La vuelta al mundo

La Iglesia Católica y el desafío de la pedofilia

Rogelio Alaniz

Es probable que los numerosos adversarios que tiene la Iglesia Católica disfruten o pretendan obtener beneficios por el escándalo de los sacerdotes pedófilos, pero también es probable que la Iglesia, o un núcleo importante de sus autoridades, haya intentado ocultar o disimular el problema; o crean que se trata de una conspiración externa y no de una crisis profunda que compromete valores y prácticas y pone en juego la credibilidad de la institución en una de sus zonas más sensibles, como es la infancia o, para ser más precisos, la confianza de los padres que entregan a sus hijos para que sean educados por los curas en las verdades del Evangelio.

Me consta que hay muchos sacerdotes preocupados por el tema, empezando por el Papa, quien ha pedido perdón a las víctimas de los abusos sexuales y ha condenado con duras palabras a quienes “han traicionado una confianza sagrada y han provocado vergüenza y deshonra a sus hermanos”. Importantes obispos se han pronunciado en la misma línea. El obispo Ad van Luyn, de Rotterdam, ha organizado la Fundación Ayuda y Justicia, destinada a registrar las denuncias de las víctimas de la pedofilia. En la misa línea el cardenal de Viena, Christoph Schonborn, ha designado a una mujer, Waltraud Klasnic, para abrir las investigaciones del caso. Por su parte, el prestigioso cardenal Carlo María Martini ha sostenido, con relación a este tema, que “la obligación del celibato debe repensarse” y que “ la Iglesia debe tener el valor de reformarse”.

Así como pueden citarse numerosos ejemplos de sacerdotes y teólogos que han actuado no sólo de acuerdo con sus conciencias, sino respetando las leyes porque -no hay que olvidarlo- la pedofilia es un delito por el que se debe responder. En primer lugar, ante los tribunales de los hombres no se puede desconocer que han existido muchos casos en los que por razones corporativas o económicas se ha protegido a los violadores, y más grave aún, se los ha trasladado a otro lugar, acciones que evidencian que de manera consciente se ha expuesto a comunidades y niños a la lujuria o la lascivia de abusadores.

Tampoco se puede reducir el tema a una anécdota menor o banalizarlo a través del argumento de que en todas partes hay violadores. Quiero creer que la inmensa mayoría de los sacerdotes es fiel al Evangelio y a las leyes, pero de lo que no hay dudas es de que existe una minoría, y me atrevería a decir que una importante minoría, que practica la pedofilia. Puede que algunos medren con los escándalos, puede que abogados inescrupulosos alienten los juicios para enriquecerse, pero lo que no se puede desconocer es que, más allá de las buenas o malas intenciones, el escándalo existe, no es un invento de la prensa y que la mejor manera de silenciar las voces críticas -y también las voces nacidas de la mala fe- es con la verdad, el arrepentimiento y las sanciones penales a los responsables.

Por otra parte, no es justo ni digno para la Iglesia que algunos de sus defensores consideren que lo que le sucede a la institución no es diferente de lo que le ocurre a cualquier otra institución en el mundo. Resulta paradójico y hasta incoherente que quienes han hecho de la crítica al relativismo moral uno de los fundamentos de su prédica acudan justamente a esta suerte de excusa para justificar lo injustificable. “Si la iglesia fuera solamente una institución, yo no sería sacerdote”, me dijo un día un cura amigo. Es verdad. Por lo menos es una verdad que todo católico debe defender: la Iglesia es, debe ser, mucho más que una institución.

Digo más: no sólo es una institución, sino que es una institución que se atribuye un rol de guía moral, particularmente en temas sexuales. Recordemos que desde la prohibición del preservativo al aborto, desde la condena de la homosexualidad a los desórdenes sexuales, incluidas las relaciones prematrimoniales, la Iglesia no se ha privado de dar su opinión y, en más de un caso, lo ha hecho sabiendo que su prédica va a contramano de las ideas dominantes en el siglo XXI.

Porque esto es así es que resulta particularmente llamativo que en el interior de la institución se observen estos reiterados episodios que, insisto, no sólo son la manifestación de “un desorden moral”, sino que, en primer lugar, son delitos que se pagan con la cárcel. Habría que agregar que se puede entender que existan curas pedófilos -entender, no disculpar-, pero lo inadmisible es que se los haya protegido en nombre de una equivocada solidaridad corporativa.

