destinos

Un lugar tradicional de contacto con la tierra

Un lugar tradicional de contacto con la tierra

Marcelino Escalada Baldéz nació el 22 de julio de 1837, en el pueblo de Soriano, en la actual República Oriental del Uruguay. Era hijo de José Marcelino Escalada Gadea y María Eulalia Baldéz Brown. El 6 de marzo de 1861 contrae matrimonio con Lastenia Pujol González, quien había nacido el 21 de mayo de 1845, en la -también oriental- localidad de Mercedes.

Este Marcelino de la zaga Escalada se desempeñó como tesorero del Ejército de Urquiza, y fue proveedor de Ejércitos durante la Guerra del Paraguay y durante la Conquista del Desierto.

De su matrimonio nacieron seis hijos: María Lastenia, Marcelino, Florencio Héctor, Miguel, Corina y María Eulalia.

Como consecuencia de sus tratos con el general Urquiza y posteriormente con los generales Mitre y Roca, obtiene tierras en la zona, y funda el pueblo que llevaría el nombre de Villa Lastenia -en honor de su esposa- y da origen a la estancia, que llevaría el nombre “La Corina”, en referencia a una de sus hijas.

Uno de sus hijos, Miguel, fue ingeniero, recibido en Europa, y se desempeñó en diversos cargos públicos tales como administrador de la Defensa Agrícola, subsecretario del Ministerio del Interior, y cónsul general en Génova, lugar donde fallece en 1918. Se destacó, además, pos sus dotes como poeta.

Miguel, cuyo nombre lleva un poblado próximo a Marcelino Escalada, se casó el 10 de diciembre de 1900, en Santa Fe, con Laura Iriondo Iturraspe, hija de Agustín Jerónimo Iriondo Candioti y Vicenta Iturraspe Freyre.

Fue Miguel el responsable de la construcción de la casa del casco, en el año 1894.

LA CONSTRUCCIÓN

Lo primero que sorprende, tras atravesar una muralla de verdes ligustrinas, es la escala de la construcción, inusual para la zona, rodeada de arboledas por todas partes, distribuidas de manera tal que el casco de “La Corina” queda envuelto por el follaje de diferentes variedades forestales.

Paredes anchas, con un primer piso medio entrado sobre el nivel de la tierra, con carpinterías de calidad, bien conservadas a pesar de los años, esta destinado a depósito para guardado de herramientas y materiales de labranza. Y se conecta por medio de un desnivel con el resto de la zona de servicio ubicada en el subsuelo.

Se sabe que los asentamientos de la construcción fueron hechos en barro, extraído de las proximidades del Saladillo.

Se utilizó mano de obra local, de Rosario y Santa Fe; la compañía Sachier fue la responsable de las trabajadas aberturas y proveedora de algunos materiales, como la pieza íntegra de mármol de Carrara que conforma el aljibe de la galería norte, que fue traída de Francia.

A la casona puede accederse por sus escalinatas tanto del ala norte o sur, bien diferentes entre sí, una recta y otra más importante y en forma de abanico, por las que se accede a las galerías norte y sur respectivamente, ambas flanqueadas por señoriales balaustradas, detalle singular de las construcciones francesas de la época.

Así accedemos a la parte social de la casa, que cuenta con un living comedor de grandes dimensiones, seguido de una sala con biblioteca y escritorio que antecede a otra sala de estar, desde donde se puede llegar mediante una escalera al mirador, la habitación más alta de la casa, coronada por su techo a 8 aguas, con sus balcones de alineados balaustres hacia las cuatro direcciones y desde donde pueden verse los más sublimes atardeceres en medio del paisaje campestre.

La fachada oeste, de un solo nivel, era antiguamente la zona de servicio, despensa, comedor y residencia del capataz de la estancia, y aún conserva la campana con la que se llamaba a los peones al mediodía para la hora del almuerzo.

El ala de la cocina, ubicada junto a la galería sur, tiene sobre sí un altillo -utilizado antiguamente como granero-, al que se accede por una escalera caracol ubicada en el jardín de invierno.

