más que previsibles. Lo he comprobado a través de varios trabajos de campo, de confesiones inesperadas, de involuntarios estudios de casos de los que fui testigo durante años, o de comentarios fugaces pero abundantes en detalles de alguna futura ex esposa que me abrió su corazón y me tomó como analista ad honorem.

La cosa empieza temprano en la relación de pareja: los novios en proceso de seducción recurren a rosas, bombones y peluches, mientras que las enamoradas sacan de la galera una tarta de manzanas, un turrón de chocolate o una pizza casera, hasta ahí una verdad evidente que no requiere demostración. Pero el problema se suscita con los años: cuando nadie espera que el marido en estado de añejamiento aparezca con un ramo de flores, en cambio sí se espera de ella que continúe cocinando, todos los días y varias veces por día, para un público desagradecido que seguramente fue en aumento y se diversificó en gustos y exigencias.

En los matrimonios condenados al final, salvando algunos detalles, el proceso es similar en la mayoría de los casos: con las primeras desilusiones empieza el maltrato casi imperceptible que se va haciendo hábito, como un musgo pegajoso que se adhiere a las paredes de una casa abandonada. Después, como consecuencia, suele llegar la infidelidad, que a veces es correspondida, a veces perdonada, pero que siempre deja huellas imborrables. Pero, pase lo que pase, cualquiera sean los matices del deterioro en las relaciones, lo que muchas veces define la situación es un fenómeno de sublevación lento y poco mediático, pero muy difundido últimamente: la rebeldía de una esposa, de una madre que decide dejar de cocinar. Es lo último que se espera de ella, la peor de las traiciones, la venganza más efectiva y silenciosa de la que echa mano como último recurso.

Hay que reconocer que algunas mujeres pioneras en el arte de no desperdiciar el tiempo no renuncian, sino que nunca llegan a asumir el papel de cocineras y se dedican a amortizar el microondas calentando bandejas de rotisería. Otras, más astutas, sorprenden dos o tres veces en su carrera matrimonial con algún intento aislado de alto impacto, esfuerzo que, por inesperado, resulta inolvidablemente efectivo y rendidor. Pero de las otras, de las que fueron reinas absolutas de sus dominios y que lentamente llegaron a la desilusión de sentirse dominadas por las demandas, he escuchado declaraciones tan rimbombantes como éstas: “Tengo en venta mi cocina, mis ollas y mis libros de arte culinario”, fue el gracioso anuncio de una lady que alguna vez fue brillante anfitriona de los colegas y amigos de un orgulloso pero cíclicamente infiel marido.

“No cocino más”, fue la declaración de independencia de una madre de cinco hijos que tuvieron que optar, resignados, por aprender a hervir fideos y agregarles un poco de manteca.

“A mí no me cuenten, no tengo hambre”, fue quizás el más desconcertante anuncio de una mujer, mientras se retiraba a dormir un domingo a la noche dejando boquiabiertos, hambrientos y desorientados a dos hijos adolescentes y un esposo, quien no tardó en buscar otros horizontes y en engordar 13 kilos en otros brazos. Años después, ya embarcada en el camino sin retorno de la “liberación”, se encontró cocinando ñoquis a medianoche para desconocidos, pero eso sí, dispuestos a pagar por su trabajo en un restorán.

Algunas amigas tienen registrado como síntoma de la locura en la que estaban cayendo el recuerdo de una madrugada en la que se levantaron a cocinar alfajorcitos de maicena o el loco emprendimiento de hacer tarteletas, en lugar de limitarse a rellenar las compradas. Generosas, para evitar que sus congéneres caigan en la misma trampa, propagan su testimonio dondequiera que las escuchen y relatan éste y otros episodios que ahora consideran llamadas de alerta y que alguna vez malinterpretaron como muestras de abnegación y de altruismo entre amigas, vecinas y allegadas que se muestren receptivas a evitar el contagio.

También me llegaron a través de terceros historias protagonizadas por mujeres de las que nunca se diría que atraviesan semejante drama, con sutiles variantes que no vienen al caso, pero que tuvieron un mismo final: adiós a la esclavitud de la cocina, basta de alimentar cuatro veces por día, nada de prever innumerables detalles, de las visitas diarias al súper para que no falte nada, de intercambiar recetas con la tía, de consumir programas de cocina por televisión y, por sobre todas las cosas, de dedicar horas y horas a la elaboración de un plato que ingratos familiares y amigos hacen desaparecer en cinco minutos y sin culpa, como si se tratara de un irrenunciable derecho merecidamente adquirido.

En síntesis, a través de los años, recopilé sin darme cuenta sagas de mujeres que cambiaron el ajetreo de ollas, frascos y frasquitos, la destreza de la técnica y el olor a comida casera por heladeras tapizadas de imanes con números de pizzerías, heladerías y afines que los hijos graban en la memoria del teléfono y que marcan tan seguido que los recepcionistas les reconocen la voz.

No pasa nada grave, no. Nadie muere de inanición, absolutamente nadie. Los maridos se quejan resignadamente por disponer de ocho metros de mesada para abrir paquetes de sandwichería; los hijos se preguntan atónitos cuál será el plato fuerte, ante un despliegue de recicladas sobras del mediodía y los cadetes de los deliveries terminan siendo de la familia. A lo sumo, una úlcera por tanta comida exprés, un recorte en el presupuesto (lo que antes se destinaba a discos y libros ahora se desvía a lograr la supervivencia). Pero, convengamos, algo intangible se pierde para siempre: el nutritivo encanto de comer algo preparado con ternura exclusivamente para la familia, el mimo incluido en la elaboración propia, el tiempo dedicado a agasajar a los demás y, por sobre todo, el poder convocante de reunir a seres queridos alrededor de una mesa.

Por eso, sugiero al marido que detecta el desgano o la rebeldía de la esposa ante la tiranía de la cocina que pare las antenas, que revise sus conductas, que todavía está a tiempo. No propongo volver a la hazaña de amasar tallarines los domingos (aunque confieso que me llena de orgullo que mi hija decida hacerlo espontáneamente y con tanto cariño y destreza), pero a las esposas, sobre todo si son mamás, les recomiendo que de vez en cuando inviertan energías en buñuelos de banana una tarde de lluvia, o al menos en una torta de cajita; además de la inmediata recompensa de ver a los hijos sentirse homenajeados, halagados es decir, amados se asegurarán para siempre la supervivencia de su recuerdo. O acaso, ¿hay algo más inolvidable que los aromas y sabores de nuestra cocina de la infancia?

Adiós a las ollas

Las esposas y madres deberían volver a la hazaña de cocinar buñuelos una tarde de lluvia, ya que no hay nada más inolvidable que los sabores y aromas de la cocina de la infancia.

foto: archivo el litoral