Crónica de la Historia

Marco Avellaneda, el mártir de Metán

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Rogelio Alaniz

La historia lo recuerda como “el mártir de Metán”. Se trata de Marco Avellaneda, ejecutado por orden del caudillo oriental al servicio de Rosas, Manuel Oribe. Metán es un pueblo que está ubicado entre Tucumán y Salta. La plaza evoca a los mártires que el 3 de octubre de 1841 fueron degollados por los gauchos mazorqueros. Sin duda, el más famoso fue Avellaneda, pero no fue el único, ni siquiera el último.

Marco Avellaneda nació en 1813 en Catamarca. Su padre, Nicolás, había sido gobernador de esa provincia pero luego las intrigas políticas lo trasladaron a él y a su familia a Tucumán. El joven Marco pudo estudiar en Buenos Aires gracias al ascendiente de su familia y las gestiones de su protector, el gobernador Alejandro Heredia, el mismo que habrá de proteger a Alberdi. Avellaneda se inscribió en el Colegio de Ciencias Morales de la Universidad de Buenos Aires y con veinte años cumplidos obtuvo el título de doctor en Jurisprudencia. Los años en Buenos Aires los dedicó al estudio y las relaciones políticas. Allí conoció a Gutiérrez, Alberdi, Sastre; es decir, a los principales exponentes de la “Generación del 37” .

De regreso a Tucumán, Avellaneda fue elegido presidente de la Sala de Representantes de la provincia. Tenía apenas veinticinco años y ya se destacaba por su oratoria y sus ambiciones. A su actividad legislativa le sumaba sus iniciativas constitucionales. En 1833, presentó un proyecto de reforma constitucional considerado uno de los más avanzados y actualizados de la época.

El destino de Avellaneda, como el de Laprida -según Borges-, eran las leyes, las sentencias y la labor de gobierno. Sin embargo el tiempo histórico que le tocó vivir le reclamó otros dones. En 1835, Juan Manuel de Rosas llegó al poder con la suma del poder público y las facultades extraordinarias. Tres años después, las conspiraciones contra su gobierno se extendieron a todo el territorio. Las disidencias políticas en un tiempo donde toda disidencia se pagaba con sangre, estaban a la orden del día. El bloqueo francés “coincidirá” con la campaña lanzada por Lavalle desde la Banda Oriental, la rebelión de los ganaderos del sur de la provincia de Buenos Aires, la conspiración de los Maza y la constitución de la “Coalición del Norte”, cuyo líder era precisamente Marco Avellaneda.

Los procesos políticos no suelen ser prolijos. Mucho menos en aquellos años. En las provincias del norte, los alineamientos nacionales estaban condicionados por las refriegas internas entre los caudillos, refriegas que se resolvieron por la vía de la traición y el crimen. En 1838, Alejandro Heredia fue asesinado en una emboscada. Rosas responsabilizará a los unitarios. Lo mismo hizo cuando Facundo Quiroga perdió la vida en Barranca Yaco. El restaurador era un maestro en aprovechar las tragedias. No hay certezas de que los unitarios tucumanos -y Avellaneda en particular- hubieran estado confabulados en el crimen, pero tampoco se podría asegurar lo contrario.

Cuando se constituyó la Liga del Norte, Marco fue el líder indiscutido. Era el más joven, el más talentoso y tal vez el más valiente. La rebelión se extendió a todo el noroeste y llegó hasta Córdoba. En sus inicios, los acontecimientos parecían darle la victoria a los rebeldes. Pronto aprenderían que el poder de Rosas era más sólido de lo que creían y, además, mucho más implacable.

En pocos meses, Juan Manuel puso en caja a los disidentes. En una sola movida ajustó cuentas con sus enemigos internos y externos. Francia levantó el bloqueo y pidió disculpas, mientras en el interior los principales focos de rebelión fueron derrotados. Castelli fue ejecutado en el sur, los Maza corrieron la misma suerte en la ciudad de Buenos Aires; Lavalle y Lamadrid fueron derrotados en Quebracho Herrado, Rodeo del Medio y Famaillá.