Los pisos cerámicos -en damero- de las habitaciones interiores conservan la inaudita frescura de los ambientes, donde la inteligente ventilación corrida, que poseen la totalidad de las dependencias de la casa, hace frente a los ardientes veranos en el campo santafesino.

Los cielorrasos de bovedillas, con tirantería de madera de lapacho de la zona, estaban cubiertos con pesados ladrillos de barro a modo de aislación térmica, bajo la cubierta de zinc a diferentes aguas, algunos de los cuales debieron ser retirados hace unos pocos años para reemplazar parte de la tirantería que había cedido con el tiempo.

Los avances tecnológicos fueron dando lugar a las modificaciones propias de la época y plasmaron las comodidades aún en las zonas rurales, donde se incorporaron baños interiores anexos a las habitaciones y la vieja cocina a leña, que aún perdura, tiene a su lado una implacable cocina de acero inoxidable a gas.

Las lindísimas luminarias de hierro, que antiguamente funcionaran a aceite, dieron paso a su electrificación, conservando -sin embargo- el estigma de otros tiempos, que no compite en absoluto con la decoración señorial del interior de la estancia.

UNA NUEVA ETAPA

Pasado algún tiempo, los hijos del ingeniero Escalada la venden a la Compañía Inglesa Kemerich y en el año 1920 la compra en un remate don Salvador Damiani, junto a su socio Testoni. Eran, entonces, 12.000 hectáreas.

Salvador Damiani, italiano, destacado hombre de trabajo, quien fuera muy conocido en el departamento Vera, donde poseía obrajes en el FCSF y donde se instalara por el año 1910, estaba casado con doña Matilde Racine, argentina, hija de un conocido hacendado de los departamentos La Capital y San Justo, descendiente de suizos-franceses, le compra a su socio la totalidad de las tierras en el año 1928.

En 1930 fallece don Salvador Damiani, y don Salvador Damiani hijo, el menor de los seis hermanos, queda -contando con 22 años- al frente de la administración de la “Sociedad Anónima Damiani Limitada”, la cual fuera fundada por su padre en el año 1924 y que se disolverá en 1939, en que cada uno de los 6 hermanos se hizo cargo de la parte que le correspondía de la sucesión.

En 1935, Salvador se casa con doña Inés Diambri, hija de un conocido y prestigioso hogar de Jobson (Vera), de cuyo matrimonio nacen Liliana, Salvador y María Inés. “La Corina” se convierte en su residencia y lugar de vida.

Salvador supo llevar al máximo esplendor este establecimiento agrícolo-ganadero como un hombre bien capacitado y enamorado de las cosas del campo, valores que supo transmitir a sus hijos y nietos.

Al fallecer, la casona y parte de las tierras aledañas pasan a manos de su actual propietaria, María Inés Damiani de Passadore, quien junto a dos de sus hijos, llevan adelante hasta hoy la administración del establecimiento.

Fuentes:

- http://www.genealogiafamiliar.net/index.php

- Familia Passadore

- Arq. Corina Passadore

- Fotografías: Sebastián Giorsino

En esta nueva entrega de Arquitectura Rural, historia, patrimonio, turismo, una recorrida por la Estancia “La Corina”, ubicada en Marcelino Escalada, departamento San Justo.TEXTOS. ARQ. CRISTINA GALETTI.

2.jpg

Un follaje de diferentes especies forestales rodea el casco de “La Corina”.

Perfil de dirigente

Salvador Damiani había nacido en la ciudad de Santa Fe el 5 de junio de 1913, y realizó estudios de especialización agropecuaria en la, por entonces, escuela de Casilda.

Ingresó al radicalismo siendo muy joven y al fallecer, el 25 de marzo de 1982, era delegado al Comité Nacional del partido. Fue, también, presidente del Comité Provincial. Su actuación se desarrolló en la capital provincial y en el departamento San Justo.

En varias oportunidades se desempeñó como diputado provincial y nacional, llegando a presidir la Comisión de Agricultura y Ganadería de la Cámara de Diputados de la Nación. También fue presidente de la Sociedad Rural de Santa Fe y fundador de la Sociedad Rural de San Justo.

