Las aventuras del Señor de Palos

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“Imaginando al Superpalo”, foto de Enrique Butti y Luis Cetraro

Por Ever Román (*)

“El Superpalo”, de Humberto Bas . Editorial El Fracaso, Neuquén, 2010.

En una de las presentaciones de esta novela se leía el saludo de Martín Palermo, agradeciendo la publicación de El Superpalo, pues “por fin apareció otro héroe de madera”. Apócrifa o no (estamos en el reino de la ficción), la humorada clava sus dientes en lo medular de la novela: su héroe o superhéroe. El Superpalo, un colectivo de madera, un “héroe cachivache, subversivo, desfachatado”, como dijera Gonzalo Marrón, una entidad cuasimetafísica que logra aglutinar con su andar no sólo al pueblo de La Oliva, sino a los sueños individuales de cada lector.

En la obra Como Gustéis (As you like it) de William Shakespeare, está uno de los monólogos más famosos de la literatura universal, en el que el personaje Jaime dice que el mundo es un gran teatro, donde todos somos actores. Si tomamos al pie esta frase, para una lectura más apropiada de El Superpalo habría que agregar lo dicho por Calderón de la Barca en El Gran Teatro del Mundo: “No olvides que es comedia nuestra vida / y teatro de farsa el mundo todo”.

Shakespeare creó a lo largo de su vida tantos y tan vastos personajes que comparan su fertilidad con la Biblia. Puck y Yago, Otelo y Mercutio donaron sus rasgos a innumerables libros de innumerables autores. Humberto Bas también se relacionó con el dramaturgo inglés, pero en vez de recrear sus personajes y revestirlos con un armazón acorde a sus propósitos, les robó el alma (el soliloquio metafísico) para debatir con ellos cuestiones más terrenas. Y no se esmeró en varias obras para darle cabida al universo shakesperiano: se jugó todo en una sola novela.

Emparentada con la telenovela latinoamericana, los personajes de El Superpalo van sumergiéndose en rincones oscuros, mientras dejan emerger a otros, lo cual genera una trama en constante bifurcación, como una dialéctica al revés, sostenida por un esqueleto en forma de colectivo de madera cuyo nombre da título al libro. Este colectivo, como todo electrodoméstico, es construido, alcanza un clímax y luego se descompone. Junto con esta trama básica, la telaraña narrativa abarca el territorio de la Comarca de La Trapa (una versión del condado de Yoknapatawpha), en cuyas calles desfila una serie de personajes sumidos en soliloquios urgentes y perturbados, y con un deseo que impele a seguir un sendero a la vez telúrico y onírico: es decir, puramente erótico. La novela rebosa deseo: desean los personajes, desea el paisaje, e incluso desea el narrador.

El relato empieza presentando dos accesos a La Oliva. Nos cuenta el narrador que de una de las entradas a este pueblo se “ha escrito hasta el hartazgo”, por lo cual entraremos por la segunda, hasta el momento ignota; por tanto, La Oliva que él nos contará es exclusiva y única de él, porque él (y, junto con él, nosotros) tomará una puerta secundaria para entrar. Así de simple. ¿Por qué seguir escribiendo literatura, cuando ya se ha escrito tanto? Porque hay puertas secundarias, puertas traseras, cuyo franqueo ofrece una epifanía. Y lo único que necesitamos para entrar por allí es deseo.

El escenario principal es La Oliva, capital de la Comarca de la Trapa. Los habitantes son todos protagonistas principales. A cada uno le toca un momento para interpelar al lector con sus dramas, que son los dramas de la cultura humana: la pasión por procrear, los malestares del amor y los escarceos de la sexualidad; las vicisitudes de los celos, la imperiosidad del poder y las limitaciones de la aventura; los laberintos de los sueños, el salvajismo del dinero, las incógnitas de la amistad y la lealtad, y la virginidad absoluta.

El personaje más emblemático de El Superpalo es el Superpalo, un colectivo que llega vía importación siendo solamente chasis y motor. Le construyen entonces una carcasa de madera y lo pintan de verde. Y El Superpalo se convierte en una presencia fantasmal como el fantasma del padre del Príncipe Hamlet, y desde esa presencia va impulsando la vida de los pobladores de la Oliva al ritmo de sus caprichos. Pero en vez de ser un personaje lóbrego, que altera la oscuridad del corazón de la gente, es completamente luminoso: hace despertar desopilantes reflexiones en los que se cruzan con él, y no tolera la connivencia ni la maledicencia gratuita. Más bien, remueve las esencias para guiarlas hacia fines nobles. Con su nacimiento y muerte, marca los hitos de la novela.

En una de sus fantásticas premisas, Oscar Wilde dice: “En el arte todo importa salvo el tema”. Casi con esta máxima, el narrador deambula de un personaje a otro, posando en ellos una mirada entre compasiva y burlona, y así también pasa de un tema a otro, bailando, sin dejarse encorsetar. Casi con la premisa Wilde, porque al narrador le importa todo, incluso el tema. Los hechos que en otro libro serían triviales se superponen aquí en primer plano, como en un cuadro cubista. Macerado su deseo de contar, en el narrador rebasa una ambición felizmente cumplida: contando una historia nos explica el mundo.

