El peronismo y la prensa (II)

La clausura del diario La Prensa

Rogelio Alaniz

En los años setenta, los peronistas de izquierda (si es que podemos permitirnos esa licencia lingüística) justificaban la expropiación del diario La Prensa diciendo que se trataba de un diario oligárquico. Según ellos, quitarle el diario a los Gainza Paz y entregárselo a la CGT confirmaba el carácter nacional y popular de la revolución peronista.

Los muchachos reproducían con su lenguaje adolescente lo que Raúl Alejandro Apold, que jamás pretendió considerarse de izquierda, escribió con su puño y letra; “La Prensa es un diario coloquial en sus aspiraciones y antiargentino en su inspiración. Resume su doctrina en pocas palabras: defensa del privilegio a todo trance, negación de los derechos legítimos del pueblo, política enderezada hacia la entrega del patrimonio argentino a intereses extraños”. Con semejantes consideraciones, provenientes de un personaje que en estos temas no embromaba, está claro que las horas del diario de los Gainza Paz estaban contadas.

La leyenda cuenta que en esos días, John William Cooke se reunió con Eva Perón y le intentó explicar que cerrar un diario para transformar la estructura del país es un acto revolucionario, pero cerrar un diario para mantener el status quo es la obra de un dictador. Cooke pretendía diferenciarse de Apold, aunque como suele suceder en estos casos, la fuerza de la razón estaba del lado del poderoso secretario de Información Pública. Se dice que Evita lo escuchó a Cooke y es probable que no haya entendido del todo su disquisición ideológica.

Digamos que en aquellos años, los jefes del peronismo no se preocupaban demasiado por las sutilezas que desvelaban a Cooke. Sin ir más lejos, el 17 de octubre de 1945 un grupo de nacionalistas se dirigieron por Avenida de Mayo con el objetivo de quemar la sede del diario Crítica. Hubo un tiroteo, varios heridos y un muerto. Los manifestantes actuaron con absoluta impunidad, protegidos por una policía que terminó encarcelando a los periodistas que trabajaban en el diario. De aquí en más ése será el comportamiento de la fuerza pública ante los desbordes del poder: proteger a los agresores y sancionar a las víctimas.

La Prensa era un diario liberal y conservador. Si las calificaciones merecen alguna actualidad bien podría decirse que era un diario de derecha, pero una derecha que había enfrentado al fascismo. Cuando el peronismo llega al poder, es el diario que cuenta con más lectores. Su llegada al gran público triplicaba a la de los otros diarios y muy en particular a la de los oficialistas. Semejante éxito editorial el peronismo no lo podía permitir.

Supuestamente, el diario fue expropiado porque era de derecha, pero el mismo método confiscatorio y persecutorio se aplicó contra La Vanguardia que era socialista o contra los diarios comunistas La Hora y Orientación. En realidad, el peronismo no perseguía a los diarios porque fueran de derecha o de izquierda, los perseguía porque eran diarios.

Según las teorizaciones de Apold, la noticia debía ser “construida”. La Secretaría de Información Pública era la responsable de realizar ese proceso “constructivo” al que debían adherir periodistas y propietarios de diarios. Los medios que no acataban esta persuasiva información eran considerados enemigos de la patria. El discurso en su contra podía ser de derecha o de izquierda, pero el objetivo era siempre el mismo.

Al diario La Vanguardia lo sometieron a inspecciones de todo tipo. Finalmente, decidieron clausurar la imprenta donde se editaba con un curioso argumento: ruidos molestos. Al diario se lo siguió imprimiendo en imprentas cada vez más precarias, pero el control y la asfixia económica lo redujeron a su mínima expresión. Finalmente, como frutilla del postre, una banda de fascinerosos procedió a quemar la Casa del Pueblo, la sanción que se le aplicó al Partido Socialista y a su diario por su oposición al régimen.

