Crónica política

¿La hora de los Kirchner?

Rogelio Alaniz

De las fiestas populares se sabe que son multitudinarias. También se sabe que suelen estar bien organizadas y los gobiernos suelen gastar lo que no tienen para permitirle al pueblo que salga a la calle a festejar con la indisimulable ilusión de que esas manifestaciones son de amor incondicional hacia ellos. De estas fiestas, por último, se sabe que se olvidan pronto, que son fugaces como los amores de primavera.

Todas estas verdades son públicas e históricas. Todos parecieran conocerlas, menos los que efectivamente deberían conocerlas, es decir, los hombres que ejercen el poder. Lo sorprendente no es que se equivoquen, lo sorprendente es que disponiendo de todos los datos para saber qué ocurre con ese fervor popular, insistan en equivocarse, con lo que se demuestra que en política la experiencia no siempre cumple funciones docentes y que los titulares del poder suelen ser las personas más propensas a cometer el imperdonable pecado de entusiasmarse con la “maravillosa música del pueblo”.

La historia nos enseña que en determinadas fechas, el pueblo sale a la calle a festejar y sus razones -si es que hay razones- no siempre coinciden con las razones de los organizadores. Cuando esta verdad amarga se revela, los dirigentes se quejan de la ingratitud popular, un lamento innecesario ya que esas multitudes que salieron a la calle a festejar -por ejemplo el Bicentenario- en ningún momento dijeron -si es que pueden decir algo -que lo hacían para darle el apoyo a los gobernantes de turno.

En 1978, los diarios de entonces especulaban sobre la fortaleza del régimen de Videla y los canales de televisión mostraban el momento en que los dictadores festejaban como un hincha más los goles del seleccionado argentino contra Holanda. En ese instante, todo hacia suponer que los gobernantes se fundían con el pueblo y a nadie parecía importarle que esos gobernantes se llamaran Videla, Massera y Agosti. Durante semanas se comentaron estos acontecimientos y se reprodujeron las imágenes festivas que parecían unir en un abrazo inmortal a civiles y militares. Cuando las Juntas Militares fueron juzgadas por los tribunales de la democracia, Massera hizo uso de la palabra y le reprochó a la sociedad su conducta ingrata. Algo parecido dijo Galtieri, recordando a las multitudes que lo vitoreaban en Plaza de Mayo por haber decidido ocupar las islas Malvinas. Pobre Massera y pobre Galtieri.

En 1910, para las celebraciones del Centenario, los gobernantes de entonces también se asombraron de la respuesta de la gente a los festejos. Si bien la fiesta se celebró con estado de sitio y estrictos controles policiales, las fotos que nos llegan del pasado y los testimonios de los testigos, dan cuenta de la alegría de la gente. También entonces, junto con los desfiles y las funciones de gala en el teatro Colón, abundaron los bailes populares y las multitudes se volcaron a la calle para saludar a los gobernantes y a sus invitados.

La euforia y el boato no ocultaban que para 1910 el régimen conservador estaba llegando a su fin. Un fin honroso si se quiere, pero fin. En octubre de ese año, asumió la presidencia de la nación Roque Sáenz Peña e inició la reforma política más audaz de su tiempo. Un ala de los conservadores se opuso a esta reforma y le recordaron al presidente que la ley que pensaba promulgar sólo iba a acarrear desgracias y catástrofes. También le recordaban que el “execrable” régimen conservador había convocado multitudes en las calles y ello era una prueba de que, a pesar de todo, el pueblo los seguía apoyando. Palabras más palabras menos, los festejos de 1910 fueron la antesala de los grandes festejos populares de 1916, cuando las multitudes salieron a la calle para acompañar a Hipólito Yrigoyen hasta la Casa Rosada. “La chusma no agradece nada”, dijeron resentidos los grandes bonetes del régimen conservador. Y no se equivocan: la chusma no agradece, entre otras cosas porque no tiene nada que agradecer.

A decir verdad, algunos dirigentes del oficialismo han tratado de suavizar la mirada exitista de la fiesta del 25 de Mayo, pero más allá de esa prudencia, lo cierto es que el oficialismo ha vivido la jornada como una victoria política. Incluso, hizo todo lo posible para que así sea. Dividió donde creyó que era necesario dividir, concentró donde suponía que había que concentrar, excluyó a todos los que consideró que había que excluir y promovió un discurso en el que no hacía falta ser un experto en lingüística para advertir su tono sectario.