Ya en el prólogo dice:

“Una crónica crónica no es sino la hesitación de un sentimiento, una prolongada incertidumbre hacia los rumbos... Una rebelión de los hechos hacia su aprehensión... Cronista y hecho se enfrentan en una doma”.

El libro está escrito contra la solemnidad, el gran lugar común del escritor, y también contra la artificiosidad banal que pasa usualmente por profunda. E intercede a favor del chismorreo, la verborrea poética, el encanto aventurero y la indignación política.

(*) (Escritor nacido en Mariscal Estigarribia, Chaco Paraguayo, 1981)

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Humberto Bas, escritor nacido en San Ignacio, Misiones en 1965, y residente desde hace más de 25 años en Neuquén.

Dos páginas de “El Superpalo”

Por Humberto Bas

En El Superpalo se sentía la preocupación, pero nadie piaba. Aprisionaba en el pecho un quebranto que más pesaba cuando menos se lo nombraba. Y ya no daba para los circunloquios y los retaceos de tema; sabían agrios los comentarios sencillos que antes parecían graciosos..., mire usted aquel tordillito, vecina..., va pintando para parejero, y la vecina por respeto acepta el comentario sin preguntar qué es un tordillito, en qué se diferencia de un potrillito, qué es eso de parejero; y en aras de mantener el rumor tibio que era viajar bajo el cielo de paja que era el techo del Súper, busca retribuir la atención del vecino con algún otro comentario simple y gratuito como..., mira en lontananzas buscando un tema en compensación, y descubre tantas cosas, como los girasoles que ablucionaban hacia el poniente, y mientras piensa el modo de réplica al discurso ajeno, piensa si sería correcto decirle a un paisano que hablaba de parejeros, tordillos y potrillos, en términos tan estirados como eso de ablucionaban, y para no caer en la incomprensión ni parecer pedante, busca la alternativa expresiva, y en el mismo acto siente caer en la demagogia campechana, en ese mimetismo infantil que subestima al interlocutor, como si sólo una estuviera en condiciones de comprender al otro en su más plena manera de expresarse, pero que una en cambio debía estar ensayando poses verbales, pensar el diálogo didácticamente, dando a suponer que el mundo de representación de una es inaccesible a los comunes; y para no irse en esas derivas, se busca otra cosa, los eucaliptos alineados en ese cerrado orden de las marchas militares, que con el colectivo marchando, parecían gigantes soldados de verde marchando a pecho gentil y cabeza erguida en retrogradación; pero se descubría, se descubre entonces que no era, que no es sólo el lenguaje o la terminología el problema, sino la manera de componer el horizonte, la elección de los objetos de nuestra atención, el rebusque de lo sutil o de lo concreto, de lo parecido o de lo distinto lo que complica la comunicación con el hombre que seguía embelesado en el tordillo, el tordillito hipante que parecía confundir a su madre con el Superpalo porque iba galopando a la par del colectivo, relinchándolo como si no fuera un caballo completo, sino una cruza canina, un cuzquito travieso y calcañero dedicado a corretear a cuanta cosa se moviera; y metida en los batifondos de sus propios complejos, de repente una ve al paisano sumido en el paisaje, el paisaje que se reducía al animal y nada más; se lo ve montado al tordillo, allá va galopando en la pradera, en pelo y sin riendas, sombrero corrido sobre la espalda, los talones clavándole las verijas, ¡arre, arre caballito, que no amaine el galope!, saludando al colectivo con las manos en alto, libre en su silvestre alegría, y por más que una quiera languidecer en la contemplación del otro, no puede evitar la imagen de otro galope, el galope memorable del señor K, que decía que si uno pudiera ser un piel roja siempre alerta, cabalgando sobre un caballo veloz, a través del viento, constantemente sacudido sobre la tierra estremecida, hasta arrojar las espuelas porque no hacen falta espuelas, hasta arrojar las riendas porque no hacen falta riendas, y apenas viera ante sí que el campo era una pradera rasa, habrían desaparecido las crines y la cabeza del caballo; y todo esto que el señor K pronosticaba en la evolución equina, en directa consonancia con las profecías del señor Darwin, y que pareciera depender de que tan sólo transcurrieran algunos miles de años, una lo veía plasmado en las ciudades, donde los caballos no sólo prescindían de arreos, de cabezas y de crines, sino de las mismas praderas, de sus mismas extremidades y de los mismos pieles rojas; hoy cabalgan estáticos sobre una articulación mecánica, con cojinetes y amortiguadores hidráulicos; brincan en los salones arrieros ficticios, persiguen vacas binarias, agitan sombreros de largas cadenas carbonadas, y ante eso, de un sopetón una comprende que retribuir la gentileza de un comentario pasajero no es necesariamente comentar otra cosa, sino mirar a través de los ojos del otro lo que está viendo, mimetizarse con sus afectos, y decirle, que sí, que qué bonito caballito, aunque la palabra caballito le sonara al paisano un poco tonto, un poco infantil, pero que no había que olvidar que el paisano seguramente la registró a una como a Otra, y que esperaba solamente compartir y que no había que darle mucho rollo a la cuestión.