Los padres ideológicos de Ernesto Laclau justificaron estos atropellos en nombre de la revolución nacional en marcha y del carácter cipayo y amarillo del socialismo argentino. La misma calificación merecían los diarios comunistas y el diario la Protesta de filiación anarquista. La excepción a esa norma de hierro la expresaban los dirigentes opositores que accedían a reconocer las formidables transformaciones llevadas a cabo por el Líder. Dickman, por ejemplo, fue considerado un gran socialista por el propio Perón después de que fue expulsado de su partido por colaboracionista, una palabra que anticipaba a la que hoy conocemos como transversal.

Con el diario La Prensa, la batalla para liquidarlo obligó a coordinar acciones de diferente tipo. En 1944, el diario estuvo cinco días sin salir a la calle por haber publicado informaciones que para el presidente Farrell eran lesivas a la seguridad nacional.

Un día antes de las elecciones de febrero de 1946 un decreto incluye al papel en la represión al agio. Con este instrumento legal, el peronismo dispondrá de los recursos necesarios para asfixiar a las publicaciones opositoras.

En 1948, un fallo le exige a La Prensa pagar los derechos aduaneros del papel empleado en la impresión de avisos. La multa es multimillonaria porque incluye un período de diez años.

El decreto era inconstitucional, violentaba toda la normativa existente, pero esas minucias a los peronistas de entonces no le hacían perder el sueño. Para esa misma fecha La Prensa es retirada del registro nacional de importadores, motivo por el cual las posibilidades de adquirir papel en el mercado internacional se reducen.

Cuando se constituye la comisión bicameral, integrada por Visca y su secretario Decker, la ofensiva contra el diario se acelera. El propio Visca luego se jactará de ello. El discípulo de Fresco recordará cuando descubrió que La Prensa había recibido un crédito de 216 millones de pesos del Banco Provincia de Buenos Aires para comprar una rotativa. El gerente del Banco fue exonerado del cargo. Se llamaba Arturo Jauretche.

Como al diario no se le podía torcer el brazo por la vía de las inspecciones, se procedió a implementar diferentes provocaciones. Un discurso de Perón contra los diarios fue el pretexto del que se valieron sus seguidores para salir a la calle con pegatinas reclamando el cierre de La Prensa.

Finalmente, el peronismo recurrió a su última carta, o a su penúltima: la movilización sindical. En este caso, el trabajo sucio estuvo a cargo del Sindicato de Vendedores de Diarios. Como para que ninguna perla falte al collar, al frente de la sede del diario se levantó un original diario oral que se valía de altoparlantes para lanzar proclamas contra el periodismo opositor.

La movilización de vendedores de diarios se propuso bloquear la salida de La Prensa. En la última semana de enero de 1951, los manifestantes no dejaron entrar al personal a trabajar. Periodistas y gráficos merodean por los alrededores mientras la policía se ocupa de impedirles que se concentren para expresar su disconformidad.

No es para menos. Se trata de 1.300 trabajadores que por un motivo o por otro no quieren perder sus puestos de trabajo.

Se suceden algunas escenas de violencia. Abundan los insultos y luego los disparos de armas de fuego. Roberto Nuñez, un obrero de expedición es muerto de un balazo. Un humilde trabajador gráfico pagó con su vida el cierre del supuesto diario oligárquico. La maniobra de pinzas llega a su fin. En el Congreso se constituye una Segunda Comisión Bicameral presidida por Alberto Durand. Finalmente, el diario La Prensa es expropiado y entregado a la CGT. Alberto Gainza Paz se exilia. El New York Times publica una nota con el siguiente título: “El atraco a uno de los grandes diarios del mundo”. Remilgos de los imperialistas, dirán los peronistas locales. Mientras tanto, los lectores de La Prensa se desplazan hacia un tabloide de escaso tiraje fundado en 1945. Se llama Clarín. Lo demás ya es historia contemporánea.

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El histórico edificio del diario La Prensa en el que hoy funciona la Casa de la Cultura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Foto: Archivo El Litoral