“Yo no me voy a escandalizar por las picardías de un curita”, dicen que dijo Juan Manuel de Rosas cuando le vinieron con el cuento de que un sacerdote se había fugado con una de las niñas de la sociedad porteña. Tampoco hoy deberíamos escandalizarnos porque algún cura se enamore de una mujer o de un hombre, pero, cuando el tema compromete a niños menores de edad, más que escandalizarse hay que reclamar que se aplique la ley.

No soy creyente, pero soy de los que creen que a la Iglesia Católica hay que defenderla con inteligencia. Lo que no se puede, ni se debe, es defender lo indefendible, aquello que ni la moral ni la fe pueden aceptar. La estrategia de algunos intelectuales católicos de culpar a los laicos o a los enemigos históricos de la Iglesia respecto de lo sucedido es equivocada y torpe. Puedo admitir que la Iglesia sea uno de los fundamentos históricos de la cultura occidental; puedo admitir que su presencia es una garantía de paz; puedo admitir que el cristianismo es una barrera contra la barbarie; puedo admitir todo esto y mucho más, pero no es eso lo que se discute ahora, sino cuestiones más concretas y prácticas: ¿por qué el sacerdote tal violó a un niño? ¿Por qué un pedófilo confeso como Oliver O’Grady, culpable de la violación de más de cincuenta chicos, fue trasladado a Irlanda para seguir ejerciendo su ministerio sin que los irlandeses estuvieran informados acerca de la calaña moral del flamante curita?

Plantear la discusión en el plano ideológico o inspirada en visiones conspirativas no sólo es un error, sino una manera burda de eludir las imputaciones reales. A la Iglesia Católica hay que defenderla, pero defenderla bien, porque una mala defensa, además de funcionar como una coartada inaceptable, objetivamente les hará el juego a los supuestos enemigos de la Iglesia.

Por el contrario, soy de los que creen que la gravedad de la crisis obliga a indagar sobre las causas que la provocan. ¿Cómo es posible que un sacerdote cometa esta clase de delitos? ¿Cómo es posible que las denuncias circulen por todo el mundo, es decir, por Canadá, Irlanda, Estados Unidos, Italia, Alemania, Brasil y, por supuesto, la Argentina? ¿Intrigas de los laicos, conspiración de abogados desalmados? Todo puede ser, todo es opinable, pero lo que parece estar fuera de discusión es que la pedofilia en el interior de la Iglesia ha dejado de ser una anécdota.

“La verdad os hará libres”, dice el Evangelio. El principio vale para todos y en primer lugar para lglesia Católica. Esto lo sabe el Papa, lo saben los obispos y los cardenales, y lo saben los sacerdotes y creyentes que aman a su Iglesia. Es cierto que en “este mundo pecador” ninguna institución está exenta de pecados, pero la solución no es negarlos, desconocerlos, echarle la culpa a otros, sino asumirlos con coraje y humildad, sobre todo cuando los pecados son delitos.

Yo no estoy en condiciones de decir que el celibato es el principal responsable de lo sucedido; sin embargo, sí estoy convencido de que la represión de la libido no es gratuita y de que, por un camino u otro, pero en general por un camino perverso, lo reprimido regresa. Esto está probado y lo que vale para cualquier hijo de vecino vale también para los curas.

Conversando con otro sacerdote amigo, me decía que él no pondría en discusión hoy el tema del celibato, “un don que exige ser vivido con gozo y plenitud”, pero sí cree que es indispensable modificar la educación en los seminarios, sacar a los seminaristas del encierro, asistirlos en sus dudas y sus angustias, ponerlos en contacto con el mundo real.

Estoy convencido de que la Iglesia Católica va a superar esta crisis porque, como le dijera en su momento el Papa a Napoleón, que lo amenazaba con liquidarla: “Puede hacerlo, pero desde ya le advierto que nosotros venimos intentando hacerlo desde hace casi dos mil años y no lo hemos logrado”.

La Iglesia Católica y el desafío de la pedofilia

Monseñor Juan Carlos Maccarone quien renunció a la titularidad de la diócesis de Santiago del Estero en agosto de 2005 por “conducta reñida con la función pastoral”.

Foto: Archivo El Litoral.