La batalla de Famaillá, en particular, fue decisiva. Se libró el 19 de septiembre de 1841. En ella, participó el propio Marco Avellaneda. Cuando la derrota era inevitable huyó con sus principales colaboradores. El general Lavalle le designó una escolta para protegerlo. A Marco Avellaneda lo recuerdan como un joven idealista, pero sabía muy bien la suerte que le esperaba si caía en manos de sus enemigos.

El contingente huyó hacia el norte. Su destino era Bolivia. En la estancia La Alemania, se detuvieron para descansar y abastecerse. Todo se hizo a los apurones porque sabían que las tropas de Oribe no les perdían pisada. Sin embargo, Avellaneda confiaba que podrían llegar a la frontera sin sobresaltos. No le va a durar mucho el optimismo. Esa misma noche el jefe de su escolta, Gregorio Sandoval, lo tomaba prisionero. Las promesas de una recompensa habían sido más fuertes que la lealtad. “Nunca confíes en un gaucho” le había dicho su padre. Todo en vano. El joven Marco creía que gaucho y gauchada eran la misma cosa.

El general Oribe los toma prisioneros y los juzga. Todos deberán ser ejecutados en el tiempo más breve posible. No conocemos los entretelones del juicio, pero no es arriesgado suponer que deben haber sido sumarios y arbitrarios. Los prisioneros estaban condenados a muerte antes de caer en manos de sus captores, el juicio no fue más que un trámite administrativo. Más de cien prisioneros fueron pasados por las armas en esa jornada. Días después será degollado el entregador, Gregorio Sandoval, cumpliéndose el principio de que Roma no paga traidores.

Avellaneda murió dignamente. El encargado del interrogatorio y la ejecución fue el coronel Mariano Maza, también oriental. Se dice que el propio Maza -degollador profesional- estaba impresionado por la serenidad de su víctima. Avellaneda no pidió clemencia. Se quedó de pie al lado de sus verdugos con un cigarrillo en la boca. Él mismo se acomodó el cuello de la camisa para que el verdugo procediera. Se cuenta que en algún momento, Maza intentó conversar con él. La respuesta de Marco fue tajante: “¿Se está burlando o qué? Concluya de una buena vez”.

La cabeza de Avellaneda fue llevada en una pica a la plaza de la ciudad de Tucumán para escarmiento de los unitarios. Se dice que una mujer, Fortunata García, una noche se arriesgó, recuperó la cabeza y la ocultó en el templo de San Francisco. Es lo que se dice. Hoy, Metán y Tucumán recuerdan con placas y monumentos la memoria de quien fue uno de sus más distinguidos hijos.

Avellaneda fue ejecutado, pero a su familia se le permitió seguir viaje hasta Bolivia. Marco se había casado en 1836 con Dolores Silva, de una de las familias más ricas de la región. El matrimonio tuvo cinco hijos. El mayor se llamaba Nicolás, y en 1874 será elegido presidente de la Nación. Cuando murió su padre, Nicolás tenía apenas cuatro años. Por más esfuerzos de memoria que hiciera luego, jamás podrá recuperar la imagen del padre. Un retrato pintado por Carlos Enrique Pellegrini con el rostro de su padre llegó a sus manos cuando era ministro de Sarmiento. Eso fue todo.

Unos años después, cuando por motivos diplomáticos viajó a Montevideo, asistió a una función de gala en el teatro Solís. Allí conoció de casualidad el otro rostro, el rostro del asesino de su padre: Mariano Maza. Avellaneda no fue nunca un hombre de venganzas personales, pero tampoco era hombre de olvidar. De regreso a Buenos Aires hizo referencias a lo que le tocó vivir y afirmó que para el crimen no puede haber impunidad ni amnistía. El presidente de la Nación, “el hijo del degollado” como le decían sus adversarios, escribió: “ No hacemos alianza con el crimen, no pactamos con la maldad, no proclamamos la impunidad y menos su triunfo. No queremos Marianos Maza ostentando sus manos sangrientas en los teatros de Buenos Aires”.