3.jpg

Una de las escalinatas por las que se accede a la amplia casona.

4.jpg

Una imagen antigua del casco. foto de 1930.

5.jpg

La fachada de la imponente construcción, cuya escala es inusual para la zona.

7.jpg

Las Taperitas

En la nota “Una posta en el camino hacia el Alto Perú, dedicada a la estancia “Las Taperitas” -publicada en la edición del sábado 18 de julio- se deslizó un involuntario error. Una de las fotos dice que el casco fue construido en 1884, pero la imagen no corresponde con el casco original, sino con el edificio que se erigió en 1932. Ahora sí, esta foto que adjuntamos es de la construcción del siglo XIX.

MIS VERANOS EN LA ESTANCIA

Creo que ni mis hermanos ni yo, podemos decir que no hemos pasado momentos memorables y entrañables durante nuestros veranos en La Corina. La casa, gigante como un castillo, era de por sí toda una aventura para nosotros. Miles de lugares ya en desuso, se convertían en nuestros mejores escondites.

Mis hermanos -todos ellos varones- amaban formar parte de la rutina de la peonada, compartir sus costumbres, aprender sus querencias, salir a caballo con ellos y hasta comer en sus aposentos.

A mí, en cambio, como la menor de las nietas mujeres y consentida de mi abuela Inés, me esperaban mañanas en la cocina, viendo las habilidosas manos de mi abuela preparar con gran dedicación la masa para los tallarines o los exquisitos aromas del arroz con leche, que nunca logré igualar, a pesar de que conservo sus cuadernos con recetas de su puño y letra.

Acompañarla a la quinta a buscar limones, podar las plantas con un afán de jardinero experto que, in dudas, heredó mi madre y no yo; plantar conejitos y yerberas en los canteros que rodeaban la casa, o sentarme con ella en su máquina de coser, eran para mí hazañas inigualables.

Al mediodía toda la familia, incluido mi abuelo cuando estaba en la estancia, se reunía en la piscina; todos excepto mi abuela, a quien nunca vi en traje de baño. Ella hacía su esperada aparición triunfal por el balcón de la cocina y nos anunciaba que ya estaba listo el almuerzo. Entonces la comida era una ceremonia, una fiesta.

Recuerdo, hoy agradecida, cómo insistían los adultos con los modales en la mesa; la campanita de mi abuela (que todos los nietos nos peleábamos por hacer sonar), llamando a la cocinera que aparecía impávida con una enorme bandeja con la comida. Las servilletas en las faldas, los codos fuera de la mesa y mi tía Kika comiendo la entrada cuando ya todos estábamos terminando el postre.

Las largas sobremesas con historias de los antepasados derivaban en una inevitable siesta campestre que, por supuesto, también obligaba a los chicos, pero de las que éramos expertos en escapar.

Las tardes a caballo, subida a una petisa de la cual me caí incontables veces, atada a los gigantes eucaliptos al pie de los que hacíamos chozas y jugábamos a los indios que otrora hicieron estragos en la zona, forman parte de mi memoria imborrable.

Las navidades en familia, armar el arbolito con guirnaldas de colores, y la imagen de mi abuelo Pepe en la galería, arreglando con santa paciencia las lucecitas que se quemaban cada año.

Los días de lluvia, donde para ir al pueblo a hacer las compras sólo se podía salir en jardinera o en el “breque”, como en la época colonial, a pesar de que estábamos en los “80.

Los asados de los domingos bajo la pérgola de jazmines, donde mi abuelo adoraba comer y era realmente encantador, a pesar de tener que sacar del plato las hormigas que caían de la tupida y perfumada enredadera.

Tal vez me esté ganando la nostalgia, pero la verdad es que hoy, a los 36 años y con muchos lugares conocidos, quisiera que mis hijos puedan vivir, lejos de la tecnología y de la “play station”, aunque más no sea un sólo verano, multitudinario y campestre, como los muchos que yo tuve en mi infancia en esta querida estancia.

Arquitecta Corina Passadore

6.jpg

una de las inolvidables imágenes que conserva Corina Passadore de sus veranos en la estancia.