Por supuesto que todo estuvo bien organizado. Por supuesto. Los desfiles de las carrozas, las murgas, la animación digital, la participación de las estrellas de la canción popular, los fuegos artificiales. Por supuesto que la gente disfrutó de la jornada. Disfrutó y punto. Dentro de dos semanas, el 25 de Mayo que pasó será un evento lejano, un dato de la historia, un pálido recuerdo consumido por las sucesivas y caóticas imágenes que produce el universo mediático.

Si al gobierno le va bien o mal en el 2011, ello tendrá que ver no con el Bicentenario sino con su gestión, con los aciertos políticos, con los azares de la coyuntura y los ciclos económicos. Lo que es verdad es que los Kirchner organizaron bien la fiesta, como en su momento estuvo muy bien organizada la fiesta del Centenario. Todos los gobiernos, y mucho más los gobiernos con ciertos delirios de grandeza, se esmeran por organizar muy bien estas fiestas, entre otras cosas porque quieren creer que en realidad se están rindiendo honores a ellos mismos. “Vanidad de vanidades”, como dice el Evangelio. El pueblo festeja y se divierte, pero de allí a obtener dividendos políticos hay un largo trecho, el mismo que falta para llegar a octubre de 2011.

Aunque los Kirchner no terminan de tenerlo en claro, importa recordarles que no ha sido la fiesta del 25 de Mayo lo que ha mejorado el perfil del gobierno, sino una suma de factores sociales y económicos internos y externos. Los Kirchner están pasando por un buen momento político, las expectativas de la sociedad han mejorado en un porcentaje mínimo pero importante y, sobre todo, la oposición no logra o tiene muchas dificultades para presentar una alternativa superadora.

Hoy, los Kirchner están subidos a la cresta de la ola y traman hacia el futuro estrategias políticas que les permitan continuar en el poder. Están en su derecho a hacerlo, del mismo modo que la oposición tiene el derecho a hacer lo suyo. De todos modos, lo que el actual escenario demuestra es que los Kirchner siguen controlando las variables del poder político y económico. Los anuncios catastróficos hacia el futuro no se han cumplido y a juzgar por la tendencia de la economía es muy difícil que se cumplan. El poder de los Kirchner por lo tanto se ha consolidado y éste es un dato y un diagnóstico que no se puede desconocer.

De este gobierno pueden decirse muchas cosas, menos que no sepan manejar el poder. No son tontos. A diferencia de otros políticos, siempre tratan de ir por todo y como los buenos boxeadores cuando retroceden lo hacen pegando. Curiosamente, las virtudes que los adornan son al mismo tiempo sus vicios. Si yo fuera su asesor les diría que al principal enemigo que deben vigilar y controlar es a ellos mismos. Si los radicales saben controlar el poder pero cuando lo conquistan lo padecen, los peronistas, lo disfrutan, pero no saben administrar el éxito. Cada vez que les va bien elevan la apuesta y precipitan su propio derrumbe. Así le pasó a Perón, así le ocurrió a Menem y es muy posible que algo parecido le suceda a los Kirchner.

¿Casualidad, fatalidad? No lo creo. Sin pretender ser determinista diría que los Kirchner corren con la suerte de todos los gobernantes cuya visión del poder está atada a un destino personal. Esa visión primaria del poder, esa manera brutal y cínica de gestionar los conflictos, esa egolatría que los lleva a considerarse imprescindibles y ungidos por los dioses, es simultáneamente la clave de sus éxitos y la clave de sus derrotas. Es en este punto y no en otro en el que los peronistas parecer ser incorregibles. Liberal o estatista, clerical o anticlerical, derechista o izquierdista, el peronismo en todos estos tópicos ha demostrado una asombrosa flexibilidad, pero lo que lo transforma en un fenómeno singular de la política es una concepción del poder fundada en el conductor predestinado, en el ejercicio vertical de la autoridad, en el sometimiento impiadoso y a veces brutal de todas las otras mediaciones a ese único, exclusivo y excluyente objetivo de la política que se llama “poder”.

¿La hora de los Kirchner?

Vista panorámica del Camino del Bicentenario. La historia nos enseña que en determinadas fechas, el pueblo sale a la calle a festejar, y sus razones -si es que hay razones- no siempre coinciden con las razones de los organizadores.

Foto: Telam